viernes, 8 de agosto de 2008

El secreto del bibliotecario

Marta Iris

Capítulo 1: La frialdad de los mármoles

      Ese atardecer angustiado de domingo a José Maria Del Pozo Frumento lo asaltó la solidez de su torpeza. Los restos de una identidad heredada se estrellaron contra el piso y ni lo salpicaron.
      Lo rodeaban las paredes de su biblioteca, acuñada en décadas de sesudos estudios. Había sumado conceptos como otros acumulan kilos de grasa en un vientre sedentario. Sus reflexiones eran igual de pesadas, llenas de solemnidad y datos inútiles que hacían oscuridad sobre alguna idea medulosa. Siempre lo supo, pero era incapaz de resistirse a esa glotonería culturosa que llenaba como grasa sus discursos, aún el más cotidiano. Cinco años antes conoció a su pareja, veinte años menor y quince kilos más ágil, pero hacía tiempo que no soportaba tantos detalles y, concluida la seducción inicial de su cultura, no le evitaba ultrajar con una mueca de fastidio sus peroratas. Lo que al principio no le afectaba, porque atribuía las comisuras despreciativas a la rusticidad del amigo, y procuró eludirlas como si lo avergonzara una exposición carnal, terminó por exasperar sus cuerdas melancólicas.
      Lo abatía la imposibilidad de expresar por escrito su pensamiento. La dificultad creció con los años, consideraba ese problema especialmente trágico: el peso de un muerto. Esta certeza absorbía su coraje literario. Si hablando la síntesis no era su pecado, escribiendo sobrevenía la penitencia.
      Ejercía como profesor en la cátedra de Iniciación a la Literatura en una sede de la Facultad de Filosofía y Letras, escondida en un barrio sur de Buenos Aires, cerca de la casona que había heredado de sus padres, y estos de sus abuelos. Eso le permitía ir y volver al trabajo caminando por la Av. Pedro Goyena, a la que transitaba como a cualquier pasillo de su casa, pero la adornaban las flores azules de los jacarandaes, en vez de las fotos marchitas de sus muertos.
      José María ignoraba en que época se detuvo su existencia, pero lo retenía una sensación de tiempo quieto. Desde el pasado lo miraban las cejas fruncidas del abuelo, ese gesto autoritario le restaba fuerzas.
      Padecía obsesiones de coleccionista sin objeto y desquitaba esta manía clasificatoria resumiendo todo lo que leía, haciendo fichas y más fichas, donde se quedaba el trozo de su alma incapaz de amasar algo propio con eso, criticarlo, asumirlo con libertad, hacerlo suyo. Esta rareza, y sus conocimientos, le consiguieron el puesto de bibliotecario eterno en la biblioteca barrial. Un puesto en el que pareció viejo antes de los treinta años, detrás de unos vidrios gruesos que aumentaban sus ojos y empobrecían su mirada.
      Todo le quedaba cerca, este trabajo también, y cuando terminó su carrera en la Universidad de Buenos Aires dejó de viajar, a todos lados llegaba caminando, y sin darse cuenta comenzó a aislarse. Su vida cabía en dieciséis manzanas y ellas contenían todas las diferencias, igualdades, pestes y maravillas que no deseaba ver. La Av. Pedro Goyena estaba rodeada de caserones antiguos, el de su familia descollaba con aires de palacete, con un jardín perimetral y umbrío, la humedad por emblema, pórticos encolumnados, de un estilo que quiso ser griego, pero terminó criollísimo, pomposamente denominado ecléctico, y mármoles que enfriaban la temperatura de los deseos, antes, porque eran caros, ahora, porque estaban muertos.
      José María quedó solo a los treinta años. Con el último trozo de tierra que sepultó a su madre adquirió una arruga horizontal y prolija en la frente, y un temblor en la voz, levísimo, pero sumamente incómodo, que le avejentaba las palabras, pero no le impedía sus lecciones, donde fuera, en su cátedra, o en cualquier respuesta a los lectores de la biblioteca, que solían ocuparlo como enciclopedia parlante.
      En vida de la madre jamás tuvo una relación amorosa. Se decía que no soportaba dejarla sola, como si fuera razón suficiente para no cuestionarse una sexualidad imprecisa que postergaba sin esfuerzo. La madre jamás mencionó la ausencia de novias, tan natural le parecía, y tan preferible. El carácter de la mujer había expulsado a la única pariente, una prima lejana, de parte de los Del Pozo; una chiquilla huérfana cuyo pecado mayor fue parecer nieta de don José Francisco Del Pozo, el difunto suegro, y hasta donde el profesor supo, criatura preferida del padre. Razones disimuladas hicieron que la madre le buscara un hogar de ocasión apenas la muerte del padre dejó lugar. José Maria no se atrevió con la decisión a pesar del cariño que sentía por la niña. En su interior abundaron los justificativos: la edad o la artritis de la madre, o los conflictos solapados entre sus padres que se hacían presente a través de la niña, y sobre todo él era incapaz de contradecir a la mujer. Por otra parte pensaba que si la madre nunca había llevado un hombre a su vida, un remedio para la viudez prematura, era sensato que acompañara su ancianidad, y dentro del pensamiento lógico de José María esta ecuación cerraba perfectamente. Pero le nació un agujero y se le contagió la vejez.
      La soledad no inmutó la sencillez de sus costumbres. Del caserón habitaba sólo la biblioteca y su dormitorio. Comía en la cocina lo que él mismo cocinaba y gastaba más en libros que en comida. Usaba dos días la misma camisa y para simplificarse las cosas las compraba siempre de un extraño color beige.
