jueves, 1 de noviembre de 2007

Trabajo a domicilio

Carlos
A Georges Brassens, que está tranquilo, allá en Sète.

      Un día más, mientras esperas un ascensor a eso de las cinco de la tarde, piensas que lo que te gustaría no es precisamente estar aquí, sino en casa tumbado, leyendo la prensa deportiva. Esta vida es tan petarda que, para empezar mal la faena, hay un matrimonio que ha entrado al portal y se ha puesto junto a ti, a esperar. Menos mal que, como zorro viejo, vas pertrechado con tu sobre de entrega urgente, y la costumbre, la rutina, el oficio, hacen el resto. Cuando por fin el ascensor llega a la planta baja, abres la puerta y les cedes el paso cortésmente. Ellos te preguntan a qué piso vas, y tú, con toda tranquilidad les dices que al último. Así que se olvidan de tu presencia, las puertas se cierran, pulsan el quinto, y se ponen a hablar del niño y del colegio. Cuando llegan a su piso, sujetas la puerta el tiempo necesario para ver que van a la letra A, y lo anotas mentalmente para evitar errores. La puerta se cierra y es el momento de apretar el botón que dice diez.
      Ya en el último piso, siempre con la carta en la mano, por si un azar te obliga a mostrarla, y entonces «Oh, qué cabeza tengo, me he equivocado de portal. Yo iba al siguiente», empiezas a pasar revista a las puertas, para descubrir cuál no está blindada, quién es el pardillo que todavía no ha protegido su casa de gente como tú. Una vez que compruebas, con un simple vistazo, que todas las puertas del décimo están blindadas o acorazadas, empiezas la ceremonia del descenso piso a piso, hasta que en el octavo —eureka— hay un tipo que tiene una puerta de madera hueca, que es lo tuyo, tu vocación, tu mundo. Por supuesto que las blindadas pueden abrirse, pero hay que trabajar más, especializarse... decididamente las de madera hueca, como de cartón piedra, son las tuyas.

