jueves, 1 de mayo de 2008

El número

Pedro Conde

      Hace años que no vemos la luz del Sol, desde la gran guerra. Apenas tengo recuerdos de los tiempos anteriores. Pero aunque son pocos, por el continuo uso que hago de ellos en mis solitarias horas antes de dormir, en mi fría celda, sobre mi dura cama, los tengo grabados de forma indeleble con el fuego amarillo y cegador de aquella luz en el cielo azul de mi infancia. Pocas cosas tienen colores en mis recuerdos, los años viviendo bajo focos blancos que reflejan y ensucian su luz en las paredes y suelos de hormigón, anularon la capacidad de ver otra cosa que el gris. Pero perdura en mi memoria el verde de la hierba en un prado, que mis continuas evocaciones han hecho infinito, y los dorados cabellos de mi madre. Los demás, son brochazos sin sentido, colores perdidos entre colores.
      No tenemos días ni noches en este mundo subterráneo, los cambios de actividad los va marcando una voz desconocida que resuena y se arrastra por pasillos y estancias tras salir por los numerosos altavoces. Todo está ordenado. Nuestra vida es una rutina lenta y pesada, un eterno cansancio, un ir y venir desganado a nuestras tareas. Arrastramos la mirada por el suelo, evitando mirar a los ojos de los demás; a falta de espejos, la visión de esas negras ojeras en las caras blancas, nos muestra la horrible y enfermiza imagen de nuestros propios rostros. Nadie habla con nadie, la comunicación es una pérdida de energía que lleva a la creación de ideas peligrosas para el buen funcionamiento de la comunidad.
      La primera vez que me llamaron estaba trabajando en los grandes comedores. Recogía platos y cubiertos en mi carro gris. No necesitaba mi mente para hacer eso y la dejé divagar libre. Recordé frases sueltas de una canción de cuando era niño, jugué con las notas y rellené los huecos con imaginación.— “Quisiera ser tan alto… como la…”— Fue fantástico sentir como los músculos se volvían livianos.— “Quisiera ser tan alto como la luna…”— ya no era doloroso moverse, incluso parecía que los pies quisieran seguir ese trocito de ritmo y hasta mis labios se unieron y formaron las palabras — ¡Ay, ay! como la luna, como la luna.— Era embriagador dejarse llevar y lo hice. Canté cada vez más fuerte y bailé una danza primitiva e inocente. Giré convertido en el centro de un remolino, ebrio, y lancé mi canción sobre las paredes que me la devolvieron multiplicada.
      Los altavoces detuvieron mi alegría con su voz cortante.
      —Ciudadano 12914, espere en el lugar en que se encuentra hasta la llegada de un vigilante. Luego, siga sus indicaciones.
      Me guiaron a través de corredores que el temor hizo interminables. Cada umbral de cada puerta que pasábamos, era la promesa de algo terrorífico. Mi respiración siguió el trepidante ritmo de mi corazón, pero no lograba llenar mis pulmones de aire. Me ahogaba. Desmadejado me pusieron sobre aquella mesa, me ataron y giraron a mi alrededor con su macabra danza. El miedo me impidió guardar nada más en mi memoria. Sólo quedan palabras sueltas de un discurso que una voz en el techo me gritaba mientras algo que me inyectaban en el brazo difuminaba todo a mi alrededor.
      — ¡… las distracciones minan la posibilidad de un buen trabajo… un miembro indolente deteriora la capacidad de la comunidad…!

      Me destinaron a la limpieza de los pozos en las plantas de reciclado. El olor era insoportable pero acabas haciéndote a él. Y aprendí la lección, mis labios se sellaron, pero no dejé de cantar por dentro mi pequeña estrofa.
      Un día, fruto de la casualidad, la luz de mi linterna cayó sobre un trozo de cristal que la reflejó sobre la sucia pared en maravillosas franjas de colores, limpié el cristal, limpié la pared y jugué con el arco iris en mis dedos, en mi ropa, en el suelo…Oculté mi tesoro y aproveché cualquier incursión a los lugares escondidos para recrearme en mi juguete. Así recuperé la capacidad de asombro, el ansia por ver. Pero la rutina te vuelve descuidado. Mis recién hallados ojos infantiles, en su juego, no vieron acercarse la mano que sujetó fuerte mi hombro. La voz grave retumbó en el vacío repentino de mi estómago.
      —Ciudadano 12914, acompáñeme.
      Se repitieron escenas anteriormente vividas. Mis gritos no salieron de mi boca, se ahogaron en mi llanto, y las sentencias de quien estaba en el techo sonaban casi con ira desoyendo mis súplicas.
      ;—¡¡…la individualidad llevó al exterminio…el egoísmo es el ácido que corroe…!!

