lunes, 1 de diciembre de 2008

Oro

Pedro Conde

      Juana viste de luto. Sólo el delantal, de pequeños cuadrados grises y blancos, rompe la profunda oscuridad de su vestimenta. Sale al patio con los restos de la comida en un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra. Lo vuelca en la espuerta de goma sin tapa que hay en un rincón del fondo, bajo el limonero. Algunas moscas acuden al tintineo del tenedor que actúa como llamada cuando choca con el plato al empujar los desperdicios. Cuando termina, se acerca a los geranios que pueblan el parterre y una infinidad de macetas y latas de conserva que cuelgan de la pared de la derecha. Las flores parecen alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas. Con el pulgar y el índice de la derecha que actúan como una experimentada pinza, va de un lado a otro arrancando las hojas secas, tronchando los tallos muertos y escondiéndolos sobre la tierra, para que al pudrirse sirvan de abono. Mientras, no deja de hablarles.
      —Pobrecitos, qué secos que están. Tenéis ganas de agua, ¿verdad? ¡Ya mismo! —les tranquiliza— cuando se ponga el Sol. Ahora que está tan alto, no es bueno que os caiga agua encima.
      En su movimiento parece un enorme abejorro que va de flor en flor. Hace calor, su traje negro actúa como un imán que atrae los rayos del sol, como un horno que cuece sus carnes viejas y blancas. Acabado el trabajo se refugia bajo la parra para admirar el resultado. Allí, bajo la parcheada sombra de hojas grandes y pámpanos tiernos, parece que corre un poco de brisa fresca. Los zumbidos de los tábanos y moscardones acompañan la siesta de los cerdos que respiran ruidosamente en sus corraletas.
      —Hay que regar las plantas esta tarde —se ordena mentalmente—. Los geranios son preciosos, y perfuman el patio, no se pueden descuidar, aunque son duros y aguantan bien. A mi madre le gustan mucho —recuerda—, los tenía de todos los colores, pero a mí me gustan más los blancos. Bajo el Sol brillan como los vestidos de novia —sueña—. Como el mío. Cuando me case llevaré un vestido blanco y un ramo de geranios también blancos.
      —¡Abuela! — la llama un niño que asoma por la puerta.
      Ella le mira fijo, no lo reconoce.
      —Dice mamá que el café ya está listo.
      Juana se extraña que su madre la llame a ella, es a su padre quien toma café tras las comidas. El niño…Casimiro, debería saberlo. ¿Casimiro? ¿Mi nieto? Por un momento le extraña ver el plato con el tenedor en su mano. Pero luego, como si despertara de una siesta improvisada, todo va tomando consistencia de realidad. El patio se va haciendo familiar, y hasta le resulta gracioso el haber pensado en volver a casarse vestida de blanco. Antes de entrar por la puerta del comedor para tomar el café, todo el episodio se ha perdido de su memoria.


      Don Francisco es un hombre grande y tiene la voz grave. Suena como cuando se habla a la boca de un pozo. En su despacho, los libros, los papeles desordenados y polvorientos pueblan las estanterías y los bordes de su mesa. Al lado de la puerta, de un perchero de pie cuelga la bata blanca. Hace mucho calor para ponérsela, un viejo ventilador que hay sobre una repisa de madera, lucha, ruidoso, para tratar de aplacarlo. Les recibe en mangas de camisa. Le habla a Juana, como si estuviera sorda, como si fuera una niña.
      —¡Qué, Juana! ¡Cómo se encuentra usted?
      Escucha el relato de los síntomas, la ausculta, y con un tono de estudiado dramatismo, con una fingida empatía trabajada en tantos años de oficio, da su diagnóstico que, por su voz, suena a sentencia.
      —Alzheimer —y avergonzado por no poder compartir el dolor, esconde los ojos mientras entrelaza sus dedos sobre la mesa.


      Los episodios se hacen cada día más frecuentes, y Juana, en unos meses, se ha instalado para siempre en su locura. A veces, con gestos cotidianos, hace que un escalofrío les suba a todos por el centro de la espalda. Con la mirada fija y una mano temblorosa, se empeña en coger algo que sólo ella ve sobre el hule de la mesa. Raspa con las uñas en el intento, concentrada, asomando la punta de la lengua por entre sus encías rosadas. A ratos habla con el espacio vacío sobre la silla, aquella que permanece pegada a la pared.
      —Acérquese, que hay candela —invita al fantasma, levantando ligeramente las enaguas de la mesa por la parte de los flecos—. Se va a quedar helado —advierte ante la muda negativa.
      Si se atreven a preguntarle sobre su visitante, ella les mira desconcertada, sorprendida por su estupidez.