      El día que cumplía cuarenta y cinco años conoció a Víctor Arteche. Fue en el inicio de las clases de ese cuatrimestre, el muchacho ocupaba el primer lugar en una lista de cuarenta. José María decía el nombre de cada alumno y levantaba los ojos buscando la cara de la persona en un intento ineficaz por ubicar a quién pertenecía. Víctor hubiera sido uno más de los tantos alumnos que a través de los años aparecían y desaparecían de su vida. Era un docente apreciado y sus cursos muy concurridos. Solía vérsele después de clase, demorado en los pasillos de la facultad, envuelto por una nube de alumnos que le requerían respuestas. Su problema era que especulaba como si las tuviera y avanzaba caminando despacio, oculto por esos jóvenes preguntones. Los miraba cobijado por sus anteojos, en sus párpados aleteaba una preocupación vencida: la de resumir esa erudición que le engordaba las ideas sin lograr apropiarse de la carne del arte. Víctor comenzó a perseguir los fuegos artificiales del profesor, intuyendo, quizá, la carencia existencial del hombre. José María, ausente de su vida amorosa, escaso de inquietudes carnales, no calculó que sus discursos ampulosos podían ser un arma de seducción para un muchacho rústico, pero de aficiones claras y gustos consistentes. Ni se enteró en qué se estaba metiendo hasta que un día Víctor le pidió que continuaran la charla en un café aledaño. En un vacío entre frase y frase, le cubrió con su mano la suya. El sosegado maestro sintió que lo recorría una electricidad insólita, no acostumbraba contactos humanos, este menos que otros. El tiempo que Víctor empleó en dejar su mano en el lugar de la insinuación obtuvo que las mejillas del hombre se sonrojaran y que todo su cuerpo respondiera sobresaltado con la eficacia de sus preferencias amordazadas. No fueron los prejuicios sino la sorpresa la que lo puso de pie, espantado por el encuentro novedoso que había postergado durante toda su existencia. Ese muchacho, informal y áspero, conmovió su mundo.
      Salió del bar casi despavorido, una excusa mal articulada lo colocó en la vereda pero no lo alejó del impacto. Dos calles después el hombre seguía con la mente en blanco y las palpitaciones de un adolescente sorprendido en mal momento. Comenzó a recobrar la compostura interior en el pórtico de su casa, los mármoles oscuros y lustrosos recogieron el descenso de ese ímpetu inédito, y cuando cerró por dentro le explotó en los labios un suspiro puritano y recordó "esa" mano sobre su mano, demasiado cercana para sus cuarenta y cinco años de represión sin tregua.
      Armó el servicio de té y lo llevó a la biblioteca. Se sentó frente al escritorio, rodeado de su desorden personal: carpetas abiertas que mostraban subrayados con marcador verde, varios libros manoseados y una computadora desconcertante, símbolo de una modernidad inapropiada a su modo de ser: un cuarentón fuera del tiempo. Esa tarde retomó la lectura de la bibliografía de sus clases, pero no logró concentrarse.
      Intentaba digerir lo ocurrido. Comenzó a leer mil veces y mil veces abandonó la lectura. Lo torturaba una visión detenida: la mano joven sobre su mano, y se preguntaba, como si allí residiera lo importante, por qué no la retiró, como si hubiera querido retirarla, y lo bien que hizo en salir, como si no hubiera deseado quedarse. Importunado por un pensamiento que se le imponía con vida propia, se levantó para calentar agua y volvió con el servicio de té. Para las nueve de la noche había tomado varias teteras y orinó en consecuencia, hasta que temió haber pescado una cistitis. Cenó por costumbre y sin hambre una sopa chirle, se fue a la cama sin sueño, despabilado y añorando su próxima clase, a la que concurriría por primera vez sin las preparaciones escrupulosas con que combatía el temblequeo de su voz. Al día siguiente lo vio en la primera fila de bancos, escandalosamente joven, y se avergonzó de su impulso hasta el sonrojo. Giró hacia el pizarrón, cohibido, la tiza blanca en su mano, dispuesto a embestir las primeras frases de esa clase. Más tarde no supo qué dijo y menos qué le preguntaron o cómo atinó a responder.
      Terminó dando tumbos y comenzó a alejarse por el pasillo como un autómata. Víctor lo interceptó. Los ojos renegridos y penetrantes. Con una luz propia y frontal, irreverente, que capturó al hombre, porque se denunció capturada. Sobraban las palabras, pero hubo que usarlas todas y metódicamente, porque ambos eran hombres educados. El más joven, quizá porque sostenía con seguridad sus preferencias, disfrutó de la seducción que lo embargaba y avanzó con soltura; el mayor, desprevenido, no entendía las señales de su partenaire sino los latidos de su corazón y el sudor acalorado que se resbalaba por las patillas de su barba anárquica de veterano pensador.
      El tumulto de los primeros meses, casi una cacería, donde dos cazadores perseguían la misma presa, el amor mismo, entretuvo a José María, que dio de sí los razonamientos menos didácticos y más floridos. No deseaba lucirse, deseaba huir a terrenos conocidos, y los libros y sus lecturas eran la selva de su predilección y su escondite. Víctor no entendía ese juego de fugas, de citas en los versículos de la Biblia, de encuentros en Shakespeare y eclipses en Don Quijote. El amor que sentía era simple y por lo mismo asequible, amaba con su juventud, con su hombría, con fuego. José María amaba con sus temores, sus dudas, sus escrúpulos paralizantes, sus cuarenta y cinco años de mentiras y soledades. Concretaron su encuentro definitivo una noche lluviosa de invierno, el mes de julio, austral como nunca, recibía una de sus tantas olas polares. Y fue esa noche porque era ficticio y vergonzoso que se prolongara más tiempo una situación ambigua entre dos hombres libres. Se amaban sin obligaciones y sin más prejuicios que los años de continuas concesiones que arrastraba uno de ellos hacia la deuda imaginaria con un abuelo despótico, un padre débil y perturbado, y una madre tramposa.
      Esa noche durmieron juntos y Víctor abrigó al niño que ocupaba los discursos de José María; abrigó su voz temblorosa, su aislamiento ausente y él se dejó abrigar.
