domingo, 15 de febrero de 2009

Los monstruos de la razón, ejercicio

Pedro Conde



El móvil sonó y se puso a vibrar sobe la mesa del salón, la madera amplificaba el sonido como la caja de una guitarra. Lo cogió tras tropezar primero su mano con el cenicero y el mando de la tele, miró la pequeña pantalla pero sus ojos, recién despiertos, no consiguieron enfocarla, apremiado por la insistente música descolgó y se colocó el teléfono en la oreja. Volvió a echarse en el sofá y cerró de nuevo los párpados.

—¿Sí?

—¿Martell?, soy Emilio.

—¿Quién?

—Emilio Álvarez, de la comisaría doce.

—¡Ah, sí! Hola Emilio, dime.

—Hay trabajo que hacer, tenemos un detenido al que tienes que valorar.

Martell se incorporó del sofá y arrojó a un lado la manta que hasta entonces le cubría de mala forma desde el cuello hasta por encima de los tobillos. En la tele alguien hablaba con alguien. Cogió el mando y le bajó el volumen.

—¿Qué? —miró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda— Pero si son…, estás de broma, ¿no? ¿Sabes la hora que es?

—Sí, lo sé. Son órdenes de arriba. Es un caso de violencia machista, el tío ha confesado y el juez quiere un informe psiquiátrico para dictar sentencia lo antes posible.


—¿Hay jueces despiertos a estas horas?


—El de guardia, es Rosales, te ha pedido a ti expresamente.


—Mierda. ¿Se morirá el tío por esperar tres o cuatro horas?


—Martell—hablaba con desganada aceptación—, es todo política. No falta mucho para las elecciones. Estos casos preocupan a la opinión pública. Son llamativos, la mejor propaganda para conseguir votos. Ya sabes…


—Ya, ya. Estaré listo en media hora. ¿Me puedes enviar un coche? El mío está fallando, lo tengo en el taller.


—Yo mismo paso a buscarte.


—Hasta ahora entonces.


—Hasta ahora.


Se quedó mirando a la pantalla del televisor, una chica tras una mesa movía la boca sin advertir que ningún sonido salía por ella. Él cogió un cigarrillo y lo encendió. Tras las primeras bocanadas de humo, arqueó la espalda hacia atrás tratando de aliviar el dolor de los lumbares y del cuello. Tosió mientras se preguntaba otra vez el porqué tenía que dormir en el sofá cuando discutía con Marisa. Ya iban tres noches y el apoyabrazos como almohada le estaba matando. Tras incorporarse caminó hasta la cocina, el fluorescente parpadeó lento y se fijó en una luz blanca, hiriente, que rebotaba en los azulejos. Se detuvo frente al escurridor del fregadero y cogió de él todas las piezas de la cafetera desarmada. Las sopesó y recordó los primeros días en que vivieron juntos, cuando saliendo de entre las sábanas, ella le dijo: "Hazme un café mientras me ducho". Y lo hizo. Puso agua hasta la altura del la válvula con cuidado de no pasarse ni de quedarse corto. Añadió dos cucharadas de café molido, memorizando su aroma, y lo puso al fuego. Desde entonces no hubo una mañana que no lo hiciera. Antes de irse al trabajo, de salir por la puerta cerrándola despacio para no hacer ruido, cumplía con la ceremonia de preparar la cafetera y dejarla esperando sobre la parrilla de la cocina a que ella encendiera el fuego con la misma llama que prendía el primer cigarrillo de la mañana. A veces le dejaba notas, a veces flores. Incluso en esos días que el dormitorio le estuvo vetado, no ha dejó de hacerlo.



—Qué pronto el detalle pasó de ser un gesto romántico a una obligación (!) —murmuró irónico y con un gesto de desprecio dejó la cafetera en el mismo sitio.


