lunes, 1 de septiembre de 2008

Mira, este es Louis

Carlos


      Andaba buceando en las tripas de un Renault cuando el teléfono móvil comenzó a sonar en el bolsillo derecho del mono. Al principio discretito, luego una horterada sinfónica. Sonrió, con su cara tiznada, pensando que por fin la buena Olguita había capitulado y le llamaba para concertar una cita. Se limpió, como pudo, parte de la grasa de las manos con un trapo y contestó.
      —¿Luis? —dijo ella sin ser Olga.
      —Sí —dudó él.
      —Puede que no te acuerdes ya de mí. Soy Judy.
      —¡Hosti, Judy! —se asombró él, con cierta reserva— Hace casi tres años que no sabía de ti. ¿Dónde estás?
      —De vacaciones por España otra vez. Menos mal que no has cambiado de celular. No te habría sabido encontrar si lo haces.
      —¿Cómo es que no me has llamado en todo este tiempo? —preguntó por preguntar.
      —Ya puedes imaginar. He estado ocupada.
      —¿Y vas a estar mucho tiempo aquí? —preguntó Luis, con la esperanza de escuchar no.
      —No. Quiero conocer Barcelona. La otra vez quedó pendiente. Pasado mañana me voy.
      Luis respiró tranquilo. La norteamericana estaba en Madrid aparentemente, pero no tenía especiales ganas de verle. Así que podía seguir dedicando la semana al acoso y derribo de Olga, que eso sí que era material flamante.
      —¿Qué te parece si nos vemos esta tarde, Luis? —amenazó Judy.
      —Qué pena, esta tarde no puedo. Si lo hubiera sabido antes....
      —Te traigo algo que quiero que veas —insistió la yanqui.
      En realidad aquella cita no tenía interés, porque Judy era ya una mujer conquistada y olvidada. Y sabido es que, de estos lances amorosos lo único excitante es desde que ella dice me llamo Pepi, hasta que dice te quiero mucho. De todos modos la chica estaba bastante potable, si no le traicionaba la memoria: una falsa flaca, dorada y tetuda, de esas a las que se ven los pechos incluso si van de espaldas. Y traía un regalito; lo mismo una gorra de los Chicago Bulls, o unos pantalones blancos de escalada, de los que se usaban en los tiempos radiantes del Yosemite. Le fastidiaba ser un tipo con estos momentos de debilidad, pero peor habría sido salir maricón, así que dijo sí. Ella sugirió una cita, que ya tendría pensada de antemano, y él volvió al carburador, que era lo suyo en aquellos momentos.
      Hacía mucho calor a las cuatro de la tarde en la Plaza de España. A ningún madrileño se le habría ocurrido una tal temeridad. Los gorriones cruzaban de una sombra a otra haciendo zigzag, con el pico abierto, y no había allí más que unos cuantos turistas, de esos nórdicos refractarios, para los que el sol no es una flama criminal, sino una novedad de fábula.
      —Te presento a tu hijo —dijo Judy. Y Luis sintió que el estómago se le iba de vacaciones.
      —No me gastes bromas como ésa, que soy muy miedoso.
      Allí estaba Judy, tan bonita como hace tres años, tan sobrenaturalmente rubia al sol más inclemente, con un vestido rosa que Luisito quisiera llenar de manos, pero esta vez, ay, con un elemento extraño a su lado, un personaje cuya estatura comenzaba por cero coma, de pelo blanquecino y ojos grises. ¡Y con una trencita atrás! ¡Como él!
      —Es cierto. Es hijo tuyo —remató la yanqui.
      —Mira, muñecácana, no me vengas con milongas que se me suelta el vientre echando leches.
      —Puedes pensar lo que quieras —concedió Judy, intentando traducir a duras penas aquello.
      —Este niño no puede ser mío. ¡Es sajón!
      —No seas ingenuo —dijo la yanqui— no lo traigo para que te quedes con él; no voy a pedirte una pensión, es hijo mío en exclusiva. Simplemente me pareció correcto que os conocierais.
      —¿Pero cuándo ha nacido esto? —preguntó espantado.
      —Hace dos años. Veintiséis meses, para ser exactos.
      —Tú tomabas la píldora.
      —Pero la primera noche no pude hacerlo. Recuerda. Y, cuando llegué al hotel, eran ya las doce de la mañana siguiente.
      —¿Y por qué no dijiste nada antes?
      —Sabía que lo interpretarías mal. Y que dudarías —acertó ella.
      Luis sacó del bolsillo trasero un abanico verde oliva, con un semicírculo negro y comenzó a abanicarse compulsivamente. Judy contemplaba medio divertida su cara de niño sobrepasado por las circunstancias. Aquel tipo, evidentemente, nunca ejercería de padre, era un irresponsable. De todos los modos seguía siendo un hombre atractivo. Le gustaba la idea de que el crío se pareciera un poco a él, cuando fuera mayor. Alto, flaco, de ojos vivos, con un pendiente de oro en la oreja, el pelo muy corto y una trenza delgaducha colgando por detrás unos veinte centímetros, como si fuera un húsar. Y ahora el abanico.
