martes, 1 de abril de 2008

La biblioteca

Juan Abril


      Me habían designado un pequeño armario húmedo y corroído por las ratas; pero el lugar que utilizaba para trabajar era mucho más grande que este cubículo, mucho más grande incluso que toda la biblioteca. La mayor parte del tiempo me dedicaba a mis propios asuntos. No soy un hombre misterioso, así que mi oficio consistía en colocar los papiros más amplios sobre mi mesa de trabajo, cubriendo obras prohibidas con argamasa; así, los papiros que un día cantaron poemas heréticos, ahora se dedicarían a alabar a nuestros dioses. Alguna vez se hablará de esta biblioteca como un recinto de saber universal, y olvidarán que detrás del arte y de la ciencia impregnada en sus muros y en su gente, hay una maquinaria opresiva en movimiento, que controla nuestros ojos y oídos. Pero hay libertades que nuestra astucia nos puede proveer, como leer con frenesí las tragedias de Gogarth el malvado y observar con deleite los dibujos de Ajun, el monje de las siete montañas, que narra las aventuras de un dios que se devora a sí mismo y que odia la luz de las estrellas. Los viejos inspectores egipcios ya no hacen mucho caso a las normas antiquísimas, que prohibían las obras de ficción entre los escribas. Mi alma se regocija al observar hipocampos y paisajes corrompidos de magia y oscuridad, paisajes donde nunca estaré. Que los demás desperdicien su torpe existencia, creyendo que lo que ven sus ojos y tocan sus manos, es real; pues, yo no creo que tanta barbarie pueda atribuirse a la autoría de un dios que cree en la materia; a menos que ese dios esté loco.
      Cuando concluí mis labores, el atardecer se cernía sobre mi espalda; el alabastro, el oro y las sinuosidades del mármol eritreo lucían todo su esplendor, mientras me dirigía al puerto de Faros. El camino se extendía con amplitud y generosidad dimensional, desde el muelle hasta la biblioteca; mercaderes, adivinos y colosales embarcaciones, se hallaban distribuidos en cada plaza y alrededor de los templos dedicados a los dioses; también habían esculturas de bronce cuya textura hacía imposible medirlas cronológicamente; de algún modo insinuaban la eternidad; modeladas más por el viento y los días, que por manos humanas. En el horizonte se extendía una sombra. Algo entonces, despertaba en mí recuerdos únicos y preciosos, cubriéndome de una odiosa y pueril nostalgia. Si hay un atributo (o más bien vicio) que no podré olvidar de esta ciudad, será su obsesiva forma de acumular todos los excesos, así como su extraña política de otorgar poderes ilimitados a sus escribas.
      Quizás cierta arrogancia mal disimulada, cierta humildad falsa impregnada en mis gestos, me hacían un extranjero hostilizado entre extranjeros. Sería fácil, pensé en el principio, conservar mi carácter y condición de hastiado en medio de tantos escribas hebreos y romanos. Imaginé inclusive hacerme pasar como un cartaginés extravagante y aburrido, o un poeta mediocre, enamorado de su soledad y de sus conclusiones erráticas. Pero ya les dije que soy torpe para tratar con los habitantes de la biblioteca.
      El Faros, ciclópeo y terrorífico como un imponente titán, guiaba el melancólico vaivén de las embarcaciones que llegaban al puerto. Mi padre se hizo marino, precisamente para olvidar la inmensidad del océano y la brevedad de su vida consumiéndose entre las olas. En el puerto, me esperaba hacía mucho tiempo un trasbordador fenicio, en cuyas velas se dibujaban unos símbolos que sólo los miembros de la biblioteca reconocerían. A simple vista, estos símbolos semejaban el cruce de dos letras griegas, muy parecidas a la que usaban los romanos en sus insignias de guerra. En la cubierta del trasbordador, habían enormes mantas enceradas y decenas de centinelas apostados alrededor de la proa; el capataz del trasbordador, hombre recio y de mirada audaz, me hizo una señal y entonces corrí presuroso a recoger el pedido de mi señora que, gracias a los dioses, al cosmos, o quizás al caos, habían llegado a buen recaudo.
      Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Los eruditos de la biblioteca estudiamos el Cosmos en oposición al Caos. El cosmos presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. No es vano afirmar que la intrincada y sutil construcción de nuestro recinto, inspiraba admiración a las embarcaciones que surcaban nuestras orillas. Dentro de esta fastuosidad externa vive una comunidad de virtuosos que exploran la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición han llegado a su edad adulta y sé que después de nosotros no habrá nada novedoso ni deslumbrante. El genio florece en nuestras salas: nuestra ciudad es el lugar donde los hombres han reunido por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo. Pero eso a mi no me ha interesado jamás. Así que me dispuse a inspeccionar el catalogo de mi señora. Leí con brevedad algunos párrafos que describía económicamente a los grandes hombres que vivieron en la biblioteca:
      Además del astrólogo Eratóstenes, estuvo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión luchaba con un difícil problema matemático, cuando halló un disco que tenía un sólo lado; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, autor del Autómata, la primera obra sobre máquinas con voluntad propia; Apolonio de Pérgamo, el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas del elipse, parábola e hipérbola, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico de la historia; el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de los libros habidos y por haber de la astronomía: su universo centrado en la Tierra será una verdad que abarcará milenios. Y entre estos grandes hombres del pasado y del presente hay una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónomo, la última lumbrera de la biblioteca, en cuyo nombre se han copiado estos papiros en la ciudad de Aquilonia..
      Un esclavo númida cubierto de huesos y pieles me observaba desde la proa del trasbordador. Llevaba una antorcha cuyo fuego tenía un extraño color azul. Me aproximé para contemplar mejor semejante prodigio.
      —No te acerques —me advirtió un centinela de cabellos dorados— es un leproso.
      El númida permanecía impasible, observando el horizonte de sus propios pensamientos.
      —Si es un leproso ¿cómo es posible que haya burlado la seguridad de las comisarías del puerto? —dije—; cuyas leyes explican que toda embarcación dejará animales domésticos, niños y toda cosa enferma y deforme. El clima de Egipto ha calentado tu sangre, ¿verdad, guardia hibernés? Pero no te preocupes, muy pronto regresarás a tu querido bosque de nieve, en la última Thule..
      El centinela retrocedió con la cabeza inclinada y me cedió el paso con fingida humildad. Nadie dijo una sola palabra mientras me veían aproximarme hacia el númida. De pie ante el esclavo, los pequeños cráneos que le colgaban del cuello me causaron aversión; si estos cráneos eran de hombre o de bestia, o de ambos juntos, eso no lo podía asegurar. Varias cicatrices amarillas surcaban su rostro... pero sus ojos, llenos de oscuridad y furor, esos ojos hasta ahora sólo los había visto en los reptiles antiquísimos que alguna vez estudié en la biblioteca. Cuando habló, su voz fue como el sonido de una tormenta, como abejas huyendo de un panal roto.
      —Te atrae el fuego de mi antorcha, escribano —dijo el númida. Me aproximé con cautela, mi curiosidad hacia su extravagante antorcha vencía mis prejuicios y temores. Esperé un poco, antes de disponer que lo azotasen por haberme dirigido la palabra.
      — A ningún plebeyo o esclavo le esta permitido dirigirse directamente a un escriba —dije —, salvo en cuestiones estrictamente practicas; para advertirnos del peligro, o responder a nuestras peticiones con servil asentimiento, torpe númida.
      En una época, pisar nuestra sombra o tocarnos, implicaba la pena de muerte. Muchas de estas surrealistas disposiciones se han vuelto obsoletas, a pesar de que todavía la aplicamos por puro capricho. Ahora, en una realidad muy distinta para la que fue concebida, tenían un carácter meramente ornamental; se nos permitía ejercer dicho poder, para recordarles a todos cuán celoso era el manejo de la información por parte de los administradores y custodios de la biblioteca. Ante el pueblo, éramos seres mudos e impenetrables. Salvo cuando cumplíamos el papel de jueces o de verdugos.