      Entonces llamas al timbre. Esperas. Vuelves a llamar. Esperas. Hay de momento dos posibilidades: que estén y que no estén.
      Estos no están.
      Te pones unos guantes de látex, más por cubrir el expediente que por que te preocupe dejar huellas. Diecisiete detenciones te han hecho un poco chapuza. Echas un vistazo a las otras puertas del descansillo y nadie parece haberse asomado a la mirilla, a cotillear. Traes al octavo el ascensor, para tenerlo paradito en tu piso, no sea que. Luego te levantas la amplia camisa y sacas el machete. Pareces un pirata, con ese pedazo de cuchillo. Rápidamente, con la destreza que dan los años de oficio, hundes la punta del machete en la puerta y, con un rápido serrar sordo, haces un cuadrado cerca de la cerradura. Destapas el cuadrado, como si fuera un pedazo de tarta, metes la mano por ese hueco, palpas el cerrojo. Abres la puerta, vuelves a poner en su sitio el trozo cuadrado, para disimular un poco, entras y cierras desde dentro.
      Bueno, hogar, dulce hogar.
      Lo primero, entrar en la cocina a ver la basura. Como estamos en Agosto, hay dos posibilidades: que estén de vacaciones o que no estén. Estos no lo están, porque hay un cartón de leche en la basura y la piel de un par de plátanos. Eso quiere decir que han desayunado. Pero no han almorzado en casa. Mejor que mejor, porque si estuvieran de vacaciones, habría que buscar otra vivienda. A todo trapo al dormitorio de matrimonio, nada de salones ni cuartitos de estar. Mientras abres los cajones de las sábanas y las tiras una tras otra al suelo, luego de revisar si en sus pliegues están los billetes, piensas que hay, como siempre, dos posibilidades: que los dueños de la casa estén cerca, haciendo la compra por ejemplo, y que no estén cerca. A ver si hay suerte y estos están lejos, trabajando, un suponer. Aunque, de todos modos, cinco minutos son suficientes para peinar un piso, y muy mal se tiene que dar para que vuelvan en ese rato.
      Cuando apenas ha pasado el primer minuto, el suelo del dormitorio está lleno de sábanas, toallas, pañuelos, calzoncillos, calcetines... y no hay rastro del dinero. En un cajoncito de la cómoda han aparecido tres pendientes de oro, todos distintos, todos desparejados, y un reloj medio guapo, de esos que tienen altímetro, barómetro y la madre que parió a un tanque.
      Bueno, algo es algo. Ya están descansando a salvo en el fondo de tu bolsillo. ¿He dicho calzoncillos? ¿Ni unas bragas? A ver: una cama de matrimonio y una docena larga de calzoncillos. Esto te huele a divorcio. Mala cosa. Adiós las sortijas y contrasortijas de las chicas presumidas, las medallitas, los collares, los relojes de todos los colores. Adiós, botín, adiós.
      El suelo está lleno de cosas, uno de esos panoramas que hará apretar el culo contra la pared al dueño, cuando llegue. ¿Y este maromo no tiene ni cinco euros en su casa? Pero resulta que entre todo lo que has ido tirando al suelo hay tres o cuatro fotografías que te llaman la atención. Una mujer desnuda siempre llama la atención desde lejos. Las fotos estaban en la mesilla... ¡Pero coño! Esta chica de las tetas grandes es... ¡la del quinto! La tipa que subía hace un rato con su marido en el ascensor. ¿Qué hace en cueros la mujer del vecino del quinto, en la mesilla del vecino del octavo? Aquí está con un maromo, bien acaramelada. Desde luego, entre ella y el maromo de la trenza, me quedo con ella. Entonces, puedes suponer que el tío es ¡el dueño de la casa! ¡Joder con el de la trenza! ¡Qué bien se lo monta, el tío! Dos fotos de la moza al bolsillo y a correr, que ya van como siete minutos y andas haciendo aquí el piernas, con fotos y tonterías.
      Con innegable instinto abres el armario y revisas todos los bolsillos de las camisas y las cinco chaquetas que tiene colgadas. Y, como Dios premia al que persevera, encuentras al menos doscientos euros en el bolsillo de un chaleco negro de lana. «¡Jódete, pringao, encontré la pasta!», dices triunfalmente, echándola al bolsillo. Entonces suena el teléfono.
      El tuyo, Medina.
      —¿Sí? —preguntas, tratando de no hablar muy alto— ¿Mamá? ¡Te he dicho que no me llames al trabajo! ¿Quién? ¿La Vanessa? ¿La ha dejado palante el Jonathan? ¡Ese hijoputa...! Bueno, no llores, mamá. Luego hablamos. Voy para casa dentro de un rato. Sí. Sí, no te preocupes, hablaré con ese cabrón. No te preocupes, mamá. Dame media hora... eso es. Tranquila hasta que yo llegue.
      Y cuelgas.
      Este allanamiento se está convirtiendo en una telenovela. Ya llevas más de diez minutos en la casa y es hora de largarse. Así que vuelves por el pasillo y vas abriendo todas las puertas, no vayas a dejarte sin explorar la cámara del tesoro. Así averiguas que el tío tiene un cuarto con un ordenador. Pero no es tu estilo eso de hacer mudanzas de muebles. Lo tuyo es el metálico y las joyas, exclusivamente. En ese cuarto tiene el clásico cartel del Che Guevara y otro de la Torre Eiffel. Y cerca del cartel de París ha pinchado un folio, donde hay una frase manuscrita. Ya estamos con los intelectuales, piensas resistiéndote a leerlo. Has visto tantos folios pinchados, en tantas casas, que has perdido ya la curiosidad. Pero echas un vistazo al equipo de música que tiene cerca del ordenador, frente a un sillón de orejas. El dueño ha estado escuchando a Carole King, a juzgar por la carátula del disco que tiene sobre la mesa. En fin, a la que sales, decides pasar cerca del folio, por no quedarte con la duda y lees el lema del tiparraco de la trenza: «Como es bien conocido, todo hombre lleva su destino escrito en un cachete del culo». Eso dice el folio. No me jodas. ¿En un cachete? ¿Pero esto qué es?
      Sales del cuarto del ordenador, pensativo, tratando de desentrañar mentalmente el sentido profundo de la frase. Y revisas el lavabo de un modo maquinal. Allí sólo hay un grifo que gotea, las cosas de afeitarse, un secador de pelo y un par de abanicos. Raro este muchacho. ¿Coleccionista, pues? Y, antes de salir por patas, abres el salón, para ver lo que hay dentro: una librería, un televisor, y una mesa grande rodeada de sillas. Poco más. Desestimas los cajones de la librería por demasiado obvios: la gente no acostumbra a guardar dinero en una pieza que queda al alcance de las visitas. Para agotar todas las posibilidades, revisas la mesa por debajo, levantando el mantel, porque ya sabes que a algunos, a fuerza de ver películas de espías, les da por pegar un sobre con celo, bajo la mesa, y en el sobre meten la pasta. Pero no es el caso. En una pared hay un cuadro: unos perros acorralan a un ciervo junto a un riachuelo. Tiradas sobre un sofá, dos fotografías. En vista de que la tarde está tranquila, decides acercarte a ver las fotos: en una de ellas el dueño de la casa tiene en sus brazos un niño muy rubio en la Plaza de España. Sorprende lo serios que están ambos.
      La otra foto te maravilla. El de la trenza está escalando una roca inmensa, dorada. La fotografía está tomada desde arriba y se le ve en un paso de máxima dificultad, con un patio del copón debajo de él.
      ¡Un escalador!
      ¡Hostias! Incluso jurarías que reconoces esa pared, ese color inconfundible, ese vertiginoso diedro. Lo has visto decenas de veces en las revistas de escalada. Tomas en tu mano la foto y le das la vuelta. Alguien ha escrito al dorso sólo tres letras: Dru. ¡Lo sabías! ¡La directa americana! ¡Joder con el de la trenza! Es un machaca potente y no como otros, que no te gusta señalar. El tipo sonríe con una dentadura perfecta, la cabeza envuelta en un pañuelo amarillo, como un pirata, las manos blancas de magnesio, la trenza caída sobre un hombro. Y allí abajo, el glaciar, desenfocado ya por la altura, espeluznantemente lejos. El escalador tiene una pierna tan arriba, apoyada en una pequeña presa, que puedes reconocer la marca de ninjas que lleva. Y las mallas... tiene buen gusto el tío. Joder, joder, qué foto tan guapa. Está feo hacerle esto a un kulega, pero al bolsillo con ella. Seguro que tiene el negativo y puede hacer una copia.
      Llevas ya un cuarto de hora en la casa y más valdría salir zumbando, no se presente el maromo de improviso. Con algo de mala conciencia ganas la entradita y vas a agarrar el picaporte cuando suena el teléfono.
      El suyo.
      ¡Qué susto te has llevado! Vas a tener que poner un anuncio en la prensa para recuperar el corazón. Petrificado te encuentra el cuarto timbrazo y, a continuación, se oye la voz del dueño de la casa, cavernaria, amplificada, rutinaria:
      —Hola, soy Luis. No estoy en casa. Deja tu mensaje cuando escuches la señal.
      —Luis, tronco —dice un tipo, exaltado— llámame en cuanto llegues. Tenemos los permisos. ¡Nos vamos al Thalay Sagar! Y ya han contestado los de Gallina Gorda: nos dan sopas y comidas preparadas por valor de dos mil euros. A condición, tío, de que no contemos nada a nadie. Dicen que, si otras expediciones se enteran, acaban arruinándolos. ¿Estás contento, Luisito? Atraca ahora a tus viejos, kulega, que nos sigue faltando pasta por un tubo.
      El tipo que llamaba ha colgado. Y tú estás hechizado con los planes, agitando suavecito una bola de cristal que había sobre el taquillón de la entrada. La bola tiene dentro una Torre Eiffel pequeñita, y un Campo de Marte de juguete. Están cayendo sobre ellos millones de copos de nieve, una tempestad blanca sobre París. ¡Qué cabrón el Luisito! ¡Qué suerte tiene el mamón! Al Himalaya. Ya te gustaría a ti, aunque sólo fuera para estar con ellos en el campo base. Es jodido esto de desvalijar la casa de un montañero. Tendría que haber un mínimo de solidaridad entre la gente del gremio. ¡Si lo hubieras sabido...! Pero el trabajo es el trabajo. Tú también necesitas la pasta. Especialmente ahora que tu hermana... Caen los últimos copos sobre París. Se acaba el invierno rapidito. Y es como si las cosas volvieran a su ser, cayeran por su peso. Dejas la bola suavemente en el taquillón, sin poderte sacudir la molesta sensación de ser un cerdo. Estás robando a un compañero, que necesita todo el dinero que tiene y más, para ir a jugarse la vida a un lugar sin espectadores, ni apuestas, ni premios en la cumbre. Miras el reloj y te desesperas por ser tan indeciso. Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes. Diez de a veinte. Dudas. Los cuentas. Finalmente coges uno y lo dejas en la mesa. Lo pisas con la bola y sales de la casa.
      —Tómalo como una contribución a la causa, Luisito —dices mientras se cierra la puerta del ascensor.