      El muchacho no esperó invitaciones acaloradas, y se instaló en el viejo caserón sin ellas, con la pretensión inicial de hacer de él un lugar más habitable, menos detenido en la distancia de un tiempo ajeno que estaba dispuesto a someter. Admiraba el mundo de su amigo, esa existencia de lujos añejos y abandonados, y sentía ternura por su mirada perpleja de vivir más allá de la necesidad y las cosas cotidianas. Una mirada estupefacta que escondía detrás de la vidriera de sus anteojos empañados y del gesto frecuente de limpiarlos, como para quedarse ciego unos minutos, lapso que aprovechaba para retomar fuerzas y encarar la vida, en especial esta vida nueva y compartida.
      Víctor hizo lo posible para que todo fluyera y creyó que era posible. Se ocupaba de las compras, acomodaba la casa, y hasta rejuveneció el vetusto jardín, pero sobre todo quiso alcanzar a José María en sus recitados vacuos. Antes de dos años se había percatado de la puerilidad del maestro, de que sus citas continuas no eran más que el escaparate bastardo donde escondía, con brillo fatuo, sus inseguridades de varón pomposo y mediocre. Y entre las muchas cosas que descubrió, fue el cariño infantil que sentía José María hacia una nebulosa femenina sin nombre ni cuerpo, que habitaba subrepticiamente en sus pesadillas, y en algunos de sus poemas repulsivamente melosos. Aunque no se trataba de una infidelidad sintió como una mano de hielo le apretaba los testículos congelándole el deseo, y que la vida se burlaba de él.
      El muchacho abandonó la carrera de letras y emprendió un peregrinaje por estudios casuales que lo condujeron lejos del barrio de José María. Los celos que surcaron ocasionalmente la imaginación del profesor no lo resolvieron a salir de su mundillo artificial.
      La pareja no tenía amigos, muy de vez en cuando los visitaba una medio hermana de Víctor, quince años mayor, que vivía en la provincia del Chaco y se llegaba a Buenos Aires por cuestiones profesionales. La mujer vio con buenos ojos a la pareja. José María, con su naturaleza amable y su cultura dadivosa le impresionó todo lo bien que puede impresionar la pareja de un medio hermano sin rumbo y con antecedentes de una adicción mantenida en secreto. Víctor hacía y deshacía en la casa, pero tenía el buen criterio de mantener sus fechorías apartadas, incluyendo algún camarada fortuito, sea porque suponía el repudio de José María, de naturaleza puritana y solitaria, sea porque maliciaba que la falta de límites de sus compinches le birlaría un candidato incondicional.
      María José Arteche, hija del mismo padre que Víctor, pero de un matrimonio muy anterior, se parecía por los gustos, por la edad, y hasta por el nombre, al profesor de literatura. Hicieron amistad enseguida, él la invitó a la casa y dispuso su antigua habitación para cuando visitara Buenos Aires. La pareja habitaba el aposento matrimonial desde el principio, poseía una leñera antigua pero eficiente que lo curó en un santiamén de su catarro crónico, lugar de sobra para la ropa de ambos y, sobre todo, la cama enorme, ese placer invaluable de dormir rodeado por los brazos de su amado y sentirse entre ellos como en un refugio. Le daban calor y cariño, le trasmitían un poco de su juventud y su savia. Víctor lo estrechaba y él se quedaba quieto, disfrutando en la nuca la respiración pausada de su sueño profundo, juvenil, irresponsable. Y durante algún tiempo lo abandonaron las pesadillas donde un ser angélico de indudable aplicación femenina lo acariciaba pecaminosamente hasta el agotamiento, hasta que sus genitales, macerados en el placer, se diluían en una terrorífica nube informe.
      Cuando José María tomó conciencia de que a Víctor le interesaba menos la literatura que a él los vericuetos de las sucesivas carreras emprendidas por su amado, la separación comenzó a afligirlo. De común acuerdo habilitaron otra sala como segunda biblioteca, el montón literario de José María no admitía la presencia de los dibujos de las clases de arte, o más tarde algún apunte enloquecido de Anatomía, o un encuentro fallido con las matemáticas. Así de cambiante, o falaz, era el desorientado viaje. El profesor encalló otra vez en su mundillo concentrado de citas griegas y latinajos. Las noches eran su isla dorada, su edén particular, y la cama matrimonial que fue de sus padres y antes de sus abuelos, un cuadrilátero no tanto lujurioso como balsámico. Porque el encuentro con esta sexualidad fragante de sudores viriles duplicados no le impuso formas descabelladas, su naturaleza acotada hubiera estallado en el choque voluptuoso, fue posible la permanencia. Víctor, que en otros aspectos era excesivo y tarambana, supo trajinar con soltura por el límite de la tolerancia aceptable del placer mutuo que la inseguridad de José María imponía. Y transitaron otro año.
      María José hacía gala de una soltería discreta; el tiempo y la presencia le consiguieron un trabajo en la capital y terminó mudándose al caserón. Tampoco ella se interesó en los asuntos domésticos de la casa, el orden se mantenía por austeridad del desorden. El interés inicial de Víctor por las tareas hogareñas duró menos que su interés por la literatura y hasta el remozo provisional del jardín naufragó por el crecimiento denodado de las hiedras. Sólo los cipreses componían claros en el césped, la acidez de sus agujas favorecía peladuras innobles pero prolijas.
      Como nadie quería gastar su tiempo en tareas caseras, acostumbraban emplear lo menos posible los enseres que delatan el uso cotidiano. Los tres compartían un cierto paso tenue sobre los objetos, nada denunciaba una presencia familiar o comprometida. El caserón era la morada menos hogareña que pudiera pensarse. La presencia de Víctor, y más tarde también la de su medio hermana, no redujo la frialdad de los mármoles ni la humedad del jardín que rodeaba la mansión como un candado de césped raído por la acidez de los pinos; ni modificó el disgusto de los muebles quejosos o la insuficiencia de las chimeneas, que no alcanzaban a entibiar las alcobas. Además, esa danza de sus habitantes sobre los objetos, entre grácil y decaída, pero engañosa y fantasmal.

