lunes, 1 de diciembre de 2008

Nuevos fantasmas en la casa del río

Norberto Zuretti


Maique me cuenta. Yo escucho. Obnubilado. ¿Te acordás de la casa sobre la que te hablé?, no le digo ni que sí ni que no, la verdad, sé de qué casa me habla pero, ¿cómo decirle, qué explicarle? La compramos. La compraron, ¿dónde queda?, le pregunto. En Victoria, Entre Ríos, me responde y me aclara que ahí nomás por donde hacían piquetes los del campo. A pocas cuadras del río, sobre la barranca, una vista maravillosa, un jardín que es un bosque, y un aljibe en un patio embaldosado. Ya me vas a invitar, le digo, por decir algo no más, por no quedarme callado, a los otros siempre les cae bien un mínimo de consideración. Me mira rara, niega con la cabeza y entonces comienza en realidad Maique a contarme su historia, y empieza por el final, por supuesto, porque me dice que ya se acabó todo, duró muy poco, y se pone seria, muy seria, y me sigue contando. Nos fuimos a pasar un mes de vacaciones, tenía pocos muebles, y muy viejos, pero nos lo tomamos como una salida de campamento. Aunque la verdad, te cuento, me cuenta Maique, se trataba de una aventura. La miro con cara de no entender nada, yo en realidad lo sé, pero la miro así y ella se da cuenta de mi gesto y trata de aclararlo. Esa casa la compramos, me explica, porque tenía fantasmas. No sé si reírme, ella está más seria que antes, opto por no reír, me lo agradece en silencio. Estaba desocupada desde hace cinco años, los últimos residentes fueron un matrimonio con dos hijos adolescentes que no la habitaron ni seis meses. A las pocas semanas de llegar, la mujer se fue de la vivienda, dicen que la internaron en un psiquiátrico por Santa Fé, el marido con sus hijos aguantaron unos tres meses más, y desaparecieron de golpe. Nadie pudo hablar con ellos, pero parece que hubo quienes sintieron gritos las últimas noches antes de la partida. Desde entonces estuvo deshabitada, nadie mostró interés por comprarla o alquilarla. Cuando la descubrimos con Leandro y nos fuimos enterando de las historias que la rodeaban, ese mismo día nos dijimos: la compramos. Una casa así, con fantasmas y todo, imaginate. Me lo imagino, claro, se lo digo. Y así fue, al mes era nuestra. Empezamos a ir los domingos a limpiar y acomodar un poco para pasar las fiestas y todo enero. Llegamos con nuestros bártulos el veinticuatro a la tarde, no había luz, cenamos en el piso, latas de atún, arvejas, un pan medio húmedo y un merlot que, a pesar de su liviandad, te entibiaba el cuerpo. Rodeados de velas, casi sin una palabra, esperábamos a los fantasmas. Habíamos colgado llamadores de ángeles en los distintos ambientes, el corcoveo travieso de alguna brisa evasiva lograba cada tanto justificar ese complejo nombre, pero de ángeles o fantasmas, nada, ni el aliento. A las doce en punto abrimos la segunda botella, y brindamos, como todos los años pensando lo mismo, que para qué, si ninguno de los dos es creyente, si la parodia de esas fiestas es producto de una histeria colectiva, si es un día como cualquier otro; pero ahí estamos, impacientes, cumpliendo a medias con un rito, aguardando ciertas visitas en medio de otro rito. Cerca de las cuatro, cabeceábamos, nos pusimos a caminar en círculos alrededor de la alfombra, intentando oír quejidos y lamentos invisibles, los mismos lamentos y quejidos que ahuyentaron a los anteriores ocupantes, abrí la ventana para respirar un poco de aire puro, Leandro está como nunca, me mata con el sahumerio, encima incienso, no sé por qué relaciona lo sobrenatural con el incienso. Diez paquetes había llevado para el fin de semana, cinco paquetes por día, cien sahumerios, seis o siete por hora, sin recreos, la liturgia completa para un week end a puro humo. El jardín era una negrura que asustaba, pero no se escuchaba nada, ni un perro, ni un grillo, ni las lechuzas, imaginate, adictos como somos a la ciudad, esa falta de sonido resultaba una experiencia exasperante. Ahí sí que entendés eso que siempre comentan de cómo pesa la noche. Te pesa, te aplasta, te lo aseguro, más cuando estás ahí, esperando, y no pasa nada, el tiempo que se estira, el silencio que mete miedo. Leandro cerró la ventana, se le escapaba el humito del incienso, se arruinaba el clima, ¿será que realmente cree que el aire puro los ahuyenta? No lo pensé entonces, pero se me ocurre ahora, la perspectiva, lógico, ¿no sería anormal tanto silencio como esa noche, ni el viento en los árboles, ni un murmullo lejano, decime, a vos qué te parece? Me pregunta Maique pero no me da tiempo a que le responda y sigue con que le tendría que haber llamado la atención, ahora reconoce que no es normal tanto silencio. Pero los fantasmas, los que asustaron a los otros, los que describen los vecinos y que se van confirmando en los dimes y diretes, aquellas apariciones que les garantizaron los de la inmobiliaria, ésos, dice