lunes, 1 de octubre de 2007

Una espera nocturna

Anónimo

      Llegaron tarde, ya era de noche, la luna jugaba a esconderse entre las nubes. Los pasos en el camino eran su sombra, y su silencio el eco de todo lo que no se habían dicho en esos años. Estaban cansados de pies y alma, y cuando un perro les ladró su furia desde la oscuridad, él apenas retrocedió unos pasos, ella dejó de andar y permaneció inmóvil, como invitando a la muerte. Oyeron la verja de hierro contra la que se abalanzó el animal y siguieron andando.
      Llevaban media hora de retraso, ni a él ni a ella les importaba demasiado, como tampoco les preocupaba la abulia que dominaba sus actos. No tenían la más mínima idea de lo que iban a hacer, nadie les dio ningún tipo de explicación, y se dejaban ir mansamente, tal vez en el fondo de cada uno aún latía algún resquicio de esperanza. Ambos estaban preparados como para asistir a una fiesta, taparon el desgano con ropas de gala, él se puso su mejor corbata, ella su vestido ajustado y el último perfume que comprara para esta ocasión. Eran dos fantasmas disfrazados de humanos.

      El camino poco a poco se iluminó con una luz amarillenta que colgaba de una puerta aún lejana. Caminaron hacia ella; era de madera gastada y la luz oscilaba desnuda en forma de bombilla. A través de una ventana, al lado de la puerta, voces lejanas traicionaban sin reparo el silencio de la noche. Antes de llamar ella se puso los zapatos de tacón que llevaba en el bolso, el último detalle del disfraz. Luego golpeó la madera con los nudillos y el silencio volvió a la noche. Unos pasos se acercaron. Él arrimó su mano a la de ella, como un niño asustado. Ella, por sorpresa, eufemismo o compasión, abrió los dedos para recibirla.
A través de la puerta, la voz de una mujer joven les preguntó quiénes eran.
      Cada uno dijo su nombre y después, a pesar del murmullo de voces y algún bosquejo de música que llegaba confuso del interior, percibieron el roce de unos papeles, como si los estuvieran buscando en alguna extensa lista de invitados.
      La voz se hizo esperar, todavía jugaba al escondite la luna, el perro continuaba ladrando de a ratos. Al final dijo:
      – Tienen que esperar, aún no es la hora.
      Ella protestó, oyó a su propia indignación exclamar que llegaban tarde, que claro que era la hora, pero no obtuvo respuesta. Luego apartó la mano de la de él y se sentó de espaldas a la puerta, en un pequeño escalón que la separaba de la hierba descuidada del camino. Él permaneció unos segundos frente a la puerta, incrédulo. Acercó la cabeza a la madera e intentó descifrar las voces lejanas. Sintió algo parecido a una risa, tos, palabras deshechas y abrazadas las unas a las otras. Luego se sentó también en el escalón. Por primera vez en esa noche se preguntó si no estaban cometiendo una grave equivocación, pero no dijo nada, se abrazó las piernas y esperó en silencio.
      Una nube plateada escondió el débil rastro de la luna, quedaron sumergidos en el halo dorado de la bombilla, incómodos en la angosta tabla de madera. Hubo un amortiguado rezongo de pasos sobre el camino que los hizo mirarse. Sin saber por qué, en cuanto estuvieron seguros de que alguien se acercaba, se apresuraron a resguardarse tras la esquina de la vivienda.
      Entonces vieron llegar a un individuo que traía un paquete envuelto como para regalo. Subió los dos escalones, golpeó tres veces la puerta, y segundos después otras dos veces.
      Las bisagras chirriaron, y la misma voz de mujer dijo contenta:
      – Adelante, por fin, te estábamos esperando.
      Cuando la pareja salió de su refugio, descubrieron que el visitante había olvidado el regalo en el piso del porche, a un costado de la puerta.
      – Vámonos –dijo él, como si aquello hubiera sido la señal que necesitaba para abandonar. Ella pareció no escucharlo. Se acercó al paquete y lo cogió entre las manos.
      – Pesa –dijo.
      – Lo digo en serio, vámonos, esto es una locura –insistió él apartándose de la casa.
      – Hace unos días parecías muy convencido, más que yo incluso –respondió ella sin apartar la vista del regalo, envuelto en papel azul y del tamaño de una caja de zapatos.
      Él abrió la boca para rebatirla, cuando se oyeron pasos apresurados que escapa-ban del interior de la casa y se dirigían a la puerta. Se miraron a los ojos un instante y luego corrieron a la parte trasera, ella aún con el regalo entre las manos.
      La puerta se abrió con su molesto chirrido, salió alguien y hubo un batido de sombras, desde su escondite no podían verlo, sólo escuchaban, la noche, los pasos, las voces.
      – ¿Por qué, pero por qué? –dijo la voz lastimosa de un hombre joven.
      – Te lo habíamos advertido –contestó la voz que les hablara hace un rato.
      – Por favor, voy a intentarlo, lo prometo, la última oportunidad.
      Un portazo cortó sus palabras suplicantes. El muchacho se alejó con la cabeza caída, y lo vieron dejarse tragar por la oscuridad de la noche. Sin pensarlo, como poseído por un impulso suicida, él saltó del escondite y corrió hacia el camino. No tardó mucho en encontrar al chico, que apenas había tenido tiempo de agacharse tras un arbusto y lo miraba con ojos aterrados.