Capítulo 2: La advertencia del ángel

      Fue la frecuencia de las faltas de Víctor lo que alertó a María José. El muchacho se excusaba aunque nadie lo requiera.
      La distracción de José María hacía inútiles las disculpas y volvía excesivos los pretextos. El arrepentido Víctor perpetraba sus fechorías con lógica propia. Las excusas eran la piel de sus pecados, un goce añadido. Para ciertas personas quizá sea imperativa esta constelación donde convive la falta con su disculpa, una forma auxiliar de existencia, prolongada en el tiempo y en la satisfacción. Si no servían para alertar al dueño terminaron por advertir a la hermana, quien diez años antes había pasado por circunstancias semejantes y dolorosas para su familia.
      Los hechos llegaron a mal pronóstico cuando desapareció una figura que adornaba desde antaño el pie de la escalera. Ni siquiera se trataba de una escultura conocida, aunque la firmaba un escultor muy nombrado, pero no había modo de obviar su metro y pico de mármol de Carrara, la escalera era tránsito indefectible hacia los dormitorios de la planta alta. La escultura, un ángel de alas plegadas, vigilaba desde hacía décadas las huellas dejadas por generaciones de "Del Pozo". No era un bulto menor para escabullir en cualquier manga ancha.
      Una noche, los hermanos pelearon a rabiar, y el profesor debió enfrentar lo que rechazaba. Los objetos desaparecían y no por cuenta propia. Y lo peor, parecía que la situación confabulaba para obligarlo a notificarse. Como último intento por desmentir los hechos huyó al jardín, salió por las puertas cristaleras del contrafrente y recorrió el pasillo de lajas, procurando hundirse en el sosiego del desorden vegetal y el siseo de los pinos, que ondeaban su solemnidad en una brisa de agujas afónicas. La medianera infectada de enredaderas le dio colchón provisorio a su terror de niño descubierto sin una excusa a mano. Se escondía sin posibilidades de llegar a un descargo de salvación que dejara las cosas en su lugar, deseaba que todo permaneciera igual pero María José controlaba lo que él estaba dispuesto a esquivar. Él guardaba un silencio cómplice e inútil. Sentía bronca contra la mujer, contra las palabras sueltas que había escuchado y pretendía olvidar. Lo alcanzó la medianoche en su respaldo de hiedras, hundido en la incertidumbre y la angustia del choque con un conflicto que lo superaba. No quería saber nada, y nada le importaba tanto como conservar a Víctor a su lado, en sus desayunos apurados, sus cenas frías de tanto esperarlo, su cama vacante, hasta sus muecas burlonas le parecían preferibles a su soledad de hombre sin más identidad que la que le colgaron sus antepasados, espejo roto de un pretérito que siempre le pareció confuso, extraviado y de olvido preferible. Digno de guardarse donde estaba, en los estantes secretos de un cuarto disimulado.
      Abandonó la enramada cuando los calambres y el frío se lo impusieron. Temía la entrada en su casa como un ratero novato que tienta su primer estrago. Dio vueltas por la cocina sin atreverse ni a calentar agua para una taza de té, y terminó subiendo la escalera sin mirar el hueco vacío del ángel guardián, robado descaradamente. Como si su disimulo lo volviera al ángulo de la escalera, o por lo menos sirviera para zafar de un encuentro con la realidad que repudiaba. ¿Qué podía importarle la falta de esa estatua?, se preguntaba. Durante su infancia sus ojos de mármol lo había perseguido, y él hacía décadas que procuraba ignorar el presagio de aquella mirada sagrada. ¿Qué le importaban las desapariciones de alhajas que nadie usaba y ya no adornaban ningún cuerpo? ¿Algún jarrón que ni extrañaba tener flores? ¡Al contrario! Consideraba la actitud de Víctor un permiso, una liberación. No medía las maniobras de su pareja, él le hubiera dado todo, pero no se lo pedía, entonces concluyó que suya era la falta por no adelantarse y ofrecerle los objetos. Viniendo de su amado la causa sería amable o provendría de una necesidad. Ciego como un topo, sumiso como un cordero, fiel como un perro. Decididamente animal.
      No contó con que la atención de María José daba celebridad a cada falta y que los rincones comenzaban a brillar cuando los deshabitaba su objeto, porque ella ponía ahí su vista y denunciaba la ausencia. Al principio la mujer se satisfacía en las peleas con su hermano, más tarde quiso llevar a la inercia de José María de demostración en demostración. Le exhibía, señalando aparatosamente con el índice de su diestra, los sitios vacíos, y como si él no hubiera vivido jamás en esa casa le recordaba lo que allí había lucido tal o cual pieza. José María especuló que evitaría las denuncias si anticipaba los hechos, debía adivinar en qué consistiría la próxima jugada de Víctor, quizá para protegerlo o protegerse, dándole lo que necesitaba. Llegó a regalarle, sin motivo aparente, la lámpara de bronce con pantalla de Tiffany, que lucía encima del piano silencioso desde hacía años. Víctor lo miró con aire despreciativo: ¡Para qué podría querer semejante adefesio! Y la lámpara se salvó, provisoriamente, del latrocinio. Otra vez quiso regalarle una preciosa mesita de caoba adornada con marquetería de nácar y ébano, en esta oportunidad Víctor se enojó por la incongruencia, ¿dónde se llevaría él esa mesa tan valiosa, sólo acorde a estilos antiguos? Y la mesita de caoba se salvó del robo. Una mañana de domingo en que Víctor remoloneaba demorando levantarse después de una noche muy jugada en lances diversos, José María le acercó un cofrecito recubierto en granates de indudable valor e incuestionable belleza.
      –– ¿Dónde lo tenías escondido?
      –– ¡Siempre estuvo en el mismo lugar! Son las joyas de mi abuela paterna.
      Y José María se derrumbó en explicaciones inútiles que olían a disculpa. Colocó el cofrecito en el centro de la cama y Víctor se incorporó curioso. Cruzó las piernas y procuró abrirlo, pero el cofrecito poseía un mecanismo extraño. El muchacho lo levantó. Lo agitó molesto y por fin se lo pasó al dueño con la imprecación de que encontrara el sistema que lo abría. Le resultaba increíble esa ignorancia, y falsas las excusas. José María lo tomó en sus manos y lo abrió con facilidad, y este gesto que podría haber resultado mínimo, terminó de marcar el camino de su secreto, porque garantizó que, a pesar de toda su tolerancia y todos sus renunciamientos, mantenía un secreto, y encendió la pista del desastre.
      El cofrecito de granates entregó su contendido y avisó que, como este, otros tesoros se escondían a la vista usurpadora. El muchacho procuró disimular el brillo de su rapacidad y alabó el contenido del joyero: un collar de esmeraldas con sus aros haciendo juego y una gargantilla doble de perlas negras de Tahití.
      —¿Y para qué lo guardabas?
      En la hora siguiente José María debió soportar el interrogatorio de su amado. Nada lo convencía de la inocencia del profesor, aunque era el más indicado para entender su aturdimiento. Su propia naturaleza desconfiada y marrullera le marcó un escamoteo y su imaginación la pobló de razones. Las negativas del hombre lo exaltaban y terminó levantando la voz, exasperado. El alboroto atrajo a María José que golpeó la puerta del dormitorio, los hombres escondieron el cofrecito debajo de una parva de almohadones. Esa mañana los hermanó un sentimiento de culpa y disimulo. Uno, porque estaba acostumbrado a recelar de su hermana como de una enemiga, el otro porque comenzaba a ceder el último bastión de resistencia y ocultamiento de una identidad heredada y misteriosa: la colección de su abuelo paterno, cincuenta vasos de cristal de Loetz, Lalique, Tiffany y otros, la mejor guardada y menos apreciada por ojo humano desde la muerte de su dueño legítimo, don José Francisco Del Pozo, el coleccionista, el entendido, el verdaderamente culto.

Capítulo 3: Detrás del muro.

