lunes, 1 de octubre de 2007

Música de acordeón

Norberto Zuretti
Ejercicio

      Los días y sus recorridos se le van repitiendo a Natalia con la exactitud y el perfeccionismo de algún mecanismo suizo de micro ingeniería. La radio reloj que la despierta con el noticiero de las seis, elección forzada porque a ella la música no le sirve para rescatarla del sueño, es más, casi no siente la música y debido a ello es que sintoniza un noticiero, con el que logra un amanecer bastante más pacífico, sobre todo porque cuenta todavía con unos minutos para desperezarse e iniciar el nuevo día. Andrés que rezonga con la luz del velador, pero finalmente se da vuelta, se tapa la cabeza con la almohada y continúa durmiendo. Entonces comienza la rutina de Natalia. Buscar las pantuflas, encender la cafetera, orinar, lavarse los dientes y la cara, elegir a oscuras la ropa porque Andrés ya apagó la luz, el maquillaje de apuro sentada en la cocina mientras bebe el café, terminar de arreglarse frente al espejo del ascensor con la cartera entre las piernas y el llavero en la boca, las mismas cuadras que la empujan hacia el subterráneo, siempre en el último vagón y en el último asiento, desde donde va reconociendo rostros y personajes hasta llegar al centro, y después del paseo por túneles que se cruzan y bifurcan, la salida a la superficie por la escalera mecánica, las dos cuadras hasta la agencia y su eterna tarea con las planillas y las contabilidades de clientes anónimos y desconocidos que le permiten huir durante nueve horas de su otra vida, la que debería ser la vida verdadera y no la de las rencillas con Andrés, con su negativa a reconocer que ya todo está perdido, sus miedos implícitos y latentes.

      En el tramo final, después de la última vuelta antes de la escalera, en un hueco en la pared de la derecha, está el acordeonista sentado en un banquito de madera, con la gorra en el piso, boca arriba. Natalia piensa que es un virtuoso, tal vez algún músico profesional del interior, que ha venido a Madrid con la esperanza de contrarrestar las escasas perspectivas de su tierra. Suele interpretar música clásica sin apoyo de ningún sintetizador, sin partituras, sin equivocarse nunca. Su rostro curtido reproduce el mismo gesto, forjado por la costumbre y una evidente mueca de resignación. Ella cada mañana echa una moneda dentro de la gorra. Nadie parece hacer lo mismo. El pobre músico, cincuentón, con el pelo negro peinado hacia atrás y un jersey gastado, le sonríe. Ya la conoce.

      Una vez, apenas una semana atrás, ella se detuvo unos segundos delante del músico, recordaba esa primera vez y su necesidad atávica y compulsiva de mostrarle su agradecimiento y darle una limosna. El resto de los caminantes pasaba de lado, ignorándolo, sin mirar, sin detenerse. Natalia venía naufragando a causa de la trifulca de la noche anterior con Andrés. El artista, aquel día, sin hacer caso a su torpeza y a su timidez, sonrió sin dejar de tocar y le dijo en voz muy baja, como si acaso temiera distraer a su acordeón: "Bach". Ella afirmó con la cabeza, le mostró su re-gocijo con una mueca cortés, y añadió orgullosa observándolo desde arriba: "Tocata y Fuga en Re menor". Él asintió sonriendo, sin dejar nunca de tocar, meciéndose suavemente al compás del fuelle, fundiéndose en un solo cuerpo atrapado en las redes de su propia música. Esta imagen le quedó registrada a Natalia a medida que se alejaba. Todavía no era capaz de sentir la música, demasiado acostumbrada a sufrir las grietas de su relación. Por ahora apenas era la danza armónica de los fuelles, una alegría visual de olas que van y vuelven. Natalia nada más distinguía los compases en los movimientos del conjunto. Casi como si leyera.
      Al día siguiente ella volvió a detenerse frente al músico y comenzó a buscar una moneda en la cartera, sin saber que en ese mismo momento iniciaba el rito. El acordeonista dijo: "Zubitsky: Karpatskaya Suite". Y agradeció con la cabeza la moneda que ella embocó en la gorra.

      La vida personal de Natalia se está complicando por estos días, ha discutido con Andrés. Una escena fea. Los viajes rutinarios resultan interminables, la angustia la carcome. Esta mañana el acordeonista interpreta algo muy triste. Ella lo mira con cierta familiaridad, ya comparten un mínimo de códigos; mientras todo su mundo comienza a resquebrajarse, este hombre permanece inmutable, con el mismo jersey, la misma sonrisa, el mismo semblante sosegado y el cuello que hamaca la cabeza en un intento acertado de seguir el subibaja de las notas. "Felice Fugazza: Rapsodia Azul". Ella le deja la moneda, toma las escaleras mecánicas, vuelve la vista para mirar al acordeonista, él toca su música, ajeno al ir y venir de los viajeros, ¿sabrá acaso que ella no es capaz de oír?