      Juanita es la mayor de sus hijas, heredó de su madre al nacer, el nombre, y desde siempre, para diferenciarlas, le aplicaron el diminutivo. Ayudó a mantenerlo en el tiempo la extrema delgadez de esta. Criar cinco hijos vivos y parir algunos muertos, la mantuvo ocupada para poder engordar. La enfermedad de la madre, una anciana con la infancia recuperada, le trajo otra niña a la que cuidar. Así, al poco tiempo, las ojeras resultaban enormes y apagaban el brillo de sus ojos verdes.
      —Mamá, es mejor que te acuestes y duermas toda la noche, yo me quedo cuidándola —su mirada interroga al su hijo sobre la certeza de la propuesta tentadora—. No te preocupes, ya dormiré mañana —prosigue dando un aire liviano, de poca importancia, al hecho de no dormir una noche—. Si estoy de vacaciones, no tengo nada mejor que hacer — ella se resiste —. Si sucede algo yo te llamo.
      Unos ruidos, un murmurar entre dientes le liberan de la modorra en la que lo tiene sumergido la hora de la madrugada y el calor del brasero, se levanta, va a su cuarto y la ve rebuscando entre la ropa del baúl, con una celeridad en las intenciones que el cuerpo intentaba alcanzar sin conseguirlo.
      —Abuela ¿Qué haces?
      —¿Donde está mi ropa?—pregunta mientras corre de un lado a otro—Tenemos que ir a La Rincona, a la casa de mi hija Juanita…
      —Abuela, si ya estás aquí, esta es la casa de tu hija —lo mira, sin conocerlo, extraviada entre las palabras y su realidad. Decide ignorarlo y prosigue la búsqueda.
      —¡Cómo vamos a estar en el pueblo! —se enfada— Mi marido acaba de decirme que después del trabajo se va para allá, que nos vemos allí en la tarde.
      —Escúchame abuela —trata de hablarle despacio, de transmitirle calma—. Es de noche, ahora debes dormir, mañana por la mañana llega el abuelo —parada enfrente de él, con los ojos desorientados, su mano derecha se apoya abierta sobre su pecho, bajo el cuello, en un gesto mecánico que hace años no practica, y la alarma la domina cuando sus dedos no encuentran…
      —¡Mi medalla! ¡He perdido mi medalla! —y vuelta a trastear y rebuscar por los rincones. —Mi medalla de La Virgen de Gracia, es de oro ¿Sabes? Me la regaló mi novio —se vuelve y le dirige unos ojos adolescentes vestidos de rubor, mientras levanta suavemente la falda de su cara en una inocente y cómplice sonrisa—. Él me quiere mucho, me ha regalado una medalla de oro —su mano rebusca nerviosa en su cuello, juega con una etérea cadena, y hace pucheros de bebé, lloriquea—. Va a pensar que no le quiero. Es de oro ¿Sabes?, y yo, tonta de mí, la he perdido. ¡Con lo que le ha costado! ¡Ay Dios mío! ¿Qué le voy a decir yo ahora? —casi le hace caer cuando se arrodilla para mirar bajo la cama al no darle tiempo para sujetarla, le ayuda a levantarse y no le escucha cuando la llama, no hay nada más importante que su pérdida — Que aparezca mi medalla San Cucufato —se hace nudos en los faldones del camisón color vainilla, ribeteado con encajes de espuma de leche hervida—. Mi virgencita de oro —la retahíla de frases inconexas, unidas por un hilo de murmullo ininteligible a modo de rosario, llena la razón del nieto, su entendimiento, y por un momento casi logra que busque con el mismo afán la dichosa joya.
      —Abuela, seguro que se te olvidó en el baño cuando te lavaste —trata de sonar eufórico pero con voz queda para no despertar al resto de los habitantes de la casa—. Ahora es de noche, mañana la buscamos los dos, cuando haya más luz —consigue que se calme, y la ayuda a entrar de nuevo en la cama. Tras arroparla, tratando de imitar su ternura cuando ella lo hacía con él en el pasado, le besa la frente y le desea buenas noches. Cuando apaga la luz, les agarra los ojos una brillante luna llena que se dejaba ver por la ventana. No puede evitar casi gritarle:
      —Mira abuela, allí está tu medalla. ¡Es preciosa!
      —¡Sí! —contesta ella alargando la “i” como una fina cadena. Y enseguida corrige— Pero no es la mía —con enorme tristeza, con pena—. La mía es de oro ¿Sabes?, y esa…, esa es de plata.