      Una segunda pared, totalmente revestida por estantes forrados de lujosa gamuza encarnada abrazaba el contorno de la biblioteca donde José María pasaba la mayor parte de su día. Esa habitación perimetral no tenía entrada visible y hacía más de cuarenta años que nadie intentaba poner limpieza o movimiento en la exquisita muestra.
      El profesor no ignorara su presencia, más valdría decir que aquella colección consistía como parte de su historia, de sus íntimos complejos, y hasta de su cuerpo y sus elecciones. Con trabajo expulsó este fantasma de su vida, pero de alguna manera semejante se excluían sus conocimientos literarios de sus posibilidades de escribir. Las tres poesías, inspiradas en sus pesadillas más negras, las escondía como se oculta una enfermedad vergonzosa. Nunca estuvieron tan unidos la pasión por la lectura de la parálisis en la escritura. Se proponía escribir, horas enteras pasaba frente a una hoja en blanco, o sentado en la computadora, inútilmente. Cada intento lo dejaba angustiado, triste, y la edad, astuta en recursos engañosos, le había enseñado a enfrentar lo imposible copiando páginas de autores conocidos. No era sino un pésimo remedio, porque copiar a sus autores preferidos promovía que recordara con minuciosidad páginas ajenas, amadas pero ajenas, cada vez un poco más ajenas a fuerza de ser recordadas con la desesperación del amante abandonado sin explicaciones. Qué no hubiera dado por ser el padre del discurso del acto tercero de Hamlet: "Ser o no ser, ese es el problema..." Precisamente su pregunta sin respuesta era sobre ser. Para él, que conocía su prosapia criolla de ida y de vuelta por las generaciones familiares, de quien podía decirse, de sobra, que sabía quien era, la respuesta a esa cuestión le pesaba como los mármoles negros de su casa.
      La colección de su abuelo, desde su escondite, presidía una vida cristalizada. Un cuarto grande, atiborrado de libros, era el carozo de otro cuarto, atiborrado de jarrones de hiriente y solitaria belleza. Belleza privada de su razón de existir: ser contemplada por un ser humano enamorado del balance entre los brillos y las formas de esos vidrios. Colores donde la luz se rompía, aterida o sulfurada por los desafíos que el artesano impuso a su trayectoria.
      La biblioteca de José María, recubierta por la colección de su abuelo, expresaba la parálisis de su vida. ¡Cuánto desperdicio existía en esos vidrios escondidos para el mundo en un alarde de avaricia estética! La misma parálisis de los libros, estacionados y polvorientos, porque no a todos les llegaba una lectura salvadora.
      Todo esto fue olfateado por la voracidad de Víctor, quien supuso una presa y resolvió conocerla.
      Un día, sea porque la presión de Víctor aumentaba, o la resistencia de José María se encogía, el mancebo regresó a leer en la biblioteca grande, y al reanudar la compañía del profesor, ubicó en el aleteo de sus párpados inocentones la aguja de una brújula imaginaria: su guía hacia el tesoro. Él imaginaba una caja fuerte, quizá otro cofre, más joyas. Objetos que fueran fáciles de canjear y desaparecer, excesivo ajetreo había disimulado con el ángel de mármol. Su imaginación pedestre calculaba posibilidades comunes.
      Este estado de cosas se hubiera mantenido de ese modo si dos eventos no hubieran contribuido al desastre. María José quiso sumarse a ellos en la biblioteca, y aunque el tamaño del recinto la adoptaba, su medio hermano puso el grito en el cielo y bajó sobre la convivencia del trío una nube de disgusto y enfado, mayor de la que ya existía. A esto se agregó la visita de la prima lejana, y aunque sólo apareció un domingo de Pascua para saludar a su pariente, y sin ningún reclamo, el profesor vio en su presencia la solidificación de una llamada familiar, eran los "Del Pozo" que surgían desde el pasado para reclamar que enmendara la falta de su madre. Por supuesto que la niña era ahora una mujer hecha y derecha, de carácter independiente y posición cómoda, aunque no acomodada.