5 comentarios:

  1. A ver, Erizo:

    creo que tus cuentos sufren siempre de un exceso de palabras que me agobia un poco, a pesar de ser divertidos y cuidados en los detalles.

    Este tiene el mérito de ser en segunda persona, además. Difícil cosa.

    Tacho, a ver qué sale.



    Un día más, mientras esperas un ascensor a eso de las cinco de la tarde, piensas que lo que te gustaría no es precisamente estar aquí, sino en casa tumbado, leyendo la prensa deportiva. Esta vida es tan petarda que, para empezar mal la faena, hay un matrimonio que ha entrado al portal y se ha puesto junto a ti, a esperar. Menos mal que, como zorro viejo, vas pertrechado con tu sobre de entrega urgente, y la costumbre, la rutina, el oficio, hacen el resto. Cuando por fin el ascensor llega a la planta baja, abres la puerta y les cedes el paso cortésmente. Ellos te preguntan a qué piso vas, y tú, con toda tranquilidad les dices que al último. Así que se olvidan de tu presencia, las puertas se cierran, pulsan el quinto, y se ponen a hablar del niño y del colegio. Cuando llegan a su piso, sujetas la puerta el tiempo necesario para ver que van a la letra A, y lo anotas mentalmente para evitar errores. La puerta se cierra y es el momento de apretar el botón que dice diez.
    Ya en el último piso, siempre con la carta en la mano, por si un azar te obliga a mostrarla, y entonces «Oh, qué cabeza tengo, me he equivocado de portal. Yo iba al siguiente», empiezas a pasar revista a las puertas, para descubrir cuál no está blindada, quién es el pardillo que todavía no ha protegido su casa de gente como tú. Una vez que compruebas, con un simple vistazo, que todas las puertas del décimo están blindadas o acorazadas, empiezas la ceremonia del descenso piso a piso, hasta que en el octavo —eureka— hay un tipo que tiene una puerta de madera hueca, que es lo tuyo, tu vocación, tu mundo. Por supuesto que las blindadas pueden abrirse, pero hay que trabajar más, especializarse... decididamente las de madera hueca, como de cartón piedra, son las tuyas.