      —Ante la poderosa inteligencia de los dioses, tú y yo no nos distinguimos —dijo el esclavo.
      Acostumbrado a la vastedad gramatical, y a su total ausencia de significado, sentí cierta asincronía en aquellas palabras; las sentí forzosamente intelectuales; las repudié, porque no encajaban con el momento ni con la figura que lo pronunciaba. —No estamos en el cosmos por accidente —continuó el esclavo—. Los sabios de mi raza dicen que todas nuestras obras son un pretexto para llegar a saber cuán capaces somos de destruir, o construir este mundo.
      A pesar de mi afectado desdén ante semejante (y ominosa) verborrea, sus palabras me provocaron cierto regocijo interior; un cierto sabor antiguo, de reprimida ingenuidad, se apoderó de mis sentidos. Retrocedí con indignación y vergüenza, mostrando desatención y al mismo tiempo ocultando mi adhesión sobre lo que había dicho el esclavo. Es natural sentir público desprecio hacia los seres que admiramos, me dije, así que giré para irme, pero el númida me detuvo del brazo con una mano anormal parecida a una garra.
      —No es maldad lo que tu corazón ansía, escribano. —Ahora que le veía más de cerca, me percaté de los repugnantes bulbos de carne seca y rojiza que sobresalían de los cráneos de su pecho y de su cuello. Le empujé con violencia e incontrolable repugnancia, pero el númida permaneció erguido y desafiante. —Es extraño cómo los hombres han otorgado tanto poder a las palabras —dijo—. Una palabra tan simple como muerte, o infinito, abarca algo que está mucho más allá de nuestra capacidad de tocar y percibir; sin embargo, sus sílabas son tan fáciles de pronunciar, tan fáciles de reducir a la experiencia de un día.
      Le observé fijamente; estudié con terror cada parte de su rostro y cada uno de sus músculos. Recordé de inmediato la forma en que los demás hombres sonríen o entristecen. Los sentimientos son como las letras de un alfabeto, recordé; letras que pueden identificarse mediante el hábito y la costumbre. Este desconocido guardaba en la configuración de su rostro algo tan terriblemente ajeno , que me conmovió hasta el silencio, hasta la rigidez más insoportable.
      —Si el devenir y tu voluntad han sido capaces de decidir nuestro encuentro para este tiempo y esta geografía, debemos esperar que algo más se altere a nuestro alrededor —. Volvió a pronunciarse el esclavo. Una sensación de increíble perplejidad me hizo trastabillar, sentí que el cielo se volvía rojo y que todo desparecía en una humareda de conceptos infames; infames por su simpleza, pero terribles por su misteriosa ingenuidad. Con el tiempo, los escribas se acostumbran a las diatribas y moralejas, y las acepta con mansedumbre. Esto más bien se trataba de un poseso que profetizaba el final de una execrable labor.
      —¡Inclínate ante lo que te ata a esta tierra, como si el fluir de sus aguas fuese tu sangre, y el fuego de sus infiernos, el paraíso que ansías, escribano! —profirió el esclavo, a pesar de estar sujeto a unas tenazas que el capataz asía en sus brazos.
      Los centinelas le apuntaron con sus lanzas; uno de ellos me observaba, con el miedo que origina la ignorancia y la creencia en conjuros y hechizos.
      —¡Señor! —me dijo— ¿Con quién habla usted?
      Agua, sangre, fuego, e infierno. Las palabras del esclavo me confundían. ¿Quién era este extraño ser que me hablaba con la misma destreza de un núbil orador? ¿O más bien, de dónde había obtenido la facilidad para jugar con definiciones que debían ser intocables e inasequibles para un simple esclavo? ¿Por qué me estaba diciendo todo esto, ahora, sin ningún motivo?