      No habían pasado dos horas de una visita amable cuando el profesor la invitó a vivir en el caserón. La mujer se rio de la invitación como de un chiste dicho a destiempo, comentó atentamente que le quedaba lejos de su trabajo, que hacía poco había comprado su vivienda y ni siquiera terminaba de decorarla. Se guardó diplomáticamente de nombrar aquel abandono que ambos recordaban. Poco después desapareció de sus vidas dejando una huella impredecible como la de un pecado de juventud. José María se quedó más huérfano y expuesto que antes, y Víctor tuvo la certeza de que esa figura femenina era la habitante de los sueños de su amante, aquella mujer, salida del pasado causa de la peor de las infidelidades, la que no fue.
      Una semana más tarde, en un insoportable crepúsculo de domingo, los dos hombres rebullían su desazón en la biblioteca, uno empujando sus quejas contra el otro que no sabía como contestar, porque ya lo había dado todo, o así lo creía. Sin por qué, sin meditarlo, con un suspiro en una mano y las llaves en la otra, el profesor miró a su amado, ni oía sus palabras hirientes, las ironías de Víctor le resbalaban, él lo veía tan hermoso, digno de la mirada de Miguel Ángel o de Botticelli, intervino como apropiado para ser pintado, y se sintió tan viejo, tan deforme, tan poca cosa, que pensó en el último de los recursos para recompensarlo, y abrió la portezuela del ambiente donde se guardaban los cincuenta jarrones de vidrio. Se descorrió la espalda de los anaqueles, la luz rebotó contra los brillos y les dio vida, la cueva de Alí Baba no hubiera refulgido como aquella colección. Víctor se vio rodeado: detrás de los libros existía otra realidad, otra energía, y él recién se enteraba. La admiración y la bronca despertaron juntos. No podía creer que durante tanto tiempo José María Del Pozo Frumento hubiera callado la existencia de ese mundo de refinados reflejos, el odio se le hizo grito en la garganta.
      —¡Maldito! ¡Ya sabía yo que lo mejor te lo guardabas!
      Se levantó enloquecido, tomó al profesor por los hombros y lo sacudió. Él no intentó ningún movimiento, parecía muerto. Los sacudones lo llevaban de un lado a otro como a un trapo. Al revelar su secreto reveló la cifra de su esencia, lo más odiado de su historia, aquello por lo que la familia era capaz de cualquier esfuerzo, por un jarrón más, por una pieza más en la colección del abuelo. Aquello que no debía venderse, no importaba las necesidades del hogar, de la esposa o del hijo, porque esa colección era la prueba, y los despojos, de un señorío antiguo y decadente, perdido por la locura y la incompetencia de su padre desde hacía medio siglo. Reveló el estigma, su esterilidad y su cobardía.
      El destello reverberaba, detrás de los libros, por encima del borde de los lomos terrosos. El fondo iluminado alumbraba la escena violenta, privada, crucial. José María sentía que por fin lo alcanzaba su destino: Víctor Arteche ejecutaría un mandato que él no se atrevió a cumplir.
      En la puerta de la biblioteca, desgarrando la ceremonia íntima, se escucharon los golpecitos con que María José anunciaba su proximidad. La presencia detuvo a Víctor un instante pero no disminuyó su enojo. A la mujer le bastó una ojeada para abarcar el desastre y el peligro. Supo que su hermano, como otras veces, estaba dispuesto a todo, esta vez más porque el premio era fastuoso. Se acercó decidida a interrumpir el exceso, pero Víctor le propinó una bofetada con el revés de la mano que la proyectó contra las patas del escritorio. Los huesos de su cabeza produjeron un ruido seco de maderas rotas. La agresión contra la mujer despertó a José María, buscó los ojos de su amado y encontró en ellos un fuego desordenado de cólera y sentencia. ¿Fue lo que su naturaleza, tendiente a la melancolía y la indecisión, necesitaba para quebrar el yugo? Si lo era, el profesor no tenía conciencia de ello. Como no la tuvo cuando usando una fuerza desconocida arrojó a Víctor lejos de sí. Tan lejos y con tanta fuerza como para abatir su juventud y su bajeza. Lo mató.
      No se acercó para averiguar si debía llamar a alguien que pudiera enmendar tanto destrozo. Se sentó, quieto, procurando recuperar la inercia de sus cincuenta años vividos como prestados y convino con el sillón que lo alojaba una relación hospitalaria, un pacto entre cosas inanimadas, un silencio decisivo del que no retornó jamás. La locura de los Del Pozo había alcanzado a su generación.
      Dos días más tarde despertó María José de su propio cataclismo y consiguió pedir ayuda. Ella lo cuidó como a un hermano, él nunca la reconoció.
Marta Iris Díaz Gioffrè