    Entonces llamas al timbre. Esperas. Vuelves a llamar. Esperas. Hay de momento dos posibilidades: que estén y que no estén.
    Estos no están.
    Te pones unos guantes de látex, más por cubrir el expediente que por que te preocupe dejar huellas. Diecisiete detenciones te han hecho un poco chapuza. Echas un vistazo a las otras puertas del descansillo y nadie parece haberse asomado a la mirilla, a cotillear. Traes al octavo el ascensor, para tenerlo paradito en tu piso, no sea que. Luego te levantas la amplia camisa y sacas el machete. Pareces un pirata, con ese pedazo de cuchillo. Rápidamente, con la destreza que dan los años de oficio, hundes la punta del machete en la puerta y, con un rápido serrar sordo, haces un cuadrado cerca de la cerradura. Destapas el cuadrado, como si fuera un pedazo de tarta, metes la mano por ese hueco, palpas el cerrojo. Abres la puerta, vuelves a poner en su sitio el trozo cuadrado, para disimular un poco, entras y cierras desde dentro.
    Bueno, hogar, dulce hogar.
    Lo primero, entrar en la cocina a ver la basura. Como estamos en Agosto, hay dos posibilidades: que estén de vacaciones o que no estén. Estos no lo están, porque hay un cartón de leche en la basura y la piel de un par de plátanos. Eso quiere decir que han desayunado. Pero no han almorzado en casa. Mejor que mejor, porque si estuvieran de vacaciones, habría que buscar otra vivienda. A todo trapo al dormitorio de matrimonio, nada de salones ni cuartitos de estar. Mientras abres los cajones de las sábanas y las tiras una tras otra al suelo, luego de revisar si en sus pliegues están los billetes, piensas que hay, como siempre, dos posibilidades: que los dueños de la casa estén cerca, haciendo la compra por ejemplo, y que no estén cerca. A ver si hay suerte y estos están lejos, trabajando, un suponer. Aunque, de todos modos, cinco minutos son suficientes para peinar un piso, y muy mal se tiene que dar para que vuelvan en ese rato.
    Cuando apenas ha pasado el primer minuto, el suelo del dormitorio está lleno de sábanas, toallas, pañuelos, calzoncillos, calcetines... y no hay rastro del dinero. En un cajoncito de la cómoda han aparecido tres pendientes de oro, todos distintos, todos desparejados, y un reloj medio guapo, de esos que tienen altímetro, barómetro y la madre que parió a un tanque.
    Bueno, algo es algo. Ya están descansando a salvo en el fondo de tu bolsillo. ¿He dicho calzoncillos? ¿Ni unas bragas? A ver: una cama de matrimonio y una docena larga de calzoncillos. Esto te huele a divorcio. Mala cosa. Adiós las sortijas y contrasortijas de las chicas presumidas, las medallitas, los collares, los relojes de todos los colores. Adiós, botín, adiós.
    El suelo está lleno de cosas, uno de esos panoramas que hará apretar el culo contra la pared al dueño, cuando llegue. ¿Y este maromo no tiene ni cinco euros en su casa? Pero resulta que entre todo lo que has ido tirando al suelo hay tres o cuatro fotografías que te llaman la atención. Una mujer desnuda siempre llama la atención desde lejos. Las fotos estaban en la mesilla... ¡Pero coño! Esta chica de las tetas grandes es... ¡la del quinto! La tipa que subía hace un rato con su marido en el ascensor. ¿Qué hace en cueros la mujer del vecino del quinto, en la mesilla del vecino del octavo? Aquí está con un maromo, bien acaramelada. Desde luego, entre ella y el maromo de la trenza, me quedo con ella. Entonces, puedes suponer que el tío es ¡el dueño de la casa! ¡Joder con el de la trenza! ¡Qué bien se lo monta, el tío! Dos fotos de la moza al bolsillo y a correr, que ya van como siete minutos y andas haciendo aquí el piernas, con fotos y tonterías.
    Con innegable instinto abres el armario y revisas todos los bolsillos de las camisas y las cinco chaquetas que tiene colgadas. Y, como Dios premia al que persevera, encuentras al menos doscientos euros en el bolsillo de un chaleco negro de lana. «¡Jódete, pringao, encontré la pasta!», dices triunfalmente, echándola al bolsillo. Entonces suena el teléfono.
    El tuyo, Medina.
    —¿Sí? —preguntas, tratando de no hablar muy alto— ¿Mamá? ¡Te he dicho que no me llames al trabajo! ¿Quién? ¿La Vanessa? ¿La ha dejado palante el Jonathan? ¡Ese hijoputa...! Bueno, no llores, mamá. Luego hablamos. Voy para casa dentro de un rato. Sí. Sí, no te preocupes, hablaré con ese cabrón. No te preocupes, mamá. Dame media hora... eso es. Tranquila hasta que yo llegue.
    Y cuelgas.
    Este allanamiento se está convirtiendo en una telenovela. Ya llevas más de diez minutos en la casa y es hora de largarse. Así que vuelves por el pasillo y vas abriendo todas las puertas, no vayas a dejarte sin explorar la cámara del tesoro. Así averiguas que el tío tiene un cuarto con un ordenador. Pero no es tu estilo eso de hacer mudanzas de muebles. Lo tuyo es el metálico y las joyas, exclusivamente. En ese cuarto tiene el clásico cartel del Che Guevara y otro de la Torre Eiffel. Y cerca del cartel de París ha pinchado un folio, donde hay una frase manuscrita. Ya estamos con los intelectuales, piensas resistiéndote a leerlo. Has visto tantos folios pinchados, en tantas casas, que has perdido ya la curiosidad. Pero echas un vistazo al equipo de música que tiene cerca del ordenador, frente a un sillón de orejas. El dueño ha estado escuchando a Carole King, a juzgar por la carátula del disco que tiene sobre la mesa. En fin, a la que sales, decides pasar cerca del folio, por no quedarte con la duda y lees el lema del tiparraco de la trenza: «Como es bien conocido, todo hombre lleva su destino escrito en un cachete del culo». Eso dice el folio. No me jodas. ¿En un cachete? ¿Pero esto qué es?