      —Decididamente eres un mecánico singular —dijo, y pareciera que con aquel cumplido le perdonaba tanta zozobra.
      —No sé qué pensar, —confesó Luis— todo es tan... repentino.
      —No te preocupes, Luisito, pasado mañana habremos desaparecido de tu vida. Te lo juro. Sólo quiero pedirte dos favores. El primero es que sujetes al niño en brazos mientras os hago una foto —fuchí, fuchí, ni tiempo le dio a atusarse un poco—. Y el segundo, que te quedes con él esta tarde. Traigo contratado desde casa un concierto de Turina.
      —¿Quién es Turina? —trató de informarse él.
      —Tan ignorantito como siempre —respondió Judy, tan sabihonda, tan intelectual, tan capaz de aprender un español perfecto en un año, tan sobrada. Y a Luisito le jodió lo indecible el diminutivo.
      Mira que comprar en Carolina del Norte una entrada para un concierto que se celebrará en Madrid. Hay que joderse con la nena. ¿Y el Turina? ¿Pero no se llamaba Turina, de apellido, el Curro de Navajita Plateá? Estaba por jurar que sí. Ella preparaba al niño para el traspaso de poderes, le estaba dando agua y poniendo una gorra a toda prisa, y Luis pensaba cómo coño se iba a quedar con un niño de dos años, si él sólo había visto los niños en la televisión. Tanta rabia le estaba dando la situación, que le entraban ganas de asesinarla, aunque tuviera que leer mañana en la comisaría la prensa diaria: «Mata a su ex amante golpeándola repetidamente con un niño».
      —A las nueve me lo devuelves, aquí mismo —dijo ella tirándole un besito volante.
      —¡Pero no sé qué hacer con él! ¿Qué autonomía tiene?
      —No te preocupes, lleva pañales. No te va a mojar —procuró tranquilizarlo, ya inquieta.
      —¿Cómo se llama? —preguntó Luis.
      —Louis.
      —Vaya ¡Qué casualidad! ¿Y cómo voy a entenderme con él? ¡Yo no sé inglés!
      —Él tampoco —dijo Judy, parando un taxi.
      —Que sepas —gritó Luis, apuntando con el dedo, mientras la moza se metía en el taxi— que sé quién es Turina (ella le miró sonriente desde el otro lado de la ventanilla). Pero no me da la gana decírtelo.
      Había terminado la frase bajando el tono, porque después de todo el taxi ya había arrancado. Vio cómo se alejaba hacia la cuesta de San Vicente y giraba a la derecha para tomar Ferraz. Miró a su alrededor y todo eran pájaros asmáticos. Miró hacia abajo y había un niño contemplándole desde debajo de una gorra de barras y estrellas, como esperando una orden.
      —Qué raro que no llores —le dijo— Me parece que tu madre es un pendón que ya te tiene acostumbrado a estas huidas.
      Así que comenzó a caminar con el niño de la mano, como un extraño. Zumbaban dentro de su cráneo un par de ideas, a cual más desagradable y su cabreo iba en aumento a medida que subían por la Gran Vía hacia Callao. El crío, contra lo que había temido en el primer momento, no se había soltado de su mano, ni se había puesto a berrear como un poseso. Simplemente se dejaba llevar, suavecito. El contacto con aquella mano pequeña era algo insólito en su vida. Sentía los dedos menudos moverse dentro de su mano, a veces apretándole sus propios dedos, a veces —desinteresados— tratando de soltarse. De rato en rato el chico le miraba; de momento su cara no indicaba preocupación. Pero comenzó a temer que el crío se viera invadido por un ataque de nervios, al ver que su madre tardaba; de modo que le empezó a poner caras raras. Le guiñaba un ojo, le sacaba la lengua, se ponía bizco, torcía la boca, parpadeaba como una ametralladora, y otras cosas. Por fortuna, el yanqui no parecía anunciar tormenta, todo lo más renqueaba algún ratito por aquella subida interminable, y dedicaba su mano libre a repasar todos los escaparates de la acera de los impares, por lo cual aquella mano regordeta parecía ya de otra persona al llegar a Callao.
      «Esta me quiere endiñar al nene», pensó en voz tan alta que Louis levantó al mismo tiempo los ojos y la visera para mirarle. Encontraba dantesca la estampa de él mismo agarrado de la mano del norteamericano; trató de imaginar qué haría, qué diría, si se topase con alguna de sus conquistas en actitud tan comprometida, paseando a un nene que difícilmente podría ser su hermanito, haciendo proselitismo del imperio con ¡aquella gorra! ¿Y qué pasaría si le descubría algún compañero del sindicato?