Maique, se habían tomado vacaciones. Amaneció sin que nos diéramos cuenta, Leandro quiso un café, yo me acosté y me quedé dormida con la ropa puesta. Nos despertamos cerca de las tres de la tarde, muertos de hambre. Cuando me bajé de la cama, me di cuenta de que estaba desnuda, el vaquero y la blusa prolijamente acomodados en el desvencijado sillón debajo de la ventana. Me vino piel de gallina. Y risa. No acordarme cómo me desvestí, por qué acomodé la ropa de esa manera tan pulcra, tan ordenada. Pero me distrajo Leandro, que no encontraba las zapatillas, insistía con que las había dejado debajo de la cama, se calló cuando le mostré que se encontraban en el baño. Las miró. Extrañado las miró, me di cuenta. Claro, ahora te lo cuento desde acá, cuando ya pasó todo, a vos te parecerá muy obvio, pero es culpa de la síntesis, te juro que en el momento ni sospechamos. Recién al anochecer registramos que Leandro se dirigió tres veces a buscar su vaso a la mesa del comedor, y las tres veces el vaso apareció en la cocina. Después me tocó a mí. Ah, no te dije, había vuelto la luz, teníamos el televisor encendido en uno de esos programas que pasan música latina, me distraje, algo nos decíamos con Leandro, me parece que él se encontraba desarrollando una teoría filosófica sobre las peripecias de su vaso viajero, al regresar al televisor me encuentro con un canal de noticias. La segunda vez me dio un chucho de frío. Quedé muda. La tercera, lo miraba a Leandro que seguía obsesionado con el vaso. ¿Qué te pasa?, me dijo. Leandro le dijo, me imagino ese momento, los dos momentos de ambos. Estás blanca, y me mira curioso. Los sentí, le digo entonces, estaba en el sillón, dura, separada del respaldo, las rodillas y las piernas apretadas como si me estuviera orinando, y sentí su presencia, me rozaron. Sorpresa masculina, por cierto. Cambian los canales, le insisto a Leandro. ¿Qué, quiénes? Ellos. ¿Dónde están, los ves? No, no los veo, los siento, los sentí, te aseguro que los sentí. Maique me mira, sus ojos me dicen creeme, creeme, con la misma intensidad que le habrán suplicado esa vez a Leandro. ¿Y Leandro, qué te dijo? Se encogió de hombros. Maique también se encoge de hombros, me sigue contando. A la noche, repetimos el rito de oscuridad, velas y sahumerios. Habíamos encontrado el reproductor en uno de los bolsos, Carl Orff interpretaba Carmina Burana en esas series de altos y bajos tan aislados que a veces nos invadía el silencio de la noche, y al momento siguiente los platillos nos aguijoneaban con sus repentinos agudos metálicos que aturdían. Otro de los mitos de Leandro, como con el incienso. Yo creo que debíamos espantarlos con tanto humo y tanta opera. Se lo dije a Leandro, me cuenta Maique, le dije que no debía de ser ésta la recepción más apropiada, más acorde hubieran sido los chirridos, las cadenas, música de Wagner, de Metálica. Lo debe de haber pensado, porque al rato apagó el equipo. Seguro que no quería sentirse culpable. No fue culpa suya que no aparecieran, ya había salido el sol cuando nos acostamos. Él me hizo notar que dejaba las zapatillas debajo de la cama. Riendo, le mostré cómo arrojaba mi ropa al piso antes de abrazarlo. Bueno, aquí hago un paréntesis. Yo me sorprendo, aunque la entiendo a Maique, se reserva en las intimidades. Pero no puedo, no puedo, me dice que en realidad no es posible que haga el paréntesis, porque el problema fue durante ese paréntesis, en un intento forzado de caricias y suspiros. Resulta que Leandro estaba en otra, le parecía oír voces, aunque no entendía qué decían. Seguía sentado en la cama cuando me quedé dormida. Dormí de un tirón, y me despertó su abrazo tembloroso, se había acurrucado contra mi espalda, me apretaba y me daba calor mientras dormía profundamente. Entonces sentí una intensa ternura, no sabés, era una ternura corporal, se desplazaba dentro mío, deseaba volverme y abrazarlo pero me provocaba miedo realizar cualquier mínimo movimiento que quebrara la alquimia de ese instante. No sé cuánto duró. Lo presentí antes de verlo. Tenía los ojos cerrados, pero igual supe que en el cuarto había alguien más. Era un chico. Estaba agachado doblando mi blusa, levantó el rostro y me miró. No dijo nada, no se asustó. Tampoco a mí me dio miedo. Sí sentí frío, mucho frío en la espalda a pesar del abrazo de Leandro dormido. Le soplé despacito mi aliento, como enviándole un beso desde el embudo de mis labios, un soplido lento y largo, había paz en su rostro infantil, y mucha luz. Me miraba, todo un dulce. También aquí supuse que algo estaba por suceder. Leandro dormía sin aflojar el abrazo. Estuve por hablar, pero el niño lo hizo primero, creí entender algo así como cuan… cuánto o cuando, y después le oí claramente, ya viene otra vez, y de repente fue como si se hubiera abierto de golpe una ventana, una corriente de aire, el chico se asusta, parece buscar