    Sales del cuarto del ordenador, pensativo, tratando de desentrañar mentalmente el sentido profundo de la frase. Y revisas el lavabo de un modo maquinal. Allí sólo hay un grifo que gotea, las cosas de afeitarse, un secador de pelo y un par de abanicos. Raro este muchacho. ¿Coleccionista, pues? Y, antes de salir por patas, abres el salón, para ver lo que hay dentro: una librería, un televisor, y una mesa grande rodeada de sillas. Poco más. Desestimas los cajones de la librería por demasiado obvios: la gente no acostumbra a guardar dinero en una pieza que queda al alcance de las visitas. Para agotar todas las posibilidades, revisas la mesa por debajo, levantando el mantel, porque ya sabes que a algunos, a fuerza de ver películas de espías, les da por pegar un sobre con celo, bajo la mesa, y en el sobre meten la pasta. Pero no es el caso. En una pared hay un cuadro: unos perros acorralan a un ciervo junto a un riachuelo. Tiradas sobre un sofá, dos fotografías. En vista de que la tarde está tranquila, decides acercarte a ver las fotos: en una de ellas el dueño de la casa tiene en sus brazos un niño muy rubio en la Plaza de España. Sorprende lo serios que están ambos.
    La otra foto te maravilla. El de la trenza está escalando una roca inmensa, dorada. La fotografía está tomada desde arriba y se le ve en un paso de máxima dificultad, con un patio del copón debajo de él.
    ¡Un escalador!
    ¡Hostias! Incluso jurarías que reconoces esa pared, ese color inconfundible, ese vertiginoso diedro. Lo has visto decenas de veces en las revistas de escalada. Tomas en tu mano la foto y le das la vuelta. Alguien ha escrito al dorso sólo tres letras: Dru. ¡Lo sabías! ¡La directa americana! ¡Joder con el de la trenza! Es un machaca potente y no como otros, que no te gusta señalar. El tipo sonríe con una dentadura perfecta, la cabeza envuelta en un pañuelo amarillo, como un pirata, las manos blancas de magnesio, la trenza caída sobre un hombro. Y allí abajo, el glaciar, desenfocado ya por la altura, espeluznantemente lejos. El escalador tiene una pierna tan arriba, apoyada en una pequeña presa, que puedes reconocer la marca de ninjas que lleva. Y las mallas... tiene buen gusto el tío. Joder, joder, qué foto tan guapa. Está feo hacerle esto a un kulega, pero al bolsillo con ella. Seguro que tiene el negativo y puede hacer una copia.
    Llevas ya un cuarto de hora en la casa y más valdría salir zumbando, no se presente el maromo de improviso. Con algo de mala conciencia ganas la entradita y vas a agarrar el picaporte cuando suena el teléfono.
    El suyo.
    ¡Qué susto te has llevado! Vas a tener que poner un anuncio en la prensa para recuperar el corazón. Petrificado te encuentra el cuarto timbrazo y, a continuación, se oye la voz del dueño de la casa, cavernaria, amplificada, rutinaria:
    —Hola, soy Luis. No estoy en casa. Deja tu mensaje cuando escuches la señal.
    —Luis, tronco —dice un tipo, exaltado— llámame en cuanto llegues. Tenemos los permisos. ¡Nos vamos al Thalay Sagar! Y ya han contestado los de Gallina Gorda: nos dan sopas y comidas preparadas por valor de dos mil euros. A condición, tío, de que no contemos nada a nadie. Dicen que, si otras expediciones se enteran, acaban arruinándolos. ¿Estás contento, Luisito? Atraca ahora a tus viejos, kulega, que nos sigue faltando pasta por un tubo.
    El tipo que llamaba ha colgado. Y tú estás hechizado con los planes, agitando suavecito una bola de cristal que había sobre el taquillón de la entrada. La bola tiene dentro una Torre Eiffel pequeñita, y un Campo de Marte de juguete. Están cayendo sobre ellos millones de copos de nieve, una tempestad blanca sobre París. ¡Qué cabrón el Luisito! ¡Qué suerte tiene el mamón! Al Himalaya. Ya te gustaría a ti, aunque sólo fuera para estar con ellos en el campo base. Es jodido esto de desvalijar la casa de un montañero. Tendría que haber un mínimo de solidaridad entre la gente del gremio. ¡Si lo hubieras sabido...! Pero el trabajo es el trabajo. Tú también necesitas la pasta. Especialmente ahora que tu hermana... Caen los últimos copos sobre París. Se acaba el invierno rapidito. Y es como si las cosas volvieran a su ser, cayeran por su peso. Dejas la bola suavemente en el taquillón, sin poderte sacudir la molesta sensación de ser un cerdo. Estás robando a un compañero, que necesita todo el dinero que tiene y más, para ir a jugarse la vida a un lugar sin espectadores, ni apuestas, ni premios en la cumbre. Miras el reloj y te desesperas por ser tan indeciso. Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes. Diez de a veinte. Dudas. Los cuentas. Finalmente coges uno y lo dejas en la mesa. Lo pisas con la bola y sales de la casa.
    —Tómalo como una contribución a la causa, Luisito —dices mientras se cierra la puerta del ascensor.