      – No vengo de allí –dijo él al tiempo que intentaba recuperar el aliento –. Yo, nosotros, estamos esperando para entrar, y quería preguntarte..., ¿qué hay exacta-mente?
      El adolescente abandonó el escondite, cauteloso, y reemprendió el paso por el camino. Sin girarse dijo:
– Ya lo verás cuando entres.
Él no lo siguió, pero aún preguntó, casi gritando:
– ¿Por qué te han echado?
– No está bien hacer trampas –le respondió la voz del chico, ya un poco lejana.
      Desanduvo sus pasos con la sensación de conocer de memoria cada rincón del lugar. El galpón a la derecha con sus chapas arrugadas y las manchas oscuras que seguramente serían de óxido, la arboleda espesa enfrente y amenazante, la tibia curva del camino y la casa solitaria a unos cien metros, temblando en el centro de la noche. La luz amarillenta en la entrada. La oscuridad alrededor.
      Cuando llegó, ella no estaba. Tampoco la encontró por los alrededores de la vivienda. Corrió hasta la puerta y golpeó con los nudillos. Le pareció percibir una disminución en el volumen del murmullo interno, como un regurgitar de moléculas que se escabullen y van dejando una estela de burbujas.       Apoyó la oreja sobre la puerta, adivinó furtivos desplazamientos, órdenes secas, corridas, tal vez un quejido, no podía asegurarlo. Volvió a llamar.
      –¿Quién es? –preguntó ahora una voz masculina, con tono de bronca.
      – Mi compañera acaba de entrar, estoy con ella.
      – ¿Contraseña? –la misma voz, con menos paciencia.
      – ¡No me dieron ninguna contraseña! –gritó él al tiempo que golpeaba con el puño– ¡Vine con ella! ¡Si ella ha pasado yo también!
      El silencio se mantuvo detrás de la puerta durante unos segundos que se extendieron en la oscuridad. Luego, poco a poco, volvieron a escapar de la casa conversaciones lejanas y aparentemente amenas, como si nada hubiera ocurrido. Golpeó de nuevo, pero esta vez el murmullo no se interrumpió.
      Caminó alrededor de la casa, todas las ventanas se encontraban cerradas y con los postigos corridos, era imposible ver hacia adentro y el cuchicheo interno continuaba llegando, desfigurado e irreconocible, a través de los gruesos muros. En un momento se hizo un silencio absoluto, dos minutos, o tres o cinco, y enseguida vino un revuelo de pasos hasta que sintió el chirrido de la puerta del frente. Él se asustó lo suficiente como para esconderse detrás de unos arbustos y espiar la salida de unos ocho o nueve personajes. Por el camino se acercaban los faros de tres vehículos. Se hizo un ovillo detrás de los matorrales, ensuciando su traje en el barro. Cuando llegaron los tres automóviles, él estaba seguro de que no podrían verlo.
      De los vehículos emergieron cinco personas que aparentemente nada tenían que ver entre ellas. Una mujer de mediana edad, una colmena de pelo en el cogote y los movimientos tensos y sutiles, como si temiera que las abejas la atacaran, bajó del primero. Llevaba un vestido de noche y collares relucientes, y sonrió con condescendencia a los demás. Un matrimonio de aspecto agotado, hombros encogidos, sonrisas vacías, salieron de otro automóvil. A su lado una niña de unos cinco años correteaba alrededor, ajena al cansancio de sus padres, a la hora, al hombre calvo y vestido de negro que había abandonado el tercer coche y se dirigía con paso decidido y brazos abiertos hacia los que acababan de salir de la casa para saludarlos. Desde su escondite no podía verlos con claridad, apenas las espaldas que abrazaban con efusividad a los recién llegados, pero adivinaba que se trataba de un grupo mixto. Entonces oyó la voz de ella entre las demás, risueñas, y supo con un pinchazo terrible de lucidez que estaba solo y que lo había perdido todo.
No duró demasiado el festejo del encuentro, cruce ligero de besos y abrazos que a él le parecían sobreactuados, intercambios de palabras amortiguadas por el rechinar de la noche. La mujer que espantaba abejas llevaba la voz cantante, su adlátere era el calvo que vestía de negro. Entre ambos fueron llevando a todos hacia los vehículos, organizando la distribución para luego subir juntos al primero.
      En el improvisado refugio, incómodo a causa del barro que se secaba en sus botamangas y zapatos, él se convertía en testigo mudo de la escena, a sus oídos llegó amortiguado el sonido de las puertas al cerrarse, el ronroneo de los motores.
      Ella resultó una de las últimas en subir. Ni por un momento se volvió para buscarlo.
Los botones rojos de las luces traseras se fueron achicando tragados por la noche. Él se acercó hasta la vivienda, la puerta estaba abierta, pero ya nada lo atraía, y comenzó a caminar detrás de los vehículos. Se detuvo a unos metros, se volvió hacia la casa, recogió el paquete envuelto en papel azul y, sin dudarlo, resuelto, emprendió definitivamente el regreso. Se le habían grabado las palabras herméticas del muchacho, y no cesaba de escucharlas:
      – No está bien hacer trampas, no está bien hacer trampas.