algo por el cuarto, está nervioso, aterrado. Cuando se vuelve para mirarme, se me parte el alma recordarlo, recordar el agudo miedo en sus ojos, la boquita entreabierta, su brusca desaparición en un susurro. Me quedo sin aliento, el pecho vacío, el alma dada vuelta. Intento despertarlo a Leandro, Leandro, le susurro, me da miedo hablar en voz alta, Leandro, lo vi, Leandro. Hasta que finalmente abre un ojo, boquea, me doy cuenta de que tiene la boca seca. Le quiero contar sobre el chico. Se levanta, parece un sonámbulo, choca contra el marco de la puerta, lo sigo. De la heladera toma la botella de agua, de litro y medio, llena un vaso. Yo continúo herida a quemarropa por un chiquillo que aparece y desaparece, él comienza a beber y se detiene bruscamente, separa el vaso del rostro, lo observa, me doy cuenta con qué fuerza lo aprieta, con qué rabia lo deja sobre la mesada, y bebe de la botella hasta vaciarla. Después, abrió la alacena, sacó todos los vasos, y los llevó a la mesa, donde formó una fila con los diez que pudo recoger. Acercó una silla, y se sentó a observar el conjunto cristalino. Estaba ido, ¿qué le iba a contar del chico que huyó asustado, de mi embeleso casi místico? ¿Qué otro fantasma andaría penando por ahí para aterrorizarlo tanto? ¿Será el mismo que había trastornado a Leandro? Maique me lo pregunta a mí, ¿acaso realmente espera que yo pueda darle una respuesta? No lo espera, también ella habla intentando despejar las dudas, como si fuera posible ordenar las ideas después de las palabras. Eran como las cinco de la tarde, me sigue contando Maique, una tarde hermosa, brillante, así que lo dejé a Leandro en su extática contemplación de vasos, y me tiré a tomar sol en el jardín. Estaba despierta, lo bastante despierta para percibir la súbita interrupción del parloteo de los gorriones, del agitarse de las ramas. Entonces nuevamente la sensación fue la de una corriente de aire, casi violenta ahora, furiosa diría. Y el resonar del grito dentro del torbellino de aire, de… jen… lo, de… jen… lo, de… jen… lo. La voz lo repitió cuatro o cinco veces, parecía provenir de las profundidades del aljibe. Cada vez con mayor énfasis, con odio. Busqué auxilio en Leandro, a través de la ventana lo veía inclinado en la silla, hacia adelante, los ojos al ras de la mesa, fijos en la serie de vasos vacíos y transparentes. Se había transformado en una extraña marioneta envuelta en el humo del incienso, porque podía estar ido pero de eso no se olvidaba, siempre mantenía encendidas una o dos ramitas de sahumerios. Entonces fue que oí el llanto, juntamente con el bailoteo de los caireles. Era el niño que se quejaba dentro de la casa, eran los llamadores de ángeles agitándose en múltiples espasmos simultáneos. Entré. Leandro dudaba ahora de pie al lado de la mesa, donde había seis vasos, los otros cuatro estaban sobre la mesada. El llanto era desgarrador, venía de todos lados y sobre los gemidos se podía oír aún el grito espeluznante, de… jen… lo, de… jen… lo. Así continuó el resto del día y de la noche, no pude dormir, tampoco Leandro, quien no abandonaba su devoción hacia los vasos. En un momento de la noche, me di cuenta de que todos los vasos se habían desplazado a la cocina, él estaba parado en la puerta, sin dejar de vigilarlos, una mirada desquiciada, el pelo revuelto, algunos dedos extendidos como contando objetos invisibles. Me estaba durmiendo cuando regresó el niño, apareció a mi lado, su mirada muda de ojos llorosos parecía preguntarme por qué, por qué. Se quedó una eternidad en silencio, hasta que susurró finalmente: ya es demasiado tarde, te lo dije, me va a encontrar otra vez. A mí me sofocó una tristeza agobiante. Desapareció en un soplido, todavía me duele su expresión desolada, la profundidad de sus ojos de fantasmita juguetón que dobla la ropa, esconde zapatillas y traslada los vasos, sus temores primitivos. Me vestí como pude, no toleraba más estar ahí, así que vine urgente a buscarte, me dice Maique en medio de sollozos. Te lo quería contar, no sé qué hacer, Leandro se quedó solo, ayudame, me suplica. ¿Qué puedo decirle? Ella sabe que nada, que nada puedo hacer para rescatarla. En un momento se acuerda de Leandro, sigue ahí, me explica, con sus vasos y sahumerios y la casa revuelta, los llamadores de ángeles sonando todo el día, el aljibe murmurando desde sus entrañas. Ella va a regresar. Intentará convencerme un rato más, sabiendo en el fondo que es inútil. Finalmente regresará a la casa. Mañana o pasado vendrá otra vez a buscarme, Maique aún no comprende que todas sus esperanzas están puestas en esto de venir a buscar mi ayuda. Por eso insistirá en sus vanos intentos de desentrañar los designios de la eternidad. Tiempo tendrá de sobra, yo estoy siempre aquí, para escucharla y brindarle un aliento con mi presencia. Ella ya entenderá, pronto llegará el relevo de otros nuevos