Avanzó por el pasillo decidido a buscar ropa limpia. Paró su avance delante de la puerta del dormitorio, la idea que por un momento le asaltó, atractiva, de entrar haciendo ruido y despertarla, molestarla, perdió la batalla con el miedo a enfrentarse a ella, a su silencio, a sospechar que ella le estuviera mirando mientras rebuscaba en el armario. Levantó un brazo y se olió el sobaco valorando si el olor sería muy fuerte o podría por el contrario aplacarlo con desodorante. Lo que no haría es ducharse y ponerse la misma ropa. Frente al espejo del baño palpó la barba rasposa y miró fijo el reflejo de sus ojos, pero estaban tan perdidos como él. Tampoco entendían qué estaba pasando en su relación.


Mirando el reloj descubrió que había perdido el tiempo. Lavó su cara con prisas y salió de la casa rápido, como huyendo. Cuando el picaporte sonó cerrando la puerta, una leve puntada de arrepentimiento le asaltó reprobándole que no dejara la cafetera preparada sobre el fogón apagado.


Salió a la calle al tiempo que un viejo Renault paraba frente al portal en doble fila. Abrió la puerta y tras sentarse tendió la mano al conductor.


—Buenos días —dijo intentando ocultar el mal humor— ¿Cómo estás?


—Bien, estoy bien.


Antes de arrancar Emilio le tendió una pequeña carpeta marrón.


—Ahí está todo lo que sabemos.


—Me marea leer en el coche.


—El hombre llama y dice que ha matado a su pareja. Ella está muerta pero no hay signos de violencia. El informe médico dice que sobredosis de somníferos, relajantes musculares y posiblemente alguna otra cosa.


—¿Qué mas?


—Nada más, el resto son datos personales, no tenemos siquiera declaraciones de los vecinos y familiares.


—Esto es una pérdida de tiempo, así no se hacen las cosas—sentenció.


El resto del viaje lo pasó mirando las luces de las farolas y semáforos que perdían intensidad frente al cielo que se encendía con la aurora. Trató de situar en el calendario la última vez que se despertó junto a Marisa e hicieron el amor antes de desayunar. Ni siquiera se acordaba cuándo habían reído por última vez.


Al llegar a la comisaría siguió a Emilio hasta la sala de interrogatorios. Entraron. La quietud de los que estaban allí y un silencio tenso que llamaba la atención le pusieron alerta sobre algo escondido… Sentado al otro lado de la mesa se encontraba el detenido. Los ojos asustados le delataban. Su pelo, algo escaso a los lados de la frente y en la coronilla estaba despeinado. Del labio superior, un poco amoratado, salían un par de gotas de sangre que le pintaban la boca y el dorso de la mano, al limpiarla, de rojo. Junto a él, de pie, se encontraba un policía que saludó con cierto nerviosismo. Emilio pasó su mirada de uno a otro, del labio sangrante a la mirada huidiza del otro que al no encontrar dónde esconderse se mostró altanera.


—¿Qué pasa aquí, Pedrosa?


—Nada —esbozó una sonrisa de media boca—, resistencia a la autoridad.


—¿Cómo? ¡Qué tontería dices?


—Se merece eso y mucho más, no seas mojigato.


—Vete —le dijo—, no quiero verte más por aquí. Y sabe que si presenta denuncia no te cubriré más. Eres un maldito hijo de puta.


—Vamos Emilio es un cabrón asesino, no irás a defenderlo. Y yo soy policía, como tú.


—¡Eso es! —se le encaró empujándolo hacia la puerta—, no eres ni juez ni verdugo y no eres como yo, como policía… das asco.


Pedrosa apretó los labios y con rabia respondió antes de salir.


—¡Que te follen!


Martell buscó en los bolsillos algo para que el detenido se limpiara, no encontró nada. Le hizo un gesto de disculpa.


—Soy el doctor Martell, psiquiatra forense de la policía.


—¿Quieren saber si estoy loco?


—Es algo más complicado que eso, pero la idea, básicamente, es la misma.


Emilio se acercó a la mesa, él sí llevaba pañuelos de papel y le tendió uno.