6 comentarios:

  1. Como soy nueva en esto, es muy poco lo que puedo aportar en un comentario, solo diré que me tomé el trabajo de leer varios cuentos de cada uno, y después de admirarlos a todos decidí participar diciendo simplemente que ORO me gusta y creo identificarlo con Montse Villares. ¿Me equivoco?

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  2. Otro cuento precipitado. En el primer párrafo hay repeticiones que afean, que cortan el ritmo.

    Juana viste de luto. Sólo el delantal, de pequeños cuadrados grises y blancos, rompe la profunda oscuridad de su vestimenta. Sale al patio con los restos de la comida en un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra. Lo vuelca en la espuerta de goma sin tapa que hay en un rincón del fondo, bajo el limonero. Algunas moscas acuden al tintineo del tenedor que actúa como llamada cuando choca con el plato al empujar los desperdicios. Cuando termina, se acerca a los geranios que pueblan el parterre y una infinidad de macetas y latas de conserva que cuelgan de la pared de la derecha. Las flores parecen alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas. Con el pulgar y el índice de la derecha que actúan como una experimentada pinza, va de un lado a otro arrancando las hojas secas, tronchando los tallos muertos y escondiéndolos sobre la tierra, para que al pudrirse sirvan de abono. Mientras, no deja de hablarles.

    Eso, que denota no haberlo trabajado, tiene fácil arreglo. En los siguientes párrafos se ve lo mismo con "sol", se repite demasiado.
    La escena de la visita al médico se me queda incompleta. Supongo que no va sola Juana a verlo, va más gente, al menos su hija, es la que al final la cuida, pero no se ve claro. Lo extendería un poco más, con diálogos, con más pruebas, y con algo que hiciera que la imagen del médico incapaz de empatizar no estuviera tan desubicada, tan solitaria.
    La aparente locura, el caos de la última escena, está muy bien logrado. Y el final, de cuento infantil, cuadra perfectamente con la "nueva" identidad de Juana.
    Muy bueno, pero requiere un poco más de trabajo.
    Un abrazo.

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  3. Me gusta el cuento. Aunque nos muestra un caso de alzheimer, sin más, está bien narrado. Sigue el ritmo entrecortado del pensamiento de la anciana transmitiéndonos esa inquietud, ese desconcierto que ella misma experimenta.

    Tropiezo cuando va a la consulta del médico. Después de una hoja en la que se detalla de manera prolija el jardín de la casa, salta con una sola frase al despacho del médico, sin avisar. Además, no creo que sea necesario que se confirme la enfermedad. Ya está bien mostrada en el relato.

    Y alguna cosilla más; en el párrafo adjunto veo algún problema de concordancia temporal:

    Los geranios son preciosos, y perfuman el patio, no se pueden descuidar, aunque son duros y aguantan bien (aunque sean duros… lo pondría antes de “no se pueden descuidar)). A mi madre le gustan (en presente) mucho —recuerda—, los tenía (en pasado) de todos los colores, pero a mí me gustan más los blancos.

    —Mamá, es mejor que te acuestes y duermas toda la noche, yo me quedo cuidándola —su mirada interroga al su hijo sobre la certeza de la propuesta tentadora—.

    Hay imágenes tan bien plasmadas que casi se pueden tocar, ver, vivir; como la escena de la anciana en el jardín, la del médico, la del nieto calmándola por la noche… y frases realmente deliciosas:

    se vuelve y le dirige unos ojos adolescentes vestidos de rubor, mientras levanta suavemente la falda de su cara en una inocente y cómplice sonrisa.

    se hace nudos en los faldones del camisón color vainilla, ribeteado con encajes de espuma de leche hervida.

    —¡Sí! —contesta ella alargando la “i” como una fina cadena.

    Se me acaba de ocurrir: ¿por qué no creamos una sección en el blog donde guardar las “mejores expresiones” de los 05s?

    El autor, español, sin duda.