      Esta mañana, en particular, es una mañana distinta, Natalia ha roto con Andrés. Fue por la madrugada, una nueva discusión violenta, la última. Él juntó sus ropas en dos bolsos y se marchó. Ella no pudo dormir, se pasó las dos horas que restaban para que la radio se encendiera, dando vueltas en una cama que se le hacía inmensa, dolida por los latigazos cruzadas de sus últimos reproches. No estaba triste, tan sólo algo dolida. Hubo algunos escasos minutos en que el cansancio le permitió al sueño hacer de las suyas, y así Natalia comenzó a sentir algo desconocido, se trataba de una musiquita danzando muy dócil en sus oídos.
Sentada ahora en el último asiento del subterráneo, no aparta la vista del tablero electrónico, cada vez que cambia la publicidad, una nota musical que se cuela dentro de su cabeza le va comprimiendo los pensamientos, no puede olvidar las palabras hirientes de Andrés, sus broncas contenidas, aún se encuentra desorientada como para       imaginar un futuro distinto. Y relajada.
Unos metros antes de llegar al acordeonista, frena el paso para buscar torpemente en la cartera alguna moneda que no encuentra. Justo hoy, que se ha quedado sin nada y necesita a toda costa dar algo, porque así se lo enseñaron, que hay que dar para recibir, y justo hoy. Lucha para abrir el monedero, y cuando lo consigue lo encuentra vacío, ni una moneda, ni un caramelo. Él está tocando una canción suave, muy dulce, y se nota en sus ojos que algo distinto en ella le está llamando la atención.
      “Patrick Busseuil”, le susurra el músico sin dejar quieto el acor-deón que se retuerce muy felino. Ella, distraída, continúa revolviendo la cartera inútilmente. “Patrick Busseuil”, repite él, y se queda esperando unos segundos, hasta que reconoce que ella esta vez no dirá el nombre del tema, “Interlude et Danse”, agrega sin dejar de observarla.
      Natalia desiste, cierra la cartera, se la acomoda en el hombro, y le muestra las manos abiertas y vacías, mientras trata de ocultar la angustia que ahora la ahoga. Se esfuerza para tragar saliva, ensaya respirar hondo y no le sale más que una especie de puchero que, avergonzada, intenta esconder. Una vertiginosa sucesión de notas le dan un alerta. Cuando la imagen del acordeonista se le desdibuja por las lágrimas, baja la vista y, torpemente, sigue caminando. Hay otra imagen que la aterra, pero esta está en su cerebro, es la que verá al regresar por la noche a su vivienda, a su vivienda vacía, a su futuro tan incierto, a un lecho exageradamente grande, a cierta presencia que ya no estará, a tantos olores que persisten.
      Una avispa le zumba en los oídos. A pasos de la escalera que jamás cesa de subir, se vuelve, él aún está observándola, con el acordeón dormido sobre sus rodillas. Sin dejar de mirarla, comienza a interpretar un nuevo tema que Natalia reconoce de inmediato en la danza de las manos y los pliegues del instrumento. Pero su asombro es inmenso y lo contiene, hay algo nuevo que la está invadiendo, ¿es una melodía esto que baila en sus oídos? “Marcha Radetzky”, susurran sus labios. La música tiene esa cosa mágica que la eleva, siente que podría llegar volando a la superficie, se deja llevar por violines y una flauta y un trombón, la impulsa una batería y vuela sobre la orquesta. Se resbala por el ronquido de un fagot, asciende con el clarinete, baila con la mandolina. Por primera vez, Natalia comprende el mensaje. Él lo sabe. Hay unos hilos invisibles que van danzando de él a ella y viceversa. Y también hay acordes que les pertenecen, como todos los instrumentos que suenan tan sólo para ellos dos.
      Ahora Natalia está a un paso del músico, es un señor de unos cincuenta años, tiene todo el aspecto de haber vivido tiempos mejores, de haber contado con un público solidario que gozara con su arte. Los dos mueven la cabeza al compás de la melodía que crece cada vez con mayor fuerza. Cómodo en su banqueta, toca únicamente para ella, que va llenando con la música todos los huecos vacíos. Natalia se agacha sobre el acordeonista, le toma el rostro con ambas manos y le da un beso en la boca, dura apenas unos segundos que parecen eternos, se les quedan pegados los labios cuando se separan, brilla la música en el hilito de saliva que parece retenerlos. Hay una paz enorme en los ojos del artista cuando ella prosigue su cotidiano recorrido. Estira nuevamente el fuelle del acordeón, ella acaba de ingresar a la escalera mecánica.
      “Fugazza”, dice él en voz alta.
      Natalia apenas se vuelve para sonreírle, mueve los labios pausadamente, puede leerse que dice: “Farfisino se divierte”. Un enjambre de mariposas saltarinas se le acercan, antes de que el otro cielo se la devore. Y la flauta dulce y los timbales, el bajo, el clavicordio y la pandereta, el acordeón, toda la música se va con ella.