      El niño le miró como un mochuelo cuando notó que le levantaban la gorrita. Luis le sonrió como si fuera San Francisco de Asís. «¡Qué calor!» le dijo, llevándose la mano a la frente, para que el extranjero comprendiera. Luego acarició su cabezón rubio y, como el nene seguía mirándole en silencio, le compró un enorme martillo de caramelo a modo de desagravio. Empezaba el muchacho a meterle mano al martillo cuando Luis mandó de vuelta hacia Plaza de España la gorrita de la discordia, facturada en la cabeza de otra criatura. En seguida volvió a mirar con satisfacción los morros pegajosos del infantito. «Bien, compañero», le dijo, «si eres bueno luego te compro la hoz».
      A la altura de la Red de San Luis el niño se paró, cortándole el paso, y le dijo algo ininteligible, con los brazos alargados hacia él, como si quisiera abrazarle. «¿Te vas?» preguntó Luis. Y el niño se impacientó un poco y bosquejó una mueca de dolor, o de pena. Luego su cara se arrugó como una ciruela pasa, cambió de color, achinó los ojos hasta hacerlos desaparecer en una de sus muchas arrugas y comenzó a emitir un infrasonido que, con el paso de los segundos, fue engordando hasta convertirse en una especie de sirena aguda y espeluznante. Para entonces Luis lo había despegado del suelo y se lo había puesto junto al cuello de la camisa, mientras miraba avergonzado cómo los peatones se paraban a mirarle, y cómo su propia voz resonaba en la Gran Vía, asombrosamente cursi: «No llores, pajarito. No llores, enanácano».
      En Cibeles —aquella excursión parecía durar toda la vida— el crío llevaba largo rato dormido sobre su hombro, y un engrudo de mocos y caramelo unía a ambos. Los brazos empezaban a doler, de sujetar a aquel tiparraco y el estómago de Luis había sufrido un nuevo sobresalto al reparar en la oreja derecha del nene. Tenía dos pequeños hoyitos, como producidos por una grapa; nada extraordinario, si no fuera porque su padre también los tenía en el mismo sitio de la misma oreja. Este hallazgo le había llenado de estupor. Era preferible cuando estaba seguro de que todo era un montaje, o una broma, de Judy. Ahora la cosa adquiría tintes verdaderamente inquietantes. No obstante, tampoco había motivos definitivos para la alarma: las casualidades —pensó— también existen. Inspeccionó, como pudo, las pantorrillas, los brazos, el cuello, los posibles chichones del niño durmiente, sin encontrar nuevas evidencias reconocibles, y así alcanzó, en pleno trajín policiaco, la puerta del Retiro.
      El niño despertó mientras Luis tomaba una jarra de cerveza helada en una terraza bajo los plátanos. Abrió sus ojos grises, habitantes de una cara minúscula y relajada, y pronunció su primera palabra: «UATA». Anda, jódelo.
      —¿Qué va a pasar, tío? —respondió Luis— ¡Que hace un calor tremendo!
      Defendía resueltamente Luis su jarra del acoso de las manitas guarrindongas del nene, cuando el camarero se acercó a la mesa de nuevo.
—¿Quieres un vaso de agua para el niño?
      Así que era eso, qué torpe. El yanqui tomó su vaso como un talismán y lo vació en unos segundos. Cuando lo dejó sobre la mesa, su camiseta había oscurecido. «¡Coño, este niño se sale!», pensó Luis, levantándolo en vilo. Apuró la cerveza, pagó, tomó al niño de la mano y lo sentó sobre la hierba. Luego le quitó la camiseta y la extendió al sol para que se secase.
      Tenía el chaval un cuerpito blancucho, hecho a escala 1:2,1, que parecía más frágil sin la camiseta. La cabeza algo grande, los brazos un poco pequeños, los hombros graciosos, y la trencita platino cayendo sobre su nuca. Estuvo un rato sentado, mirándose las costillas y apartándose las hormigas de los pantalones. Canturreaba en swahili una canción desconocida y, según iba tomando confianza, lo hacía cada vez más alto, poniendo una voz gritona, como de gitanillo que acompaña al guitarrista delante de la fogata. Luego se levantó —no hay bien que dure cien años— y se puso a correr en pequeños círculos, mirándose los pies, siempre cantando. Iba describiendo círculos concéntricos, cada vez más amplios, más espaciados, hasta que perdió la órbita y se entretuvo un rato por ahí, observando a los vecinos de pradera. Luis aprovechó para tumbarse un rato, a llenar los pulmones de parque y mirar las hojas de los castaños, los huecos inquietos por donde se cuela el cielo. Cuando volvió el niño, traía una amiga, un conocimiento, quién sabe, con una minifalda indecorosa, de la que colgaban unas patitas regordetas y un pañal sucio de sentarse en el suelo.