    Un abrazo,
    Montse Villares

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  4. Este cuento ha sido escrito por un integrante del otro lado del charco, salvo que algún "sudaca” se haya castizado. En realidad, a los cinco anónimos se les ve claro la marca del orillo, no hay por dónde errarle. Ya han confesado la paternidad tres argentinos y dos españoles y salvo alguna trampa inocente es fácil armar el rompecabezas como un ta-te-ti. Recuerdo anónimos de otros años, con más participantes, con pistas cambiadas, con participación de los propios autores criticando sus propios cuentos o adjudicándose el del compañero, en fin, un juego más travieso que a la hora de la quiniela era jugar al azar. La ventaja de este procedimiento es que podemos comentar con un pseudo ignorar la mano que parió el engendro.

    Y vamos por el oro. Sensaciones cambiantes me provoca las reiteradas lecturas. Será que el tema es de harta actualidad y, particularmente, he vivido el proceso de mi padre, de la madre de un gran amigo, ahora con la mamá de una amiga, que no deja de conmocionarme. Además, este alemán famoso ya se ha instalado familiarmente en nuestras conversaciones: es un cuco que nos ronda.

    El cuento va narrando etapas bien definidas. La viudez de Juana y su cotidianeidad con sus geranios blancos. La primera alerta, el primer síntoma, que se da a nivel de pensamientos (de difícil comprobación): vivencias infantiles, extrañeza, confusión y “todo el episodio se ha perdido de su memoria”. Luego, el veredicto médico, implacable, realista. Hago una digresión: Cuando con mis hermanos llevamos a nuestro padre a una consulta con un reconocido psiquiatra, vivimos lo que Juanita vivió en la consulta con Don Francisco: lapidario, irreversible.

    Siguen un par de episodios, lo necesario y suficiente para mostrarnos el mal.

    Y llegamos a la escena final, al drama cotidiano de una familia que no siempre acierta en las mejores respuestas. Al fin y al cabo, todos quedamos contagiados en situaciones risueñas o patéticas.

    Por esto, veo al cuento bien estructurado temporalmente, verosímil y con un final hasta si se quiere poético. Tal vez, ello justifique el título, aunque no me convence.

    Yendo por partes, la presentación de Juana es impecable, con pasajes de factura poética (que se reiterarán más adelante) (alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas…un enorme abejorro que va de flor en flor…bajo la parcheada sombra de hojas grandes y pámpanos tiernos) aunque las comparaciones y pareceres sean excesivas: las flores parecen alegres…parece un enorme abejorro…parece que corre un poco…como una experimentada pinza…como un imán que atrae…como un horno que cuece…como los vestidos de novia…como si despertara de una siesta...como cuando se habla a la boca…como si estuviera sorda…como si fuera una niña.

    Ya he dicho que es de difícil comprobación lo que ocurre a nivel pensamiento. Tal vez sí, confusión temporal, momentánea y luego, olvido. De todos modos, al personaje le resulta gracioso haber tenido esos pensamientos. Siesta improvisada, le llama el autor y luego un retorno a la realidad.

    La escena con el facultativo es adecuada, creíble y los episodios descriptos son acertados. Destaco: Juana, en unos meses, se ha instalado para siempre en su locura.

    Ya en el final, me gustó: una anciana con la infancia recuperada…unos ojos adolescentes vestidos de rubor mientras levanta suavemente la falda de su cara en una inocente y cómplice sonrisa ... faldones del camisón color vainilla, ribeteado con encajes de espuma de leche hervida y, sobretodo: les agarró los ojos una brillante luna llena que se dejaba ver por la ventana.

    Revisaría el diálogo del hijo con la madre. Introducirlo mejor. Se está hablando de Juanita y queda como suelto.

    Aclarar a qué cuarto va el hijo: si al suyo o al de su abuela.

    Borraría: decide ignorarlo. A esa altura, no hay poder de decisión consciente.

    El final, sí, casi poético. Quizás lo terminara en: La mía es de oro.

    Rubén

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  5. Un relato tristón, tierno, por momentos bien narrado, con pausas y espacios que permiten su recorrido, que dan respiro en medio de un tema áspero.

    Muy buena la introducción con la presentación de Juana y su entorno, con la inclusión de toques de mucha poesía.

    Quizá sorprende un poco Francisco, su aparición repentina sin aviso. Hay que leer otra vez para incorporarlo. Se me vuelve este un párrafo escaso, demasiado justo. Al finalizar la lectura del relato, me queda la inquietud de si sirve o sobra, me vuelco a esto último, no agrega nada.