2 comentarios:

  1. Me pregunto qué habrá querido decirnos el autor con “los días y sus recorridos”. ¿Será un giro idiomático, como decir “las vueltas de la vida” o “a la vuelta de los años”? El comienzo es interesante, pero un tanto rebuscado. “Los días y sus recorridos se le van repitiendo a Natalia con la exactitud y el perfeccionismo de algún mecanismo suizo de micro ingeniería”. No sé si conviene que se note la laboriosidad del escritor en las primeras líneas del cuento.

    “La radio reloj que la despierta con el noticiero de las seis, elección forzada porque a ella la música no le sirve para rescatarla del sueño, es más, casi no siente la música y debido a ello es que sintoniza un noticiero, con el que logra un amanecer bastante más pacífico, sobre todo porque cuenta todavía con unos minutos para desperezarse e iniciar el nuevo día”. Algo anda mal en esta frase, falta la segunda parte. “La radio que la despierta”, y ahí nos quedamos. ¿Qué sucede con la radio que la despierta? Una solución es quitar el “que”. Nos quedaría: “La radio reloj la despierta con el noticiero de las seis…”.

    Otra vez el mismo problema. Otro anacoluto: Andrés que rezonga con la luz del velador, pero finalmente se da vuelta, se tapa la cabeza con la almohada y continúa durmiendo.



    Bueno, el cuento tiene unas imágenes muy poéticas, se lee con mucho placer. Tanto es así que no vale la pena que me detenga a buscar nimiedades. Al acordeonista me lo figuraba medio cirujón, digamos, barba de diez días, los pantalones sucios. Por eso el beso en la boca que le da Natalia me desconcertó un poco, no me pareció un gesto agradable. El beso está bien, tal vez estaría mejor en la mejilla. Como sea, convendría describir al acordeonista como un hombre arreglado, perfumado, buen mozo, no sé.

    El final es ambiguo. No estoy seguro de si esas mariposas que aparecen son reales o es una metáfora.
    Saludos.
    Daniel

    ResponderEliminar
  2. Ha sido una lectura grata aunque no me ha sorprendido, probablemente porque ya sabía el tema y esperaba más, que fuera más lejos, quizás que profundizara más en la vida de ella, en cómo le cambia la vida tras su beso, … El único cambio sobre el ejercicio planteado es la sordera de ella. Entiendo que él la enseña a sentir la música “ Todavía no era capaz de sentir la música... como si leyera” y acaba llevándose la música con ella. Pero no cómo ella ya conocía los nombres de los temas. Perdona, pero es que soy algo cuadriculada. Por ello me sonaría mejor si se mantuviera siempre el mismo orden cuando él le dice el autor y ella el tema, aunque es algo muy particular.



    Alguna sugerencia:

    … las contabilidades de anónimos y desconocidos ( un adjetivo es suficiente ya que el otro no añade ningún matiz nuevo).



    Natalia piensa que es un virtuoso. (mejor mostrarlo)



    Ella cada mañana echa una moneda dentro de la gorra. Nadie parece hacer lo mismo. (podrías sustituir la última frase por “…dentro de la gorra vacía”). El pobre músico, cincuentón, con el pelo negro peinado hacia atrás y un jersey gastado, le sonríe. Ya la conoce. (¿qué te parece “ le sonrie, como cada día” en vez de” Ya la conoce? )



    En el siguiente párrafo “Una vez…” los hechos me resultan desordenados aunque no sé porqué.



    “Esta mañana….dolida por los latigazos cruzadas “ (serían cruzados) … No estaba triste, tan sólo algo dolida” (creo que estaría muy dolida o dolida pero algo dolida me parece muy poco tras su ruptura)



    La imagen final me ha gustado mucho.


    Montse

    ResponderEliminar

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.