sábado, 20 de septiembre de 2008

Revelación post mortem

María Ester Fernández Apud

      Cuando la abuela llegó a Reconquista después de la muerte del abuelo, luego de los consabidos llantos y lamentos, me sacó aparte para que nadie la oyera y me dijo, con tono de desilusión, que después de haber vivido 60 años con el mismo hombre, jamás había pensado que tendría secretos tan terribles, que tenía una doble identidad.
      Otro ataque de lágrimas se desparramó en catarata y agregó: No sabés, nena, lo que me enteré en el velorio, toda una vida ocultándomelo. No tenía derecho.
      Me imaginé lo peor, alguna amante había caído a la sala y se habría tirado dándole besos al finado en presencia de su esposa e hijos, pero me pareció ridículo .Mi abuelo Juan era un hombre transparente. Había sido durante años director de escuela en La Pampa y sus alumnos tenía veneración por él, hasta lo homenajearon cuando cumplió los ochenta, poniéndole su nombre a una calle: Juan Mariano Fernández Villanueva. Había asistido todo el pueblo para agasajarlo porque era un referente moral. ¿Cómo podía tener ese tipo de doble vida?
      Se me ocurrió algún hijo ilegítimo pero lo descarté en seguida.
      Entre mocos mi abuela no podía seguir y la expectativa agrandaba la posible tragedia. Tantos años durmiendo juntos, nena, éramos como hermanos, creí que no me ocultaba nada.
      La abuela Ester era algo exagerada como buena hija de andaluces, pero a esa altura del partido, todo me hacía presumir que se trataba de algo gravísimo.
      Se habían conocido cuando ella tenía 17 años , cuando su madre la mandó a hablar con el maestro que le pegaba a su hermano menor. Obedeció, se puso los mejores trajes y se enamoró del docente que le llevaba diez años. Al poco tiempo se casaron y tuvieron nueve hijos. A pesar de su pobreza, la vieja, mantenía una postura aristocrática y renegaba de que papá fuera peronista. Decía que los cabecitas negras habían arruinado Buenos Aires, que había sido en un tiempo la Francia argentina, lavándose las patas en la Plaza de Mayo. No había argumento de mi progenitor que la hiciera recular. Pobre y agrandada, decíamos sus nietos.
      Sus ascendientes españoles habían sido primero dueños de campos con esclavos en Brasil, después de un accidente del padre vinieron a morirse de hambre a Buenos Aires, donde sobrevivieron como zapateros y sombrereros. Su viejo había sido el inventor de la famosa máquina Paulina para coser zapatos.
      El abuelo, también pobre como todo maestro, tenía una familia de prosapia, sus antepasados vascos lecheros y gallegos, habían peleado durante las guerras civiles en los ejércitos argentinos. En su casa podía faltar la comida, pero nunca los libros. Era yo su nieta preferida. Gocé durante mi infancia de sus increíbles cuentos de terror.
      No estaba preparada para que me desmitificara al abuelo en medio del dolor.
      Aguanté un rato el berrinche hasta que le dije que se despachara. Entonces entre sollozos me contó que ni bien empezó el ritual fúnebre apareció una corona espectacular y un montón de hombres y mujeres que la saludaban con deferencia. Ella no entendía un carajo (así hablaba mi abuela). Se pusieron a hacer una guardia de honor mientras los presentes le preguntaban quiénes eran. Como era miope y lloraba, se había sacado los anteojos y no podía leer la inscripción dorada de la corona. Sus hijos estaban tan asombrados como ella. Un hombre de traje negro sacó un papel y empezó el discurso en el que decía que el abuelo había sido su camarada de toda la vida, un ejemplo de honestidad para el partido al que asistía semanalmente. La abuela empezó a recordar que los domingos, cuando ella iba a la escuela espiritista, su marido que era un ateo, se vestía para salir. Con la confianza que le tenía nunca le preguntó adónde iba.
      La arenga de estos extraños seguía con una narración pormenorizada de todo lo bueno que había hecho el abuelo desinteresadamente.
      Entonces, presa de la curiosidad, se puso los anteojos y a qué no sabés lo que decía, nena. Si no me lo decís, no lo voy a adivinar. Como quien descubre una maldición me dijo que la banda lila rezaba: Al camarada Juan Fernández Villanueva, Partido Socialista. Y volvió a enchufar el llanto de una mujer traicionada.
      A mí me dio un ataque de risa que ella no comprendió. Había que tener bolas para ser de ese partido en aquel país nuestro. El amor por mi abuelo se agigantó y lo reconocí ideológicamente, más allá de los genes. Una mirada hacia atrás, me hizo comprender muchas de sus acciones que a otros les parecían ridículas.
      Su afiliación al socialismo hizo que los sintiera más mi abuelo que nunca. La dejé a Ester llorando y le ofrecí una copa de tinto que solía calmarle todos los problemas.