      Lo que a continuación dijo, despejó parcialmente mis dudas.
      —Soy Alkhur Trael —dijo el númida—; en mi juventud fui el rey de una ciudad de oro y pertinaces ríos sangrientos. Los sabios de mi tierra me enseñaron a descifrar el pasado y el futuro, en los astros y en las olas del mar. En todos los rostros he visto a un animal salvaje que siempre tiende a remedar los vicios de sus ancestros. Los libros sólo exaltan de Roma y Macedonia el genocidio y el holocausto. Los sueños y las esperanzas honestas han sido colocados en una montaña de oro y hielo llamada poesía, que es inexpugnable. Todas las palabras que he leído, hasta las más amorosas y anodinas, son más que simples metáforas de la destrucción. Entonces, si todas las cosas ya han sido dichas, y todo ha muerto, pues el ahora es sólo un mero espejismo; ya no hay motivo alguno para construir y crear, pues sólo somos las cenizas de un pasado sangriento y tenebroso, que vuelve, como un eco maligno.
      Lágrimas oscuras caían por sus rígidas mejillas y sin embargo, sonreía. A pesar de mis años disfrutando de historias fantásticas y otros asuntos esotéricos de la biblioteca, me resultaba difícil comprender del todo el lenguaje metafórico y afectado del númida. Después de mucho tiempo, mis ojos veían (¿regocijados?) un sentimiento carente de artificio ¡Era como si aquel miserable leproso sintiera auténtica satisfacción con su destino! Quizás individuos como él, que creían profundamente en el destino preconcebido, abundaban en el orbe. Aquí en Alejandría ya estaban extintos.
      Quise completar alguna de sus frases; quise compartir mis propias concepciones acerca de la injusticia y de la magia de los sueños, pero el númida interrumpió esta confesión, cuya trascendencia entre estos mercenarios, no me lo hubiera perdonado jamás.
      —Llévate mi luz y haz lo que tu corazón te ha implorado en tus tardes solitarias, escribano; aunque, lo que harás, sólo será un pálido reflejo de lo que otros han hecho y harán; el camino de los hombres sigue el curso de una vía circular, que finaliza donde se inició la partida; el verdadero dios que rige este universo es una serpiente que se devora la cola ¿ya has visto ese símbolo, verdad? ese es el único dios posible en este caos de repeticiones imparables. Todo destino es un círculo apocalíptico, una veladura revelada de forma inevitable, la verdad iluminará hoy con su luz negra las murallas, la realidad de este mundo está exhausta de éter y azar.
      Mientras le arrebataba su antorcha de flama azul, reflexionaba sobre las limitaciones de mi entendimiento. Si me comparaba con ese rey-esclavo traído desde los desiertos, obligado a realizar las labores más bestiales e insoportables, y aún así, dueño de una hiperbólica determinación para mantener íntegra su humanidad y su educación, veía cuan poco ingenioso y aletargado había sido yo hasta ahora, rodeándome de sofismas y mitos vaporosos. He compartido un hermoso sueño en el que los hombres pueden reunir todo el conocimiento en un solo lugar de la tierra; preceptos indiscutibles han regido la armonía y sencillez de mis decisiones. ¿Qué más puede exigírsele a un escribano?
      Sin embargo, ahora la duda y una fangosa lucidez, me revelaban que no todos los hombres ansían ese conocimiento. Esto me producía infelicidad. ¿Quién puede ser capaz de renunciar a su egoísmo sin perder la cordura? ¿Esa verdad significaba que la enorme empresa de la biblioteca era absurda? Sentí vergüenza de estos pensamientos. Repudié la incapacidad de mi alma, por no sentirse digna de compartir una esperanza de luz intelectual, por no poder asirse a un trozo de materia y proclamarlo útil y real, como lo hacían mis demás hermanos escribas.
      Ahora esta vasta ciudadela me parecía horrible, recargada, inútil; un tartamudeo degenerado y horrísono.