      —Hola. ¿Cómo te llamas? —preguntó la mamá, que venía siguiéndola.
      Louis no contestó. Es como si se hiciera el sordo. Cogía a la niña de los hombros y se acercaba a ella tanto que parecía que iban a bailar.
      —¿No sabes cuál es tu nombre? —volvió a preguntarle la madre. Y Luis se incorporó un poco, con la espalda llena de pajas, para mirarla. Así, en cuclillas, sus piernas parecían interesantes.
      Entonces el crío dijo algo; una, dos, cuatro, puede que seis palabras. O tal vez fueran las mismas repetidas. El caso es que la mamá dio un pequeño respingo y lo miró con mucha curiosidad.
      —¡Eso es inglés! ¡Habla inglés! ¿Cuántos años tiene?
      —Dos —dijo Luis.
      —¿Parece que asimila lo que le enseñan en la guardería, no?
      —Pone mucha atención, desde luego —respondió Luis, repasando aquellas piernas.
      —¿Y sabe muchas palabras en inglés? —insistió ella en su interrogatorio.
      —Pues, para qué te voy a mentir: no lo sé. A mí, esto de los idiomas...
      El nene no perdía el tiempo. Había abrazado a la fresca de la niña, como un galán de cine, y la estaba besando en la boca, el muy jodío. Luis se quedó asombrado mirándolo, luego pensó que debía intervenir.
      —Louis ¿estás loco? Deja tranquila a la niña.
      —Es lo que ven en la televisión. Ahora los niños saben latín —dijo de nuevo la mamá. Y, como ella no parecía sentirse ofendida por el arrebato amatorio del niño, Luis no insistió en separarlos. Más bien repasó con la mirada a la madre, y supuso que no vendría mal una chilindrina.
      —Podríamos jugar a lo que hacen los hijos, hacen los padres —dijo.
      —Al papá se le entiende mejor que al hijo —repuso ella con un tono neutro.
      Y pues se fueron ya la madre y la hija, a sus menesteres. Los dos luises se quedaron sentados en el suelo, viendo cómo se alejaban, y cómo la madre se volvía al poquito para decirle algo a la niña, y ambas saludaban con la manita, desde lejos. Luis levantó la mano y movió los dedos, como acariciando un adiós esperanzado, en un piano imaginario. La pradera entonces se quedó más sola que antes, si no fuera porque el rorro trataba de sacarle las gafas del bolsillo de la camisa, y le estaba pisando las piernas, y con su cabezón le empujaba la cara hacia atrás, intentando tumbarlo en la hierba. Mientras, le agarraba las orejas con la fuerza de sus manitas gordinflonas, para recuperar las gafas. Luis veía sus ojos grises junto a los suyos, como los de un lobo báltico dispuesto a devorarle de mentiras, y oía sus esfuerzos pequeñitos para derribarle, su risa bravucona de niño bruto. Peleaban trabajosamente en un idioma que no existe, hecho de gruñidos y risas, y el americano le plantaba en la cara tan pronto las rodillas, como la cabeza, como una manita húmeda que no le dejaba abrir un ojo. Luis lo apartaba una y otra vez, empujándolo suavecito con la cabeza, como un toro bueno, haciendo que el niño caiga una y otra vez, muerto de risa y ganas de revancha; para rendirse por fin a la evidencia de que al chico no le abandonan las fuerzas, y dejarse entonces morder las orejas, la cabeza; y dejarse llenar los pómulos de babas y de risas; entregar las gafas a cambio de conservar íntegra la trenza —por lo demás bastante maltrecha— y a cambio de un beso inesperado.
      —Pelotillero, que eres un pelotillero.
      Entonces, así por mucho rato, jugando con el crío sobre la pradera. Llegando a pensar que después de todo ha estado bien la tarde. Esta tarde que se acaba con un color dorado sobre los castaños. Pensar en ponerle la camiseta al niño y levantar el campamento. Pensar en tomar un taxi, encontrarse en la Plaza de España con Judy y devolverle por fin el niño mocoso. Darles un par de besos, y a otra cosa, mariposa.
      Aunque tal vez sería bueno no cortar para siempre, mejor dejar una puerta abierta; por qué no encontrar la forma de enterarse de la dirección de Judy, allá en Carolina del Norte, sin que diera la impresión de que se ha creído lo del niño, sin ningún compromiso; sólo por si alguna vez —ya sabe— se le ocurre conocer Nueva York y —como está cerquita— decide pasar a verla, invitarle a una copa. En fin, puede que sea una tontería. ¿A ti qué te parece?