4 comentarios:

  1. Querida Marister,



    como te has aplicado con tanto cariño a comentar mi texto, me atrevo a que seas la primer escritora a la que hago un comentario en mi vida.

    He leído tu “Revelación post mortem” y la encontré fluida y sin fisuras. Se hace clara y se deja leer.

    Como sé que la escribiste a correvuela, puse en rojo uno o dos errores que se te han pasado por alto. No sé por qué la cursiva la has puesto en negrita, pero si tu intención es resaltarla, entonces se te pasó resaltar la primer frase que aparece en cursiva.

    No obstante, hay una frase que no sé si pertenecería a las mismas cursivas anteriores. Una cosa es la necesidad de cursiva siguiente:

    “Entonces, presa de la curiosidad, se puso los anteojos y a qué no sabés lo que decía, nena.”

    Y otra:

    “Como quien descubre una maldición me dijo que la banda lila rezaba: Al camarada Juan Fernández Villanueva, Partido Socialista.”

    Si no estoy en lo cierto, me gustaría saber por qué. Como verás esto más que un comentario es una consulta.



    Frases que me pregunto:

    “…sus alumnos tenían veneración por él”

    Me pregunto si la veneración se tiene o se siente o si perfectamente puede tenerse por sentirla.



    “¿Cómo podía tener ese tipo de doble vida?”

    Me pregunto si el abuelo podría tener entonces otro tipo de doble vida.

    Maravillosa frase que retoma ritmo y tono: “Y volvió a enchufar el llanto de una mujer traicionada.”

    Un abrazo,

    Myriam

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  2. Maester, me alegra que hayas mandado un cuento. La narración, cuidada, fluye de forma natural, espontánea, lo cual es meritorio, ya que (vale aclararlo) para que así resulte hay que trabajar lo mimo que cuando se escribe algo barroco. Buen manejo del suspenso. El secreto se revela en el momento justo, cuando el lector empieza a impacientarse. Igual no se espera la Gran Revelación, la misma narradora dice que ella había supuesto que se trataba de algo terrible pero que, al final, no era para tanto. Entonces, el lector va leyendo sin tanta expectativa, aunque deseoso de todos modos por saber con qué va a salir la vieja.

    Observaciones:
    …jamás había pensado que tendría secretos tan terribles, que tenía una doble identidad.
    Otro ataque de lágrimas se desparramó en catarata y agregó: No sabés, nena, lo que me enteré en el velorio, toda una vida ocultándomelo. No tenía derecho.
    La vieja dice: no sabés lo que me enteré en el velorio, cuando lo correcto sería: no sabés de lo que m e enteré en el velorio. Tratándose de un parlamento, es decir, de una línea de diálogo, la omisión de esa “de” le da un aire más coloquial a la cosa.
    Mi abuelo Juan era un hombre transparente. No me convence el adjetivo; mi cabeza, tan proclive a la fantasía, hace que me lo imagine al viejo como un fantasma, aun sabiendo que te referís a la decencia y rectitud del viejo.

    Había sido durante años director de escuela en La Pampa y sus alumnos tenía(n) veneración por él.

    A pesar de su pobreza, la vieja, [quitaría esta coma] mantenía una postura aristocrática…

    Sus antepasados vascos lecheros y gallegos, [quitaría esta coma] habían peleado…

    Entonces entre sollozos me contó que ni bien empezó el ritual fúnebre apareció una corona espectacular y un montón de hombres y mujeres que la saludaban con deferencia. ¿A ella o a la corona?