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  2. Personalmente siento un temor extraño cuando me enfrento a una historia escrita en segunda persona, suelen llevar una carga frágil, a mi parecer, que a poco que se descuide el autor se le impregna la prosa con un halo de "elevados sentimientos" que resulta difícil que no parezcan algo falsas las palabras que aparecen ante nuestros ojos.
    Carlos teme tacharse de cursi cuando escribe –es una apreciación mía tras leer sus textos, él siempre podrá defenderse de esta "acusación"–, así que cuando siente que apura una escena o frase hacia ese extremo, se para en seco (y otras veces retrocede como alma que lleva el diablo). Ese pudor suyo le suele deparar un buen equilibrio. En este cuento lo consigue. Claro que él sabe cómo utilizar bien sus opciones: lenguaje fresco, personaje zumbón. Tiene maestría.
    Su personaje también; hay que ver con qué arte para el despiste nos rinde. Tengo que reconocerlo: esos pequeños detalles de parar el ascensor en la planta, la carta, la coartada de equivocarse de portal si fuese necesario, subir al último piso jugando con la psicología de los vecinos..., desconocía tantas habilidades en el ejercicio de la profesión de asaltador de viviendas. Me han gustado esos detalles.
    Estoy de acuerdo con casi todos los cortes que te ha hecho Pilar, me ha parecido muy buen trabajo, pero la bola de cristal del final es una imagen bella que me resisitiría a quitar; en la caída de los copos sobre París está simbolizado el tiempo, el que necesita el protagonista para tomar una decisión sobre el dinero; después está el detalle final, cuando remata poniendo la bola sobre el billete.
    Si tengo algo que destacar es el ritmo de Medina moviéndose por la casa: el justo para desesperarnos un poco por su demora, el justo para disfrutar en su recorrido. En el cuento de la niña y el chófer ya demostró el autor que sabe cómo manejarlo.
    La frase que no me gusta: "...y la madre que parió a un tanque", lo dejaría en: "... y la madre que lo parió".
    Un abrazo, Carlos.