      Ordené que se llevaran al leproso y que le diesen muerte lejos de mi vista. Alkhur Trael me observó por última vez, con siniestra complacencia. Las olas del mar borraron sus palabras mientras se alejaba, empujado por dos guardias acorazados. Si hay algo que siempre me ha atemorizado, es ese tipo de fanatismo capaz de aniquilarlo todo con ciega convicción. Todos tememos a lo monstruoso, no por su diferencia irreconciliable o su contrahechura, sino por su promesa de convertirse fácilmente en parte nuestra.
      Intenté contener el torrente de imágenes y posibilidades que despertaban, como geniecillos bestiales, dentro de mí; intenté concentrarme en mi tarea de trasladar unos papiros traídos del norte del mundo, sólo para incrementar la vanidad de unos bibliotecarios decadentes.
      Dos enormes carretas egipcias transportaron los rollos hacia los jardines palatinos: un edificio anexo a la biblioteca, de arquitectura irregular, con grandes columnas de granito. El ambiente de este almacén era sombrío y silencioso. Un guardia indiferente abrió las puertas y nos dejó pasar sin hacer ninguna requisa. Los papiros fueron depositados sobre una amplia mesa de mármol jaspeado.
      Ordené que se retiren todos. Me quedé inmóvil, esperando que las sombras del lugar lo impregnaran todo. Observé (o intuí) palmo a palmo la gloriosa amplitud de los anaqueles, percibí el olor de la tinta fresca sobre los papiros. La figura putrefacta del númida se apareció con lúgubre esplendor, en medio de la sala, retorciendo mi cordura, aplastando mi serenidad, destruyendo los últimos hilos que retenían mi razón, y surgió esa terrible voracidad interior, que todo lo quiere hacer cenizas. Sentí cómo la última gota de razón, de admiración, era envenenada con el vino negro de la envidia ¿Será posible percibir los actos del futuro, como antiguas y odiosas reminiscencias? ¿Por qué ahora percibo que todo esto es un simple eco proveniente quizás de eras antiquísimas? ¿Sería mi razón capaz de tolerar semejante disparate? ¿Serán posibles esas burdas supersticiones provenientes de las culturas más bestiales, acerca de la trasmigración de las almas y una historia universal cíclica y repetitiva? La antorcha, el fuego azul, el extraño círculo formándose en mi cerebro: La conclusión entonces aún me pareció difusa; hasta que su carácter infantil empezó a adquirir rasgos aberrantes.
      ¡Si el númida era un mero accidente, pues entonces esa decisión ya la había tomado de antemano! Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón para hacer lo que iba a hacer? ¿Envidia? ¿Falta de aceptación? ¿Un rencor demoníaco? ¿Incoherencia senil? ¿O es que esta determinación pertenecía a ese punto cósmico en donde las cosas que vemos y sentimos no pueden ser medidas por la razón y la inteligencia?
      Antes de verter el fuego por la biblioteca, cogí con superstición uno de los papiros de mi armario, con la esperanza de hallar en alguna de sus frases, o en tan sólo una de sus palabras, la clave que interpretara este desmán que estaba a punto de provocar. El papiro recogido al azar, era un conjunto de caóticas distribuciones gramaticales y estaba escrito en una lengua hyperbórica; el centinela hibernés que me advirtió sobre la enfermedad del númida, me hubiera ayudado a interpretarla; eso era seguro.
      Desalentado, estuve a punto de arrojarlo junto al resto de documentos que pronto se convertirían en cenizas; pero entonces vislumbré unas letras fosforescentes en la base del manuscrito; desglosé lo que parecía ser una especie de prólogo escrito en un idioma ya muerto del norte del mundo, cuya gramática, el Cthulhu, felizmente conocía:
      “No hay en el mundo fortuna mayor, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas.