    La dejé a Ester llorando y le ofrecí una copa de tinto que solía calmarle todos los problemas. La dejó y le ofreció una copa, hay como una contradicción en las acciones. Yo diría algo así: La dejé a Ester llorando y volví con una copa de tinto, que solía calmarle todos los problemas.

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  3. A mí también me alegra mucho ver que Maester presenta un cuento. Es una pena que nos tenga algo abandonados en este aspecto.


    La narradora descubre que su abuelo, recién muerto, era socialista. Se lo confiesa la abuela, de rancio abolengo español, para quien esa adscripción política supone una mancha, un oprobio. Nadie parecía saber nada hasta que se presentaron los camaradas del difunto, en pleno velorio, a rendirle un homenaje.


    La confesión de la abuela va precedida de cierto sentimiento de vergüenza, que produce un cómico suspense. Simpático el cuento de contrastes, donde se encuentran dos concepciones políticas opuestas en su juicio sobre una misma persona.


    Hay unas cuantas frases que van en cursiva, y otras que, además, van en negrita. Ya alguien apuntó, creo que Myriam, que faltaban cursivas, si es que se hacía corresponder ese recurso con las palabras de la abuela. El uso de la negrita en unas frases sí y otras no (me pregunto si marcarán el tono con que se dicen las palabras) también me resulta incompleto. Aunque se pueden escribir las palabras textuales sin ningún resalte sobre el resto del texto, lo cierto es que Maester ha elegido significarlas con la cursiva. No obstante, desconcierta que ese procedimiento se aplique de un modo incompleto, siguiendo un criterio que no descubro.


    Hay un plural que no me gusta: cuando nos narra el primer encuentro de su abuela y su abuelo, la narradora nos dice que ella se puso sus mejores trajes. Bueno, ese día ella se pondría sólo un traje; tal vez habría que hacer referencia, aunque fuera vagamente, a las siguientes citas, para justificar el plural de trajes.


    En la frase «Al poco tiempo se casaron y tuvieron nueve hijos» yo preferiría ver una coma después de la palabra "casaron", para evitar la distracción chusca que a veces al lector le produce una frase equívoca. Es evidente que una cosa es casarse, y otra, más laboriosa, tener nueve hijos.


    Otro tanto ocurre con la frase «sus antepasados vascos lecheros y gallegos». Desde luego, uno puede tener antepasados vascos y antepasados gallegos, como yo tengo antepasados navarros y castellanos, pero la irrupción de la palabra "lecheros" entre unos y otros, sin ninguna coma, aparentemente con el mismo rango, desconcierta al lector, quien opta por suponer que sólo los antepasados vascos de la narradora fueron lecheros, pero se queda con la molesta sensación de haber asistido a un apunte incómodo que, además, era probablemente innecesario para la historia. Yo quitaría, por lo tanto, la palabra "lecheros"; o la metería entre paréntesis, detrás de vascos; o añadiría la profesión de los antepasados gallegos, si es que la profesión fuera importante.


    Y nada más, sólo desear que Maester se anime y nos envíe más cuentos suyos, porque los cuentos de cada uno de nosotros nos enriquecen y amplían nuestros horizontes.

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  4. La primera crítica es que me parece que la primera parte, que es crucial, la cuentas muy rápido.