    Hay falta de elaboración en la presencia de Juanita, quedan cabos sueltos, un párrafo que no se entiende, cuando dice que la enfermedad de la madre le trae otro hijo, ¿quién lo tuvo, Juana o Juanita? La aparición del hijo también está confusa. Sobre todo porque de repente es el nieto, no se entiende.

    Buena la imagen del final. Es difícil cerrar estas historias que nos duelen.



    Algunas cosillas:



    con los restos de la comida en un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra.

    Pesan mucho los en un y en una, chirrían. Y alguien pide a gritos una coma, por ejemplo:

    con los restos de la comida, un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra.



    Con el pulgar y el índice de la derecha ( , ) que actúan como



    Están muy seguidos: que pueblan, que cuelgan, que actúan



    —Pobrecitos, qué secos que están. Tenéis ganas de agua

    Aquí el personaje comienza con un lamento personal, algo que se dice a sí mismo. Tras el punto, se dirige a los geranios.

    Está bien el cambio de interlocutor, es coherente, habitual, pero, aprovechando que casi inmediatamente se abre un espacio para el relator, ¿no quedaría mejor llevar el cambio a continuación de la acotación les tranquiliza?, sobre todo teniendo en cuenta que lo que sigue son palabras también dirigidas a los geranios.



    ¿Por qué escribir sol con mayúscula?



    Otra vez el tartamudeo de ques, en un párrafo se amontonan y hacinan:

    que va, que atrae, que cuece, que corre, que respiran.
    Y mejor, para que este anónimo no me odie, ni menciono a los su y sus, pero parecen viruela.



    es a su padre quien toma café

    es su padre quien toma café



    ¿ su mirada interroga al su hijo sobre ?



    una brillante luna llena que se dejaba ver por la ventana

    No es que se dejara o no de ver, simplemente no se veía, porque estaba la luz interior encendida, en cuanto él la apaga, se puede ver la luna, o poéticamente se deja ver.

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  6. Bueno, un final poético para un cuento de desmemoria. Está bien escrito y es muy agradable de leer. Imagino que lo de la poesía es inevitable en una tierra donde aparecen de vez en cuando aprendices del estilo de Góngora, Bécquer, Juan Ramón, Lorca, Alberti , los Machado, Aleixandre, Cernuda… en fin, algún día saldrá uno bueno. Digo yo.

    El cuento me interesa y me asusta, porque el Alzheimer es un tipo al que no le doy la espalda, ni le quito un ojo de encima. La abuela, la madre y el nieto: íntimo, tierno, suave… se me va la mano al revólver.

    Bueno, tonterías aparte, decir que me gusta esa frase tan sonora, tan onomatopéyica (no hay letra que describa mejor el rrrruido que la erre): «los cerdos que respiran ruidosamente en sus corraletas». Sin embargo no entiendo el sentido de la frase «levanta suavemente la falda de su cara», no sé si se trata de una metáfora (ah, la poesía) o es que me he perdido algo previo.

    Por otra parte, llamar la atención del autor sobre la abundancia de preposiciones "de" que hay aquí: «de macetas y latas de conserva que cuelgan de la pared de la derecha. Las flores parecen alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas. Con el pulgar y el índice de la derecha».

    También hay una repetición incómoda aquí: «con los restos de la comida en un plato de loza en una mano».

    Tengo mis dudas con respecto a esto: «los tenía de todos los colores, pero a mí me gustan más los blancos. [¿más que cuáles?, ¿que los de todos los colores?, ¿los hay?]

    También hay algo raro aquí: «su mirada interroga al su hijo sobre la certeza de la propuesta tentadora». Hum, "la certeza de la propuesta tentadora». Hay algo mal expresado: el hijo le propone que se acueste, y esa propuesta no puede ser cierta o incierta, desde el momento en que ha sido formulada; podrá ser conveniente o inconveniente, aceptable o inaceptable, interesada o desinteresada, estimable o desestimable, pero la propuesta ha sido hecha por el nieto, con toda certeza. Lo juro.

    La luna ["como una onza en un bolso"], pero esa medalla era de plata. Nos ha jodido. La abuela no está todavía tan mal. Sabe cuál es el color y el valor del oro. El nieto tendrá que esperar al día para tener una segunda oportunidad.

    Enhorabuena, Pedro.

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