5 comentarios:

  1. El cuento me gusta y lo identifico con María Ester.

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  2. Este es un cuento frustrante, pero que nadie se alarme, es frustrante porque me hace sentir incapacitado para escribir. La forma de narrarlo, mezcla de primera, segunda y tercera persona, me parece estupenda, muy lograda, a un paso de lo genial. Las repeticiones que se hacen para cambiar de un narrador a otro me suenan a música. Veo perfectamente la obsesión de Leandro y el miedo de Maique. Pero se me escapan un par de cositas, ¡cómo no!
    Al principio, Maique dice:
    "… porque me dice que ya se acabó todo, duró muy poco, y se pone seria, muy seria, y me sigue contando."
    Pero luego, al final, suplica la ayuda del narrador y dice: "… sigue ahí, me explica, con sus vasos y sahumerios y la casa revuelta, los llamadores de ángeles sonando todo el día, el aljibe murmurando desde sus entrañas."
    No concuerda una cosa con la otra. Quizá Maique quiere, al principio, quitarle importancia al asunto, restarle realidad con la negación.
    El final del cuento no me queda claro, no sé que significa: "Ella ya entenderá, pronto llegará el relevo de otros nuevos."
    Todo me indica que en realidad, Maique y Leandro son los fantasmas. Igual que en la película de Amenábar, pero si es así, no me parece que esté bien resuelto. Todo queda muy en el aire, muy borroso.
    Espero que el autor, una vez desvelada su identidad me aclare esto último.
    Un abrazo.