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  3. Otro buen trabajo, de esos que Carlos nos entrega en cuentagotas.

    Un ritmo preciso, cortante, que construye la historia. Me recuerda a un tema de Rubén Blades, aquel que habla de un parapolicial, de su despertar matutino y la repetición de sus acciones cotidianas.

    …llamas al timbre... Esperas... Vuelves a llamar... Esperas…
    Suena como una musiquita, media cansina, y es el tono del relato. Y es agradable.
    Aquí el ritmo viene precedido por la forma narrativa, seductora segunda persona, que nos involucra a raíz de esta cuestión de que nos estén contando directamente, teniéndonos en cuenta. En esta oportunidad, no se dirige a nosotros el narrador, sino al personaje, le va contando y comentando sus propios actos, mechando sus pareceres, sus acotaciones o críticas irónicas, entre cada una de las acciones que realiza el asaltante.

    Al principio no sabemos de qué va, quién es este tipo, a qué se dedica. Podría resultar algún vendedor cumpliendo su rutina. No se nos da ninguna pista, y de repente, nos damos cuenta de qué se trata, hacia dónde se dirige el cuento y este individuo que ya nos resulta simpático y estamos con él, nos contagia, nos enferma un poco su parsimonia, su lento proceder que lo expone a un posible encuentro con los dueños que regresan, con algún vecino que sospecha.
    Un buen gancho, coherente con el personaje, y no una simple acumulación de golpes bajos y sensibleros como se da en el cine yanqui.
    Aquí hay un equilibrio justo, que juega con nosotros los lectores, pero no sobrepasa el límite, nos desespera, no nos aburre, nos convertimos en el esqueleto de Medina y sufrimos más que él pensando que el propietario puede regresar y encontrarnos dentro.
    Pero este Medina es así tal como se lo describe, parsimonioso, voyeur que no puede con su genio, que continuará espiando a pesar del peligro, que ciertamente goza de su trabajo, y no le gusta apurarse.
    Por un lado deseamos que todo se acabe, como lectores sufrimos más que el protagonista, que ya está acostumbrado a hacer las cosas como las hace. Y por el otro, considerando el placer que nos produce la lectura, no queremos que esta historia termine.

    Generalmente, encuentro en los cuentos de Carlos cierta estructura que tiene que ver con la de los chistes. Una cuidada presentación, y un cierre algo sorp resivo, cortante. No se me escapa este de esa sensación, sólo que ahora el toque final es sumamente irónico, sutil, perfecta la asociación y la mención a la solidaridad y a la culpa, al toque moralista de Medina, la propina.