5 comentarios:

  1. Un cuento entretenido y bien redactado donde lo más remarcable es el cambio que se produce en el protagonista con respecto del niño. Todo sucede poco a poco y de una manera creíble.

    No te puedo criticar nada. Sólo, si acaso, prescindiría de : que era lo suyo en aquellos momentos.

    Un abrazo,
    Montse Villares

    ResponderEliminar
  2. Buen, Carlos. Es el mito del reconocimiento. Me gusta todo pero en especial, cómo evoluciona el personaje del padre. De la negación de ese gringuito que parece una trampa para agarrarlo , al hecho de que la madre no pida nada, sólo una foto y que quede un rato con él.
    En nada se parecen y el idioma los aisla pero hay una seña en la oreja, como la de Odiseo u otro héroe griego. Allí empieza la duda.
    La relación va pasando por una evolución del padre, con ese niño tan poco convincente. que acepta sin quilombos quedar con un caulquiera.
    La situaciones son naturales, los diálogos , también. El final no es previsible pero sí natural. No hay un cierre definitivo pero quedan puertas abiertas para el lector.
    Algunas palabras y lugares me despistan. El personaje de ella está desdibujado, tal vez, a propósito porque la figura relevante es él y su relación con el niño, casi natual.
    No es el tema lo original sino el tratamiento y el hecho de que los personajes sean de lugares tan distantes, de culturas tan diferentes.
    Estos Don Juanes terminan siempre iguales.

    ResponderEliminar
  3. Carlos, otra vez caigo en los adjetivos de siempre: simpático, tu cuento me ha parecido simpático, llevadero, impecable gramaticalmente. Quizá se me hizo largo al promediar la narración, pero es ese mismo humor que emana de tus historias lo qu e me puede, lo que me va llevando hasta el final. El final está bien, termina como uno sospecha que terminará, aunque no de un modo definido. Lo que quiero destacar es que supiste detener la historia en el momento justo, en la vacilación, en la meditación tímida del mecánico. “Puede que sea una tontería”, con lo cual nos está diciendo que no es para nada una tontería, que se lo está pensando en serio.
    En la mayoría de tus cuentos se advierte una misma voz narrativa (aún cuando es una mujer la que habla, como en el aporte anterior al taller), el mismo humor, y a veces me pregunto si, en un libro antológico, estas historias no se verán acaso como piezas coherentes en su conjunto pero monótonas, partes muy similares entre sí, de un todo que, en una de esas, no llega a ser más que la suma de las p artes. Hay excepciones, por supuesto. De los últimos cuentos tuyos que leí, no puedo olvidar el del francotirador (o los francotiradores), con la escena aquella del niño y su madre que caen en la calle. La tensión y el dramatismo, la inminencia de lo fatal, la fatalidad, todo eso hace que la historia sea realmente memorable. Alguna vez me dijiste que querías verme en otros registros. Eso mismo te reclamo yo, desde mi lugar de lector, a pesar de que, como ya se sabe, uno escribe lo que puede.