      Ahora ayudo a mover una turbina. Camino durante horas empujando, junto a otros cuerpos, una barra horizontal que gira sobre un eje lejano. Si me concentro, puedo cantar en silencio mi canción al ritmo de mis pies, y mis ojos, innecesarios en el trabajo, se cierran y echan a volar coloridas mariposas.
      Por las noches en mi celda, antes de que el cansancio me duerma, sobre la pared del fondo y cortando con mis manos el camino de la luz del pasillo, hago sombras de cosas olvidadas y de animales fantásticos de irisadas plumas, que vuelan, que bailan. El miedo a los altavoces no me abandona. Mis oídos están atentos hasta que se apaga la luz y se desvanece el peligro. Luego, me lleva hasta el olvido del sueño, una dulce voz enredada en cabellos dorados que me llama por mi nombre.
      — “Pedro…Pedro…”— por que ese soy yo, Pedro, no el ciudadano 12914 ¡Yo no soy un número!

3 comentarios:

  1. Hola Pedro,

    me has dejado sin palabras.Al leer tu cuento he tenido la sensación que leía a Saramago o George Orwell o... a un escritor profesional. Sólo puedo decir !bravo!

    La atmósfera está bien captada y la historia fluye suavemente sin pausa. La he leído -y disfrutado- dos veces por si podía aportarte algo a un cuento que considero perfecto.
    Lo único que anoto -por no estar callada aunque lo puedes obviar- es en la frase:
    los cambios de actividad los va marcando una voz desconocida (la voz es la misma cada día por lo que aunque no sepan quién habla, no la calificaría de desconocida).

    Y no marco las frases que me gustan porque pintaría todo el cuento.
    Ya espero tu próximo cuento,
    Un abrazo,
    Montse Villares, desde hoy una fan tuya.

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  2. Me trae el recuerdo de 1984, y de Brazil, y de algunas cosas de Bradbury o autores similares.
    Ya existe toda una mitología sobre este tipo de civilización, que simplifica cualquier narración sobre ella, el ambiente está presente en nuestro subconsciente, es posible, no es necesario explicarlo ni volverlo creíble, estamos dispuestos a aceptarlo, para cualquier autor que lo aborde, resulta un paso ganado a favor, ya que la mención de este mundo nos remite a un caudal de conocimientos literarios o cinematográficos, que hay muchos, por cierto.
    Así que, inmersos ya en esta sociedad totalitaria en la que algún Gran Hermano nos da las órdenes precisas para que no nos perdamos, la idea o historia que consigamos desarrollar en este ámbito, será el elemento que marque la diferencia entre un relato más o un relato distinto.
    Pedro se centra en la preocupación de un solo individuo por la individualidad. No es un relato distinto.
    Sobre todo porque quienes lo leemos nos encontramos fuera de ese sistema, y no nos convence el argumento, demasiado empleado, demasiado conocido, demasiado gastado. El instinto del individuo por escaparse del sistema, refugiándose hasta en el sueño para lograr, o creer que logra su cometido.
    Generalmente estas historias caen en contradicciones que siempre las desmerecen. Y no tienen salida, planteadas tal como se plantean.
    El número de Pedro no se escapa a la regla. ¿Acaso vale algo el esfuerzo o el intento de su personaje por hacer algo diferente, por querer ser diferente a los demás, a todos los demás que sí aceptan su situación? ¿Quién puede asegurarlo, desde dónde, con qué razonamiento, con que valores de moral? Si la normalidad es prioridad de la mayoría, este personaje –al igual que aquel otro de la novela Soy leyenda-, es el único anormal en la historia. ¿Se merece nuestra consideración?
    No es posible que dejemos de lado nuestros prejuicios para analizar un texto de estos. Como mínimo, lo haremos desde una posición contraria a ese mundo, inaceptable, así que nuestros pareceres partirán de aliarnos al personaje, no por lo que nos agregue el cuento, si no por lo que cargamos en nuestras mochilas. No tiene gracia.
    No me gustan estas historias, que generalmente confunden a todos, autores, personajes, lectores.