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  3. Este es un cuento de fantasmas cuya particularidad se da a través de la forma narrativa. Pero sucede que justamente este modo de narrar, con tantos dimes y diretes y te cuento y me cuenta, nos aleja un poco del clima místico que pudiera tener la historia. Es como si espiásemos desde afuera, desde la ventana, el interior de la casa de los fantasmas. No se logra el clima adecuado, por lo menos así lo siento yo. La forma está muy bien hilvanada, no hay dudas de eso, pero el entretejido, ese ir y venir del discurso, es un artificio que distrae. Distrae porque uno tiene que estar atento a los momentos en que se pasa de una voz a otra. No es que sea difícil seguirle el hilo, pero uno quiere meterse en la historia (en la casa) y ya. Creo además que falta un poco de aire en la prosa, y uno que otro silencio. (Nombrar el silencio no es suficiente para que haya silencio) Claro que todo esto que digo obedece más que nada a una cuestión de gusto. A lo mejor el autor nunca se propuso crear un clima inquietante, y el tema de los fantasmas es apenas un pretexto para mostrar su habilidad en el manejo de las palabras.

    El final no lo entendí, tengo mis sospechas pero no estoy muy seguro. Hay una frase que me resulta oscura: “Por eso insistirá en sus vanos intentos de desentrañar los designios de la eternidad”. El cuento termina con estas palabras: “Tiempo tendrá de sobra, yo estoy siempre aquí, para escucharla y brindarle un aliento con mi presencia. Ella ya entenderá, pronto llegará el relevo de otros nuevos”. Esto me hace suponer que Maique ha pasado a ser un fantasma, lo mismo que Leandro. Ya vendrán otros habitantes, que se convertirán en fantasmas, y ellos, Maique y Leandro, irán a parar quién sabe adónde. Nuevos fantasmas en la casa del río. El título (no hay que olvidar que el título a veces es revelador) me permite llegar a la suposición que acabo de exponer. Así y todo, quedan puntos oscuros. ¿Quién es el narrador? ¿Y dónde se encuentra? ¿En Buenos Aires? ¿Por qué conoce aquella casa de Entre Ríos? ¿Por qué Maique viaja tantos kilómetros para hablar con él?

    Hay un momento en que se alcanza cierta intensidad, cierto suspenso, y es cuando aparece el niño, cuando Maique lo ve, cuando se miran el uno al otro. Pero ese momento pasa, se diluye. Por otra parte, no entiendo el mensaje del niño: ya es demasiado tarde, te lo dije, me va a encontrar otra vez. Es frustrante cuando el lector se queda medio en bolas. Si el cuento tuviera fallas estructurales, le achacamos los errores al autor, pero en este caso creo que el autor jugó a ser demasiado sutil, una sutileza que roza el hermetismo, si tenemos en cuenta también la interpretación del otro comentarista, Pedro Conde, a quien también le quedaron algunas preguntas sin respuestas.

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  4. No por nada lo he dejado como el último a comentar. Porque lo he leído más de una vez y no termina de cerrarme. Veremos si verbalizando se me aclara y esbozo un comentario. Partamos que no me gustan los fantasmas. Son atrevidos, sospechosos, a veces tienen mala leche y no podemos con ellos. Nos persiguen, nos torturan, se nos ríen en la cara y desaparecen simulando irse. Pero nos acechan detrás de la puerta. Y cuando un amigo nos viene con el cuento nos dan ganas de invitarlo con una cerveza y torturarlo con comentarios futboleros o de traseros imponentes. Escuchar sus temores me retrotrae a la infancia de copas movedizas o muertitas en medio de la carretera que suben al auto y la llevamos a bailar y se nos desaparece justo cuando creíamos entibiar con manos hurgadoras sus pechos helados. Pero, ya lo dice la sabiduría popular, que los hay, los hay. Y esta Maique está de la nuca y con ese taradito de Leandro que se fumó todos los sahumerios y anda buscando en la vidriosa transparencia la filosofía de la existencia. Bueno, este narrador sabe más de lo que nos dice o le dice a Maique, se hace el tonto y lo disimula muy bien. Termino creyendo que es un complotado con la inmobiliaria para vender una e infinitas veces la casa del río.