    Un abrazo,
    Dani

    ResponderEliminar
  4. También yo estoy atrasado y sigo paseando por el mes pasado, pero ya me quedan menos.

    Otro cuento redondo. Una historia simplota, que se valoriza en el aspecto narrativo, en el balance de los tiempos, en las irónicas descripciones y en la personalidad de los personajes, bien conformados como sabe hacer Carlos, con esa frescura que le otorga tanta cercanía y nos convierte en voyeurs que espían las charlas y los hechos.

    La situación bordea el absurdo, pero es totalmente creíble, humana, conmovedora, como suele pasar con algunas escenas de Almodovar.

    Un mecánico distraido, la aparición insólita de una ex amante a la que hace años no ve, de la que ya se había casi olvidado, y finalmente la más insólita aparición de un hijo, desconocido, que la mujer le trae a la rastra, y encima se lo endilga porque ella tiene algo que hacer y quiere que él lo cuide.

    Todo así de rápido, de absurdo, de ilógico, y de fresco.

    A las nueve me lo devuelves, aquí en este mismo lugar.

    Y la mujer se va a un recital, y los deja solos al Louis y al Luis, al hijo y al padre. Uno que no sale del asombro, el chaval mudo, que se adapta al padre desconocido. Y la intriga que ronda y que por suerte Carlos no resuelve, el hecho de saber si realmente es o no su hijo, la cuestión queda flotando, y queda remarcada por esa inquietud de Luis –quien no se ha creído del todo que el crio sea realmente su hijo- para tratar de dejar una puerta abierta, la posibilidad de un nuevo encuentro del otro lado del mundo.

    El cuento es un acumular de situaciones y frases que bordean el límite y trastabillan por el absurdo. Muy simpático. Da gusto de leer.







    Luis mandó de vuelta hacia Plaza de España la gorrita de la discordia, facturada en la cabeza de otra criatura

    No entiendo qué quiere decir esta frase.



    Me suena un poco descolgado el a ti qué te parece del final. Todo el relato viene en tercera persona, casi una primera mentirosa como diría Dani, y la última frase lo da vuelta y pasa a segunda. Me pregunto ¿por qué?, yo lo quitaría, siento que distrae.

    ResponderEliminar
  5. También yo estoy atrasado y sigo paseando por el mes pasado, pero ya me quedan menos.

    Otro cuento redondo. Una historia simplota, que se valoriza en el aspecto narrativo, en el balance de los tiempos, en las irónicas descripciones y en la personalidad de los personajes, bien conformados como sabe hacer Carlos, con esa frescura que le otorga tanta cercanía y nos convierte en voyeurs que espían las charlas y los hechos.

    La situación bordea el absurdo, pero es totalmente creíble, humana, conmovedora, como suele pasar con algunas escenas de Almodovar.

    Un mecánico distraido, la aparición insólita de una ex amante a la que hace años no ve, de la que ya se había casi olvidado, y finalmente la más insólita aparición de un hijo, desconocido, que la mujer le trae a la rastra, y encima se lo endilga porque ella tiene algo que hacer y quiere que él lo cuide.

    Todo así de rápido, de absurdo, de ilógico, y de fresco.

    A las nueve me lo devuelves, aquí en este mismo lugar.

    Y la mujer se va a un recital, y los deja solos al Louis y al Luis, al hijo y al padre. Uno que no sale del asombro, el chaval mudo, que se adapta al padre desconocido. Y la intriga que ronda y que por suerte Carlos no resuelve, el hecho de saber si realmente es o no su hijo, la cuestión queda flotando, y queda remarcada por esa inquietud de Luis –quien no se ha creído del todo que el crio sea realmente su hijo- para tratar de dejar una puerta abierta, la posibilidad de un nuevo encuentro del otro lado del mundo.

    El cuento es un acumular de situaciones y frases que bordean el límite y trastabillan por el absurdo. Muy simpático. Da gusto de leer.







    Luis mandó de vuelta hacia Plaza de España la gorrita de la discordia, facturada en la cabeza de otra criatura

    No entiendo qué quiere decir esta frase.



    Me suena un poco descolgado el a ti qué te parece del final. Todo el relato viene en tercera persona, casi una primera mentirosa como diría Dani, y la última frase lo da vuelta y pasa a segunda. Me pregunto ¿por qué?, yo lo quitaría, siento que distrae.

    ResponderEliminar

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.