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  3. Hay unos hombres que "desde la gran guerra" no ven el sol, esto parece que nos remite a una civilización que ha sobrevivido ¿a una serie de explosiones nucleares?, y a la que le está vedada la superficie del planeta ¿por la persistencia de la radiactividad? Pero al menos el narrador duerme en una fría celda y una dura cama, ¿es entonces esto una prisión? A continuación lo que sabemos es que hay un grupo humano, imaginamos que numeroso, que está sometido a algo que se parece a trabajos forzados subterráneos, dirigidos por un ojo que les ve siempre, y por vigilantes que imponen las reglas cuando no son observadas, de motu propio, por los penados.

    Tenemos un narrador que nos cuenta cómo es el lugar y nos refiere dos ocasiones en que, aunque de un modo ingenuo, ha desafiado el poder omnímodo del gran ojo. La primera vez con una canción infantil y la segunda con el haz luminoso de una linterna. En ambas ocasiones el reo ha sido castigado con una inyección de no sé qué cosa, qué le ha producido no sé qué efectos narcóticos que, desde luego, no le ha borrado la memoria, puesto que nos está contando ahora ese pasado. La narración termina con el sueño del narrador protagonista, que es el último y único refugio que le queda. En ese sueño su madre le llama por su nombre, y no por el número con el que se le identifica en el lugar donde vive.

    Bien. Norberto comenta que es un esquema ya visto. Y sí, casi constituye un género dentro de la literatura y el cine, la civilización alienada por un poder que casi adquiere unos tintes sobrenaturales. En realidad es un miedo ancestral del hombre, imagino que existe desde que existe el poder de un jefe de clan, y, desde luego, desde que en la mente del hombre existe la idea de un dios. «Dios lo ve todo», y «Dios lo puede todo», nos decían desde pequeños, para que supiéramos que no podemos substraernos a la vigilancia del gran ojo (a Dios también lo representaban como un ojo dentro de un triángulo), ni al absoluto sometimiento a su voluntad. Pero en el hombre, de la misma manera que la querencia al grupo, a la organización social y, por lo tanto, a la dependencia de un jefe, existe la pulsión imborrable de la libertad. Del equilibrio siempre inestable, siempre cambiante, de esas dos tendencias está hecha la vida social, el juego de las ideologías y hasta la Historia con mayúsculas. El Poder en general trata de justificar su propia presencia, hacer ver a los ciudadanos que es necesario que exista; y en esa labor de persuasión intervienen como ayudantes casi siempre las religiones, a las que desagrada la libertad más que la mierda de gato; ellas siempre estiman que un hombre que ya está troquelado por la autoridad civil admitirá de mejor grado la suprema autoridad de Dios. Ni siquiera le dejan al individuo ese santuario de los sueños, en el que se refugia nuestro protagonista: «Dios lo ve todo, hasta los más ocultos pensamientos», nos decía nuestra religión (en la que muchos no creemos, aunque sea la verdadera); y adonde no llega la justicia de los hombres, llegará un día la de Dios. Nos ha jodido que llegará., aquí no se escapa nadie. ¡Hasta ahí podríamos llegar!

    Y, dichas todas estas tonterías, vuelvo sobre la historia que nos pasa Pedro. A mí me ocurre como a Norberto, que todas estas ambiguas sociedades amenazantes del futuro o del pasado o del presente me dejan un poco frío. No me llegan estas historias de alienación que están ambientadas en un escenario que parece de ciencia ficción, de tramoya. Y, por esa razón quizás, no me golpea, no me conmueve la historia de "El número". Como soy un tipo bastante epidérmico, me pierdo en la vaguedad del relato, soy incapaz de sentir al protagonista como un camarada cercano.