    Autor, compañero, no me haga caso, encubro mi incapacidad de comentario con sutilezas. Prometo un análisis formal, pero permítame mandarle esto antes de irme a dormir. Ya le contaré mañana si mis zapatos aparecieron en la cocina. Eso sí,

    ¡¡¡ Minga si me levantaré a tomar un vaso de agua!!!

    Rubén

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  5. No entiendo bien el cuento, lo que pasa al final. Qué era lo que aterrorizaba al niño fantasma, quiénes son los nuevos que vendrán. ¿Otros compradores de la casa? ¿Otros fantasmas? Lo he leído dos veces pero no acabo de abarcarlo. No sé si porque se dan pocas pistas o porque yo estoy despistado. Cuento lo que creo entender:


    Una pareja con dos hijos adolescentes ocupó la casa hace cinco años. La madre fue trasladada a un manicomio y el padre y los dos hijos desaparecieron, pasados tres meses. Dado que las casas encantadas son aquellas donde se ha producido una muerte violenta, según dicen los sabios, tenemos tres aspirantes a fantasmas en esa familia. Indudablemente uno de ellos es el chaval que odia la desorganización y va recogiendo las cosas tiradas de cualquier manera y las coloca en su sitio, un niño que imaginamos más apegado a su madre, y por eso busca el contacto con Maique. Nos falta encontrar al otro hijo y al padre. Sabemos que hay un segundo fantasma que da miedo al niño (y que tal vez Leandro ve al través de los vasos y del humo del incienso), y sabemos que hay alguien, supongamos que el otro niño, que grita desde el fondo del pozo. Lo que se me ocurre sospechar es que el padre asesinó al niño mayor y lo tiró al pozo. Y también mató al pequeño, puesto que ahora es un fantasma. Y él mismo debió de suicidarse en algún momento (qué carnicería).


    El fantasma grande que aterroriza al niño fantasma debe de ser el padre («Ya viene otra vez», «Ya es demasiado tarde, te lo dije, me va a encontrar otra vez»). Y la voz que grita «¡Déjenlo!» desde el pozo debe de ser el otro hijo. Pero, ¿por qué habla en plural? ¿La madre y el padre maltrataban al otro hijo? Uff, me faltan datos o soy incapaz de coserlos. ¿Y la primera pregunta del fantasmita a Maique?: «¿Cuánto?», o puede que «¿Cuándo?» ¿Qué coño querría preguntar el niño de la media lengua?


    Me da pena no entender lo que pasa porque el cuento está muy bien escrito. Lo siento como un cuento que rozaría la perfección si fuera comprensible y cerrase bien. Miedo me da pensar que la intención del autor sea mostrar que allí todo el que llega se convierte en fantasma, no creo que esa deba ser la salida, no me parece original y, además, se alejaría del caso único, irrepetible, fascinante que justificaría una historia tan seductora; si todo el mundo se contamina y acaba fantasma estamos ante una especie de socialización de lo maravilloso, y eso, francamente, me desagrada.


    Me gusta de todos modos el fantasmita organizado. Llegué a verlo por un rato, doblando la ropa, dejando las cosas en su sitio, es un personaje que tiene presencia, felicidades al autor. También los dos narradores, uno cuenta lo que el otro cuenta; queda bien hilvanado. No me gusta el cambio de tiempo de ese trozo que empieza en «Después, abrió la alacena». Quedo a la espera de que el autor, una vez terminado el plazo de anonimato, nos explique las dudas que han surgido. También me gustaría que los compañeros que quedan por opinar nos digan lo que entienden del cuento, lo que sospechan.

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