      ¡Qué tarea colosal y absurda la de las bibliotecas, al querer preservar las luces de la mente humana! en soportes cuyo exquisito contenido no podría redimirse de la combustión ni de la humedad. Observé la antorcha, observe (adiviné) las bellas imágenes que rodeaban la sala principal de la biblioteca. Qué microscópico y brutal me sentí al arrojar el fuego sobre el papiro que había leído; las imágenes que me habían mostrado sus letras, de una perfección tan exquisita, y que por eso mismo no se salvarían, empezaron a consumirse con ansiedad demoníaca Corrí trastornado como un demente, deseando alcanzar una meta ilusoria; intenté organizar mis ideas, mis motivos, esa locura improvisada y sin sentido aparente que me impelía a destruir. Por años amé cada parte de este recinto, me dije. Lo amé y cuidé del polvo y del desgaste, de las ratas y del hombre que no entiende las maravillas que alberga y que ahora empezaban a disiparse. La biblioteca no terminaba nunca. Exhausto me detuve. A lo lejos, podía distinguir el fuego que había iniciado como si se tratase del resplandor de una vela raquítica.
      Durante mucho tiempo me guié de esperanzas infundadas; pensé que el conocimiento reunido del mundo traería una era de prosperidad moral e igualdad entre los hombres. Ahora, el desengaño me sabía como un amargo y repugnante tufo en el paladar; un quiste morboso que ahogaba mi corazón y mis ganas de vivir.
      Una nueva fe autoritaria e inculta y un imperio expansionista eran simples accidentes históricos, meras coincidencias que se confundían con mi destino. Al menos eso intentaba creer, mientras mi amor y devoción antigua, luchaban contra esa criatura desengañada y vacía, que ahora me aproximaba hacia la verdadera entidad que sentía el deber de destruir: yo mismo.
      La sabiduría humana es una afrenta a la humildad del alma, cuando no está al servicio de la mayoría de los hombres. Aunque el dios que otorga esa inteligencia, tampoco puede ser justo, prudente y honesto, cuando ha premeditado la maldad de esos hombres. Esa es la verdadera esencia de las cosas. Todos aquellos anaqueles, todas aquellas letras, todo aquel recinto era una aberración y una afrenta a los ojos de cualquier sabio capaz de soñar con la igualdad real entre los hombres. Tanta fastuosidad y lujo aglomerados en un sólo lugar, eran la consecuencia de una injusta distribución de las riquezas. El dios nuevo de Roma me ha convencido hace tiempo que los plebeyos poseen un sentido práctico mucho más desarrollado, que un puñado de aristócratas celosos, que se vanaglorian de reunir cantidades ingentes de conocimiento, que se pudre con el tiempo en sus mansiones de mármol y granito, en donde jamás carecerán de cuidados, sí, pero en donde ya no hay escribanos ni eruditos que los comprendan, porque el conocimiento se ha convertido en un peligro latente, para una prole que se ha degenerado y que ahora sólo busca la facilidad y el solaz.
      Cuando logré salir de la biblioteca (el único vigilante que custodiaba la biblioteca estaba ocupado en su propio saqueo) observé a una turba de esclavos que venía de un festín de sangre y espadas. Un hombre con el torso desnudo arrastraba la cabeza y parte de la columna vertebral de Hipatia, señora y custodia de la biblioteca. Las dos legiones de panonia y Tiro habían ingresado y cercenado la defensa de la ciudad. Galeras romanas vertían todo su poderío de fuego y destrucción sobre las murallas y las embarcaciones cerca del puerto de Faros. La magnifica edificación no tardaría mucho en ceder a los embates de las catapultas y los escorpiones.
      Los últimos de los guardias fieles a Hipatia, cayeron bajo el fuego de las flechas con brea de los arqueros griegos, quienes se habían puesto del lado de Roma por la décima parte del dinero que a mí me habían ofrecido. La escena de esta traición me conmovió mucho más que la fidelidad de los guardias de mi reina. Días antes, había observado la desolación en los rostros de estos arqueros alejandrinos, cuando el general Casio Furcio les otorgaba la categoría de libertos y veinte monedas con el rostro del César. Puedo dar fe que cada uno de ellos amaba a su manera la ciudad y sus símbolos; el hambre y la enfermedad de sus familiares pudo más que el amor a lo grandilocuente y ostentoso de este mundo.