1 comentario:

  1. Comento una espera nocturna, de Anónimo

    Sé algo de este cuento que probablemente no saben algunos de ustedes: que ha pasado por dos manos. Quizás por eso estoy en condiciones de acertar o equivocarme con más contundencia que los demás. Tenemos una aportación de misterio, de un misterio sin solución, muy en la línea de un compañero del más allá; trufado de una prosa poética, tachonada de tropos (prosopopeyas, metonimias) muy del gusto de una compañera del más acá. Particularmente el primer párrafo es densamente poético.
    Hay una pareja que acude a una fiesta, en una casa de campo, pero deben esperar pues aún no es hora de entrar. Se trata de una fiesta misteriosa, a la que han sido invitados no se sabe de qué manera, y a la que sí asiste, sin horarios que respetar, un grupo de desconocidos que recuerdan una secta, una especie de logia. Al final resulta que la chica es admitida, pero el chico no. Entre medias hay una escena confusa, con un tercer invitado, que todavía no sé si es extemporánea o se puede asumir; no me gusta en cualquier caso.
    La conclusión del cuento me deja un poco frío. Ella es admitida en el grupo y no sé si eso es importante, si eso lo justifica todo. Cuentos de misterio los he leído mejores en este mismo taller, y probablemente por la misma pluma.
    La narración apenas avanza, hay un repetirse los ruidos a través de la puerta (ruidos caprichosos, pues se oye el pasar de los folios, pero no las conversaciones) y un esconderse los personajes detrás de los matorrales. La cosa me recuerda esas obras de teatro en la que los personajes pasean a conciencia sobre las tablas mirando al público.
    Hay tropos que me agradan (el eco de todo lo que no se habían dicho en esos años) y otros que no (apenas las espaldas que abrazaban con efusividad a los recién llegados). Hay frases que me llegan (un regurgitar de moléculas que se escabullen y van dejando una estela de burbujas) y otras que no por desproporcionadas (sin pensarlo, como poseído por un impulso suicida). Citaré otra frase que me desagrada: «sin saber por qué, en cuanto estuvieron seguros de que alguien se acercaba, se apresuraron a resguardarse tras la esquina de la vivienda». Me desagrada, ya digo, porque es una de las muchas veces que los personajes se esconden sin saber por qué, y porque frases como «sin saber por qué» o «de repente» suelen ser la constatación de que al propio autor le parece abrupto el tránsito que inicia a continuación.

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