    Ocurre, además, que —casualidades de la vida— el mismo día que leí "El número" acabé de leer el libro de Primo Levi "Si esto es un hombre", con lo que daba por terminada la trilogía que Levi escribió sobre su cautiverio en el campo de exterminio de Auschwitz. Primo Levi, como ustedes saben, fue un chaval judío que, apenas acabada la carrera de Químicas, se pasó a la Resistencia en una Italia fascista que estaba inmersa en la Segunda Guerra Mundial. La aventura guerrillera de Levi, al contrario que la de Italo Calvino (que duró hasta el final de la guerra) acabó pronto; tan pronto que apenas iniciada ya había caído prisionero en manos de las milicias fascistas. De ahí, en un tren de transporte de ganado, al Lager de Monowitz, dependiente de Auschwitz, a siete kilómetros del campo central.

    Primo Levi nos cuenta la historia terrible de su cautiverio en "Si esto es un hombre"; la historia de su liberación, en un largo traslado a través de toda Europa, en "La tregua" y, finalmente, nos hace en "Los hundidos y los salvados" un desapasionado e impagable análisis de todo el mecanismo punitivo y exterminador puesto en marcha por los nazis en los campos de exterminio. Yo recomiendo vivamente a quien no haya leído esas obras que las incluya en la agenda de sus próximas lecturas, preferiblemente en el orden en que se escribieron y yo aquí cito, porque son imprescindibles.

    Decía que acabé de leer "Si esto es un hombre" el mismo día que el cuento de Pedro. Y eso, sin lugar a dudas, influye sobre la opinión que yo doy aquí. Como dije antes, no me llegan los escenarios imprecisos, las sociedades intemporales, las alegorías, las abstracciones, los malos inubicables. Sé que pueden aparecer y concretarse en cualquier momento, pero tengo una incapacidad innata para representármelos en la cabeza, y más aún para conmoverme con sus acciones. Para colmo en estos días estoy contaminado con la maldad real, aquella que ha tenido lugar en un tiempo en el que yo casi estaba ya vivo, en unos escenarios que tienen su localización geográfica (he estado en dos ocasiones en el campo de exterminio de Mauthausen) y que ha afectado a millones de personas con nombres y apellidos. Ante estos testimonios reales la sugerencia de un mundo hipotético se me hace ociosa.

    Volviendo al cuento de Pedro, yo diría que está bien escrito (quien escribe bien lo hace en todas sus obras, aunque unas nos golpeen más que otras), pero que se contamina de la propia ambigüedad en que está ambientada. Ese hombre ya ha tenido tres trabajos en el submundo al que pertenece, y ha sido castigado (tal vez reeducado) en dos ocasiones. Con esto Pedro nos está retratando el espíritu del protagonista, que es libre y es empecinado, por mucho que el poder lo reprima. Es un mensaje de esperanza, pero ¿qué pasa con los otros? Los otros son gregarios, son esclavos, ¿de qué depende ese germen de rebelión. El caso es que no sabemos cuáles son las prohibiciones, cuáles las posibilidades de resistencia, ni la naturaleza del trabajo ni del castigo ni de la vida que allí existe. No sabemos en qué consiste el castigo al que le someten, y lo que se nos cuenta yo diría que nos parece tolerable, dentro de la maldad que estamos dispuestos a conocer.

    El hecho de que se reprima una canción infantil, o el juego con la luz de una linterna, nos parece intolerable, pero también excesivo. Lo excesivo suele bloquear la capacidad de comparación del lector. Dentro de mi escasa comprensión hacia esos mundos, yo diría que el cuento es demasiado esquemático. Podría desarrollarse más, tal vez meter algún otro personaje, alguna escena con tintes de minuciosa realidad. Tal como está, lo siento como una acción proyectada en una pared, más que en tres dimensiones.