3 comentarios:

  1. Normalmente, cuando leo algunas frases que me gustan, cuando me digo que yo no podré construirlas nunca, que no podré describir esa idea, ese pensamiento, tengo un ataque de envidia malsana que me hace rechazar al autor.

    Al principio del primer capítulo la página se emborronaba con mis notas, "aquí pondría esto, allí quitaría lo otro". No sé si debido a aquello de los primeros párrafos, o a que la historia aún no me había enganchado. Por que lo hizo. Y cuando esto pasó, el lápiz dejó de trabajar. Llegué a preguntarme en varias ocasiones ¿He leído dos páginas y no he encontrado ningún fallo? No volví mis pasos atrás, tampoco esto es un control de calidad. Es por esto que mis notas llegan hasta ese momento en que la vida de José María me atrapa como en una corriente y no me suelta hasta el final. Un final un poco precipitado.



    "Tan lejos y con tanta fuerza como para abatir su juventud y su bajeza. Lo mató."

    Es probable que esté contagiado por los miles de cómics, y de películas americanas, pero necesito algo más detallado. Necesito que se golpee con algún objeto. No es necesario que tenga tintes de justicia divina al romperse la cabeza sobre el ala de un ángel de mármol. Bien podría ser… romperse el cuello contra un simple escalón, o el filo de una mesa cotidiana.

    Lo mismo digo, de la precipitación, sobre el resto: la locura de José María y la decisión de Maria José (pareja capicúa) de cuidarlo para siempre.



    La primera frase no sé si está bien construida, pero no me gusta. O bien añado:

    " En ese atardecer angustiado de domingo a José Maria Del Pozo Frumento lo asaltó la solidez de su torpeza."

    O bien pondría estas comas:

    "Ese atardecer angustiado de domingo, a José Maria Del Pozo Frumento, lo asaltó la solidez de su torpeza."



    "… llenas de solemnidad y datos inútiles que hacían oscuridad sobre alguna idea medulosa. Siempre lo supo, pero era incapaz de resistirse a esa glotonería culturosa que llenaba como grasa sus discursos"

    ¿Medulosa? ¿Culturosa? Marta, esto no es poesía, es prosa.



    La siguiente frase no la entiendo.

    "Lo que al principio no le afectaba, porque atribuía las comisuras despreciativas a la rusticidad del amigo, y procuró eludirlas como si lo avergonzara una exposición carnal, terminó por exasperar sus cuerdas melancólicas."



    Parece ser que el plural de jacaranda o jacarandá, puede ser también jacarandaes. Archivado el dato.



    "José María ignoraba en que época se detuvo su existencia," me parece que lleva acento.



    "Comía en la cocina lo que él mismo cocinaba", no me gusta la repetición.



    "…y recordó "esa" mano sobre su mano, demasiado cercana para sus cuarenta y cinco años de represión sin tregua." Repites en un par de ocasiones "mano sobre su mano" y mano joven sobre su mano", me suena mal, y las comillas que pones en "esa" me parecen fuera de lugar. No soy un experto en el uso de ellas, pero no veo el sentido de su uso ahí.