      Cogí la espada de un soldado caído, envolví con mi túnica su cuerpo —moriré defendiendo algo en lo que ya no creo —, me dije. Intenté correr hacia la entrada del Faros, pero este ya era sólo una pira de escombros. Me dirigí hacia el puente que anexaba la sede principal de la biblioteca; cargué contra un centurión que me empujó y escupió con un gesto de desprecio. Me dijo en latín que me conocía. En sus ojos había una fiereza que me supo familiar.
      Recordé las palabras del númida, y mis ojos lo contemplaron todo con asombro y verdadero miedo, ahora que la circunferencia del círculo cubría toda Alejandría.

      A Lovecraft y Sagan.

2 comentarios:

  1. Hace muchos a�os, no menos de veinte, que no leo nada de Lovecraft, as� que no quedan en mi memoria m�s que algunas im�genes de sus cuentos en las que predomina el color negro. Y no solo en su espectro de luz, tambi�n en lo macabro, en lo t�trico, y en sus pesimistas y desesperanzadas historias. De tu relato saco el mismo color. Hay un cierto aire que me recuerda a los c�mics de Conan El B�rbaro. Un aire tan espeso que a pesar de nombrar lugares y personajes reales de nuestra historia, no me deja imaginar otro mundo que uno imaginario, antiguo, decadente y sumido en un ocaso perpetuo.
    De tu escrito saco la conclusi�n de que tienes un amplio vocabulario; ciertamente envidiable. Pero luego, y no s� debido a qui�n ni a qu� no ( me) logras transmitir nada. Aunque hay p�rrafos en los que entiendo algo, conecto con la situaci�n que describes o vislumbro una difuminada idea de lo que quieres decir, que seguro que algo quieres decir; luego me encuentro con otros que mandan al traste esa esperanza. He le�do el texto dos veces, y he intentado hacerlo una tercera m�s detenidamente, volviendo al principio de las frases, desgranando las palabras. Pero nada, no obtengo nada.
    Creo, a m� me pasa mucho, que cuando queremos decir algo que vemos claro en muestras cabezas, esa misma claridad nos impide ver lo inadecuado del lenguaje que utilizamos para describirlo. �Cu�ntas veces no hemos le�do una palabra que no existe por que nuestra cabecita nos dice que eso es lo que quisimos decir o leer? Por eso, cuando escribimos, creo que lo acertado ser�a que nos desdobl�ramos, que por el tiempo que lo hacemos, fu�ramos dos personas, una que escribe y tiene clara su historia, y la otra, inocente, que la va descubriendo. Eso nos obligar�a a buscar el lenguaje adecuado. A huir de palabras grandilocuentes y frases ostentosas, y sobre todo y m�s importante, a extendernos todo lo necesario para estar seguro de que el mensaje est� lo suficientemente claro como para que se pueda entender.
    Como ejemplo de lo que te digo va esto, y el relato est� lleno:
    �No soy un hombre misterioso, as� que mi oficio consist�a en colocar los papiros m�s amplios sobre mi mesa de trabajo, cubriendo obras prohibidas con argamasa; as� los papiros que un d�a cantaron poemas her�ticos, ahora se dedicar�an a alabar a nuestros dioses.�
    No lo entiendo.