    Y continúa la musiquita hasta el final, como en aquel tema de Rubén Blades, como una sucesión de agregados que hacen avanzar la historia:
    Miras el reloj … te desesperas por ser tan indeciso... Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes… Diez de a veinte… Dudas... Los cuentas... Finalmente coges uno… y lo dejas en la mesa... Lo pisas con la bola… y sales de la casa.

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  4. Otro buen trabajo, de esos que Carlos nos entrega en cuentagotas.

    Un ritmo preciso, cortante, que construye la historia. Me recuerda a un tema de Rubén Blades, aquel que habla de un parapolicial, de su despertar matutino y la repetición de sus acciones cotidianas.

    …llamas al timbre... Esperas... Vuelves a llamar... Esperas…
    Suena como una musiquita, media cansina, y es el tono del relato. Y es agradable.
    Aquí el ritmo viene precedido por la forma narrativa, seductora segunda persona, que nos involucra a raíz de esta cuestión de que nos estén contando directamente, teniéndonos en cuenta. En esta oportunidad, no se dirige a nosotros el narrador, sino al personaje, le va contando y comentando sus propios actos, mechando sus pareceres, sus acotaciones o críticas irónicas, entre cada una de las acciones que realiza el asaltante.

    Al principio no sabemos de qué va, quién es este tipo, a qué se dedica. Podría resultar algún vendedor cumpliendo su rutina. No se nos da ninguna pista, y de repente, nos damos cuenta de qué se trata, hacia dónde se dirige el cuento y este individuo que ya nos resulta simpático y estamos con él, nos contagia, nos enferma un poco su parsimonia, su lento proceder que lo expone a un posible encuentro con los dueños que regresan, con algún vecino que sospecha.
    Un buen gancho, coherente con el personaje, y no una simple acumulación de golpes bajos y sensibleros como se da en el cine yanqui.
    Aquí hay un equilibrio justo, que juega con nosotros los lectores, pero no sobrepasa el límite, nos desespera, no nos aburre, nos convertimos en el esqueleto de Medina y sufrimos más que él pensando que el propietario puede regresar y encontrarnos dentro.
    Pero este Medina es así tal como se lo describe, parsimonioso, voyeur que no puede con su genio, que continuará espiando a pesar del peligro, que ciertamente goza de su trabajo, y no le gusta apurarse.
    Por un lado deseamos que todo se acabe, como lectores sufrimos más que el protagonista, que ya está acostumbrado a hacer las cosas como las hace. Y por el otro, considerando el placer que nos produce la lectura, no queremos que esta historia termine.

    Generalmente, encuentro en los cuentos de Carlos cierta estructura que tiene que ver con la de los chistes. Una cuidada presentación, y un cierre algo sorp resivo, cortante. No se me escapa este de esa sensación, sólo que ahora el toque final es sumamente irónico, sutil, perfecta la asociación y la mención a la solidaridad y a la culpa, al toque moralista de Medina, la propina.

    Y continúa la musiquita hasta el final, como en aquel tema de Rubén Blades, como una sucesión de agregados que hacen avanzar la historia:
    Miras el reloj … te desesperas por ser tan indeciso... Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes… Diez de a veinte… Dudas... Los cuentas... Finalmente coges uno… y lo dejas en la mesa... Lo pisas con la bola… y sales de la casa.

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  5. Bien, al grano. ¿Con quién me estoy juntando? No vas a joderme con que tienes tanta capacidad de empatía que te metiste hasta los tuétanos en el ladronzuelo hasta captarle su ritmo. Engañas tanto que el tiempo del discursso y de la historia parecen coincidir y eso que es imposible. Para colmo te tiraste con una segunda persona.
    Andas en algo raro , Carlos. Me ha costado interpretar algunas expresiones pero se ve que pertenecen al mundo del hampa en que tu vives. Cuando salgo a robar uso otros términos, la jerga de aquí es distinta. Vas a tener que reciclarte si deseas venir a Argentina donde no encontrarás ni un euro, ni lo pienses.
    Eso de cartón piedra ya se lo escuché a Serrat, no es importante para la comprensión, pero ya que estamos explica qué material es ese
    Iba a sugerirte que saques algunas palabrejas pero lo releí y quitar implica arruinar un ritmo tan bien logrado.
    Soy miope, envidio tu capacidad de observación, pareces un gaucho rastreador pero con más palabras. Tienes mirada de policía. Están buenas las hipótesis que haces sobre los restos de basura.
    Me llama la atención que un hombre sea tan observador. Sé que como mujer carezco de esa habilidad genérica, pero es raro en un hombre, y además en uno que vive en la posmodernidad.
    Muy bueno, besos, me lo llevo a otro taller.

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