    El cuento me gustó mucho. A grandes rasgos señalaría que el principio, la descripción del personaje, su carácter y forma de vida, me parecen algo difusa. El principio de un cuento, o novela, debería de ser, sólo es mi opinión, de fácil comprensión y atrayente, cautivador. Debe de animarme a seguir hasta conectar con la trama y los personajes. El hacerlo de otra forma, con palabras y frases que me obliguen a pararme a pensar, no me ayuda a seguir leyendo.

    Durante el desarrollo describes y analizas con lujo de detalles, sobre todo, los pensamientos y acciones de José María. Me gustó, a veces a rabiar, por eso el desenlace precipitado me dejó con ese mal sabor de boca.

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  2. Un cuento extenso, denso, muy bien llevado durante la narración, casi con meticulosa pasión matemática para ir agregando datos que conforman la historia, dosificados para no recargar el clima. Un retrato perfecto de este José María y sus historias, el estigma del pasado familiar y el estigma de su situación actual que van interactuando hasta el final, un final que podría decirse esperado, pero no obvio.

    Acertada la inclusión de la hermana y la prima en el relato, ya que sus presencias abren los conflictos y dan un cierto respiro. La mayor viene a cuestionarle su inmanencia actual, la menor –nada más que con su silencio- el hecho de que la hayan echado de la familia cuando era niña, y ahora ya es demasiado tarde. Y José María, último descendiente, único culpable.

    Dentro de las descripciones, se va colando la influencia familiar y el desacomodo de José ante tanta presencia del pasado. En algún momento debería producirse el brote, sucede al final, y todo nos cierra, lo reconocemos como posible..

    Una pintura cuidadosamente realista, puntillosa. Y creíble.

    De los que leí, me parece el cuento más logrado de Marta Iris, el más trabajado y corregido y prolijo, con un despliegue de imágenes muy acertadas, y también el más denso.



    Ese atardecer angustiado de domingo, coma a José Maria



    idea medulosa. Siempre lo supo, pero era incapaz de resistirse a esa glotonería culturosa

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  3. Una magnífica historia bien narrada que captura el interés del lector hasta el final. Lo que más me ha impresionado ha sido la capacidad de meterse en la mente del bibliotecario, en sus miedos, en su infierno interior, es su no existencia... El momento que encuentro culminante es cuando ante la evidencia del problema, en vez de enfrentarse, huye al jardín... !sin palabras!

    Bueno, voy a intentar aportar algún comentario para mejorarlo.

    El principio es confuso. Para empezar ¿por qué “ese” en “Ese angustiado atardecer de domingo”?, al parecer todos eran iguales salvo que la intención fuera hacer un flash-back (¿se escribe así?) por lo que dice a continuación “Los restos de una identidad heredada se estrellaron contra el piso y ni lo salpicaron.“ Pero falta una introducción que nos diga se ha acabado el flash-back (o como se escriba) y empieza la historia por el principio. El segundo párrafo parece como añadido para explicarlo pero es demasiado rápido y cuando empieza el tercer párrafo ya estamos desorientados del todo ¿en qué momento estamos?

    Además aúna la relación comida-cultura de una manera que desentona con el ritmo de la historia y sin continuación posterior por lo que me cuestiono si vale la pena mantener ese binomio en la historia.

    A partir del tercer párrafo es cuando la historia me engancha sin remisión. Ya has encontrado el tono y todo transcurre como en una película, una escena tras otra.

    Creo que el sueño oculto del ente femenino aparece algo forzado. Sólo lo sabemos porque Víctor lo dice, no hay ninguna indicación por parte del protagonista, cuya mente estamos conociendo tan minuciosamente, sino que parece una excusa para su enfado y cambio de actitud hacia su amado.

    Más adelante la presentación de Mª José me resulta poco trabajada.
    "María José Arteche, hija del mismo padre que Víctor, pero de un matrimonio muy anterior, se parecía por los gustos, por la edad, y hasta por el nombre, al profesor de literatura. Hicieron amistad, él la invitó a la casa y dispuso su antigua habitación"
    ¿Qué relevancia tiene que fuera hermanastra en vez de hermana o que se pareciera a José María? Todo ello me hacía pensar que la historia apuntaba hacia otros derroteros… y otra cosa ¿por qué dos nombres tan iguales para dos personas que, por su manera de moverse en la historia, son tan distintas? Disculpa, estoy de un preguntón…

    Al principio del segundo capítulo (otra pregunta más ¿por qué la división por capítulos?)

    "Fue la frecuencia de las faltas de Víctor lo que alertó a María José. El muchacho se excusaba aunque nadie lo requiera." (sería requiriera ¿no?

    Cuando hablas de faltas realmente no sabemos a qué se refiere si a que deja de ir por casa o a qué. Más adelante lo llamas fechorías y nos dices que la hermana ha pasado por alguna vivencia personal similar por lo que sigo sin saber a qué se refiere. Lo averiguamos en el siguiente párrafo donde nos preguntamos ¿por qué experiencias había pasado la hermana? ¿la habrían robado? ¿habrían abusado de su generosidad?¿la habrían traicionado?


    Debo decirte que me sorprendió éste final, más bien a quien veía muerta es a la hermana por metomentodo pero coincido con los que te han apuntado que estaría mejor alargarlo un poco.

    Bueno, lo dejo ya. Sólo deseaba aportar mi granito de arena a esta historia que sin duda promete algún galardón.

    ¡Enhorabuena Marta Iris!

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