    Pondré un ejemplo. Primo Levi en su libro cuenta, naturalmente, escenas de una crudeza tremenda. Lo hace con una ausencia de pasión, mejor diré de odio, que llama la atención; son escenas que atañen a gente que ha sido seleccionada para la cámara de gas, agresiones, puñetazos, patadas, últimas conversaciones, ahorcamientos públicos, etc. La vida en el Lager daba para eso y más. Y, sobre todo, sabemos que ha tenido lugar, lo que nos interpela como seres humanos, casi coetáneos de las víctimas. Pues bien, seguramente la escena que más me ha impresionado, la que más recuerdo, es aquella en la que el Kappo de su barracón (ya saben, un kappo es un preso más, que se ha ganado ante los SS, por sus demostradas aptitudes, el cargo de guardián de los hombres con los que convive) le acompaña, de noche, caminando sobre la nieve, a la salida ¡de un examen de química! Sí, como lo leen: los alemanes necesitan poner en marcha dentro del Lager una fábrica de goma y echan mano de los químicos que pudiera haber dentro del campo, aunque sean de la supuesta raza inferior. Pues bien, esa escena, narrada por Primo Levi, es sencillamente así:

    Los dos hombres caminan hacia el barracón, el examen ha tenido lugar, el kappo, que está preso por criminal, no por motivos políticos ni por judío, sabe que camina junto a un hombre que tiene una carrera universitaria, cuando la suya es sólo delictiva; sabe que ese hombre ha sido tatuado en el brazo con un número, el 174517, cuando entró en el Campo, como si fuera ganado; sabe que ese hombre está encerrado por pertenecer a una supuesta raza y que seguramente no sobrevivirá un par de meses, porque morirá de frío y agotamiento, o directamente gaseado; los dos hombres andan en la noche, el lector imagina el vaho que escapa de sus bocas, el ruido de sus pasos sobre la nieve (los zapatos de Levi son de madera, para dificultar su marcha y una eventual huida); hay un cable que cruza el camino a la altura de las rodillas, un cable caído embadurnado con una gruesa capa de grasa. El kappo agarra el cable con una mano para poder pasar mejor al otro lado. Inmediatamente se limpia las manos en la chaqueta del judío, restriega la palma y el dorso de la mano en la chaqueta de Primo Levi, sabiendo que él no tiene modo de lavarla, que puede ser castigado por esa mancha; sabiendo que probablemente eso no lo haría ni siquiera con un animal. Esa escena, tan concreta, tan visual, tan casi diríamos íntima, entre dos hombres solos, tiene más fuerza expresiva que otras en las que la afrenta o el daño es objetivamente mayor. ¿Y qué es lo que nos la ha hecho intensamente humana? Pues me parece que el modo de contarla, los detalles, y el hecho de que la vejación no nos excede.

    Bueno, si alguien ha llegado leyendo hasta aquí, cosa que dudo, debe de estar a punto de desertar, así que termino.

    El cuento, como digo, está muy bien escrito, aunque a mí no me lleguen ni el argumento ni el escenario; pero eso es un problema mío, de gusto personal. Si acaso yo revisaría el primer párrafo (siempre fallan nuestros primeros párrafos de no importa qué cuento), donde ha metido cuatro veces seguidas en tres renglones consecutivos la estructura adjetivo+sustantivo (gran guerra, solitarias horas, fría celda, dura cama), y eso suena feo.

    Hay un "como" que debe acentuarse, porque tiene un valor enfático (se reconocen porque podrían sustituirse por la expresión "de qué manera" o "hasta qué punto"). Es ahí donde dice: «Fue fantástico sentir como los músculos se volvían livianos».

    Me parece que hay una coma que va mal. Veamos. Es en la frase «me lleva hasta el olvido del sueño, una dulce voz enredada en cabellos dorados que me llama por mi nombre» El sujeto de "me lleva" es "una voz dulce", aunque el orden natural de la frase esté alterado; y no deben separarse con comas el sujeto y el verbo de la acción, a no ser para introducir un inciso. De manera que, me parece, la coma que sigue a la palabra "sueño" sobra. Yo sugeriría alguna de estas formas a cambio: «me lleva, hasta el olvido del sueño, una dulce voz enredada en cabellos dorados que me llama por mi nombre», o bien: «me lleva hasta el olvido del sueño una dulce voz, enredada en cabellos dorados, que me llama por mi nombre».

    Por último, me parece redundante introducir las voces con un guión largo y además con cursiva. En el caso de la última frase, la redundancia es triple, porque a esos atributos se suman las comillas.

    Ah, y los puntos suspensivos. Sé que a Pedro le gustan, pero son un signo de puntuación que hay que administrar con mucha tacañería. Suelen fascinar a los autores novatos. Y él está claro que no lo es: ningún novato escribe con la contundencia y la belleza con que él lo hace.

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