    Por otro lado, aunque en la literatura se concede cierta licencia al autor para utilizar palabras, que la l�gica y su etimolog�a considerar�an inadecuadas para la funci�n que hacen, esta licencia no significa una apertura de veda, un todo vale. Hay un peque�o p�rrafo en tu texto, que me ha hecho re�r pues por un lado se podr�a pensar que es un juego de iron�a de esos que andan por el mundo, como casualidades, o una peque�a broma tuya, en la que l�cidamente y de forma traviesa me das la raz�n, y condensas todo lo que digo en este comentario. Dices as�:
    �Acostumbrado a la vastedad gramatical, y a su total ausencia de significado, sent� cierta asincron�a en aquellas palabras; las sent� forzosamente intelectuales; las repudi� porque no encajaban con el momento ni con la figura que lo pronunciaba.�
    Tambi�n, y una vez que acepto que puedo estar tan espeso, que sea mi culpa, mis cortas entendederas las que me limitan para disfrutar de tu cuento, me encuentro con que hay muchos peque�os detalles, que por ausencia de adjetivos, o por no tener los adecuados, dicen cosas imposibles, incompatibles con la credibilidad aun en un cuento de fantas�a.
    �El camino se extend�a con amplitud y generosidad dimensional, desde el muelle hasta la biblioteca; mercaderes, adivinos y colosales embarcaciones, se hallaban distribuidos en cada plaza y alrededor de los templos dedicados a los dioses;�
    En este p�rrafo me dices que las colosales embarcaciones se encuentran como en dique seco, en tierra, en el camino, alrededor de las plazas.
    �En la cubierta del trasbordador, hab�an enormes mantas enceradas y decenas de centinelas apostados alrededor de la proa;�
    Aqu� ese �alrededor� pone a esa (me parece enorme) cantidad de centinelas en el agua o en el aire, pero fuera de la nave.
    En definitiva, y por terminar, que me tengo que ir a trabajar. Te aconsejar�a, humildemente, que huyeras de lo grande, de lo pomposo. Que trates de utilizar un lenguaje m�s coloquial, m�s llano. Que no pases a otra escena hasta estar seguro de que la anterior est� lo suficientemente clara. Cuando domines lo sencillo, ser� el momento de ir hacia lo grande.
    Un abrazo Juan.

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  2. Ya iba por su segunda lectura, cuando –para mi alivio- llegó el comentario de pconde3. Digo para mi alivio porque dice mucho más de lo que yo hubiera podido decir de este relato.
    Me sucede con tus cuentos, Juan, que siempre me pierdo en el enjambre de palabras que se transforman en la base de tus relatos. Y siempre me parece que te pierdes en ellas como los lectores al leerlos.
    Sin embargo, esta historia es un poco más clara que las anteriores, aunque siento que le falta el broche que revalori ce el sentido. En otros cuentos, pareciera que la intención del autor fuera lograr el desconcierto del lector-intención que se logra-, no así en este, cuyo transcurso es bastante más claro.
    El sentido. ¿Cuál es el sentido que le has querido dar? No puedo saberlo.
    Hay un bibliotecario apabullado por sus actividades siniestras de eliminar aquellos textos con los que el poder de turno no está de acuerdo. Este personaje tiene un encuentro con un ser marginal que lo lleva a replantearse sus creencias. A pesar de ello lo manda matar, y luego, fugaz , inexplicable y mágicamente, hay una invasión a la ciudad y todos mueren y el cuento termina.
    A mí no me cierra.
    Me gustaría que en algún momento, cuando terminen los comentarios, Juan nos cuente qué es lo que quería contar, así tal vez nos sea más sencillo hacer luego otro comentario, teniendo más datos para saber si Juan pudo contar lo que quería contar y cómo, o al menos indicar dóndes suponemos que están las fallas. Lo digo sinceramente, porque reconozco el trabajo que deber requerirle a Juan la elaboración de estos textos medianamente extensos, muy bien escritos, pero que a veces dan vueltas sobre sí mismos, perdiendo el hilo de lo que se quiere transmitir.
    ¿Nos contarás entonces, Juan, cuál ha sido tu intención, cuál era el cuento que querías contarnos?
    Es perfecto el párrafo que resaltó pconde3, para suponer qué es lo que pasa entre el autor y lo narrado.
    "Acostumbrado a la vastedad gramatical, y a su total ausencia de significad o, sentí cierta asincronía en aquellas palabras; las sentí forzosamente intelectuales; las repudié, porque no encajaban con el momento ni con la figura que lo pronunciaba. "

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