    Cuando la abuela llegó a Reconquista después de la muerte del abuelo, luego de los consabidos llantos y lamentos, me sacó aparte para que nadie la oyera y me dijo, con tono de desilusión, que después de haber vivido 60 (sesenta) años con el mismo hombre, jamás había pensado que tendría secretos tan terribles, que tenía una doble identidad.
    Otro ataque de lágrimas se desparramó en catarata y agregó: No sabés, nena, lo que me enteré en el velorio, toda una vida ocultándomelo. No tenía derecho.
    Me imaginé lo peor, alguna amante había caído a la sala y se habría tirado dándole besos al finado en presencia de su esposa e hijos, pero me pareció ridículo .Mi abuelo Juan era un hombre transparente. Había sido durante años director de escuela en La Pampa y sus alumnos tenía veneración por él, hasta lo homenajearon cuando cumplió los ochenta, poniéndole su nombre a una calle: Juan Mariano Fernández Villanueva. Había asistido todo el pueblo para agasajarlo porque era un referente moral. ¿Cómo podía tener ese tipo de doble vida?
    Se me ocurrió algún hijo ilegítimo pero lo descarté en seguida.
    Entre mocos coma mi abuela no podía seguir y la expectativa agrandaba la posible tragedia. Tantos años durmiendo juntos, nena, éramos como hermanos, creí que no me ocultaba nada.
    La abuela Ester era algo exagerada como buena hija de andaluces, pero a esa altura del partido, todo me hacía presumir que se trataba de algo gravísimo.
    Se habían conocido cuando ella tenía 17 años , cuando su madre la mandó a hablar con el maestro que le pegaba a su hermano menor. Obedeció, se puso los mejores trajes y se enamoró del docente que le llevaba diez años. Al poco tiempo se casaron y tuvieron nueve hijos. A pesar de su pobreza, la vieja, mantenía una postura aristocrática y renegaba de que papá fuera peronista. Decía que los cabecitas negras habían arruinado Buenos Aires, que había sido en un tiempo la Francia argentina, lavándose las patas en la Plaza de Mayo. No había argumento de mi progenitor que la hiciera recular. Pobre y agrandada, decíamos sus nietos. No entiendo qué es agrandada, ché. ¿Será orgullosa?
    Sus ascendientes españoles habían sido primero dueños de campos con esclavos en Brasil, punto y coma después de un accidente del padre vinieron a morirse de hambre a Buenos Aires, donde sobrevivieron como zapateros y sombrereros. Su viejo había sido el inventor de la famosa máquina Paulina para coser zapatos.
    El abuelo, también pobre como todo maestro, tenía una familia de prosapia, dos puntos sus antepasados vascos lecheros y gallegos, habían peleado durante las guerras civiles en los ejércitos argentinos. En su casa podía faltar la comida, pero nunca los libros. Era yo su nieta preferida. Gocé durante mi infancia de sus increíbles cuentos de terror.
    No estaba preparada para que me desmitificara al abuelo en medio del dolor.
    Aguanté un rato el berrinche hasta que le dije que se despachara. Entonces entre sollozos me contó que ni bien empezó el ritual fúnebre apareció una corona espectacular y un montón de hombres y mujeres que la saludaban con deferencia. Ella no entendía un carajo (así hablaba mi abuela). Se pusieron a hacer una guardia de honor mientras los presentes le preguntaban quiénes eran. Como era miope y lloraba, se había sacado los anteojos y A ver: no se sacó los anteojos porque era miope, así que debería ser: “Era miope, y como lloraba, se había sacado los anteojos “

    no podía leer la inscripción dorada de la corona. Sus hijos estaban tan asombrados como ella. Un hombre de traje negro sacó un papel y empezó el discurso en el que decía que el abuelo había sido su camarada de toda la vida, un ejemplo de honestidad para el partido al que asistía semanalmente. La abuela empezó a recordar que los domingos, cuando ella iba a la escuela espiritista, su marido que era un ateo, se vestía para salir. Con la confianza que le tenía nunca le preguntó adónde iba.
    La arenga de estos extraños seguía con una narración pormenorizada de todo lo bueno que había hecho el abuelo desinteresadamente.
    Entonces, presa de la curiosidad, se puso los anteojos y a qué no sabés lo que decía, nena. Si no me lo decís, no lo voy a adivinar. Como quien descubre una maldición me dijo que la banda lila rezaba: Al camarada Juan Fernández Villanueva, Partido Socialista. Y volvió a enchufar el llanto de una mujer traicionada.
    A mí me dio un ataque de risa que ella no comprendió. Había que tener bolas para ser de ese partido en aquel país nuestro. El amor por mi abuelo se agigantó y lo reconocí ideológicamente, más allá de los genes. Una mirada hacia atrás, me hizo comprender muchas de sus acciones que a otros les parecían ridículas.
    Su afiliación al socialismo hizo que los sintiera más mi abuelo que nunca. La dejé a Ester llorando y le ofrecí una copa de tinto que solía calmarle todos los problemas.

    En esta frase, haría lo siguiente:

    Me imaginé lo peor, dos puntos alguna amante había caído a la sala

    O

    Me imaginé lo peor, alguna amante que había caído a la sala Leer mas...

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