—Gonzalo —le habló—, tanto el micrófono que hay en la mesa como la cámara de aquella esquina están funcionando. Todo lo que hable o haga será confidencial y no se podrá utilizar contra usted. La grabación será usada por el doctor pero si quiere dejaremos de grabar. Bien ahora o, si lo desea, en cualquier momento de la entrevista. Sólo tiene que decirlo ¿Ha entendido?


Asintió con la cabeza.


—¿Te traigo un café, Martell? —aunque le apetecía y empezó a salivar por la propuesta, la imagen de Marisa ante la cafetera desarmada en el fregadero le apretó el estómago y, culpable, la rechazó. Extrajo el paquete de tabaco de la chaqueta, sacó un cigarrillo y con él en la boca ofreció el paquete al reo, como negó la invitación, lo puso encima de la mesa y encendió el suyo.


—Espero que no le moleste si fumo —exhaló una fuerte bocanada hacia arriba, a la izquierda—. Cuénteme lo que ha pasado.


—¿No se lo han dicho?


—Sí, claro que me lo han dicho. Pero yo quiero saber qué es lo que realmente pasó, y ellos no estaban allí, ¿verdad?


—No —continuó callado, mirando con cierta desconfianza.


—Discutieron.


—No.


—Eran pareja, ¿verdad?, vivían juntos.


—Sí.


—¿Había alguien más?


—No.


—Tienen niños.


—Yo tengo dos, pero viven con su madre.


(Marisa quiere tener dos, niño y niña, la parejita. Es tan…, convencional.)


—Estuvo casado —hacía las preguntas que parecían afirmaciones.


—Sí, una vez.


—Antes, cuando le preguntaba si había alguien más…, en realidad me refería a si había otra persona en la relación. Una aventura, un desliz…


—No, todo iba muy bien. Éramos felices.


El doctor guardo silencio y mantuvo una actitud expectante que le invitaba a seguir hablando.


—Muy felices, no se podía estar mejor.


—¿Entonces?


—Ese era el problema. Ya no se podía estar mejor. A partir de ahora todo sería una cuesta abajo. Primero la rutina. El trabajo que te hace polvo y empuja los ratos de sexo al fin de semana…


—Son las distintas etapas de una relación, pero mirándolas por el lado menos atractivo.


(No me estás diciendo nada nuevo.)


—No, no se engañe, es la muerte sin remedio. Sé de lo que hablo, ya lo he vivido. La primera vez buscamos ayuda profesional, justo después de que nacieran los niños y justo cuando vimos que ellos tampoco eran la solución. No sólo empeoraban las cosas, es que encima traen sus propios problemas. ¡Un pan bajo el brazo! ¡Ja!


—¿Cómo era su padre? ¿Autoritario?


—No —se sorprendió—, no tiene nada que ver en esto. Isabel es…, era una mujer estupenda, maravillosa, no se merecía lo que ahora le tocaba vivir.


—¿Para ella era su primera relación?


—No, no, ¡qué va! Era su tercera vez, las dos primeras estuvo casada. Necesitó un poco más que yo para darse cuenta del error.


—El matrimonio es un error entonces.


—Bueno… —bajó la mirada y pensó durante unos segundos—, es un chiste que se repite, y que en realidad no tiene gracia. El matrimonio no es bueno ni malo, es estúpido, inútil y lo complica todo.


—Entonces, si no he entendido mal, usted la mató porque ya habían llegado al punto álgido de su relación.


—Sí, los dos sabíamos, por experiencia, qué era lo que tocaba ahora. La muerte del amor, la podredumbre, desgana, enfados, recriminaciones. Yo la quiero…, quería como nunca he querido a nadie. Ella me contó todo lo que sufrió con sus otras parejas y yo no podía dejar que pasara de nuevo. No se lo merece. Es…, era una mujer estupenda, muy buena.



—¿Sabe, Gonzalo? Hay algo que no me cuadra en su relato. Podría admitir que me encuentro de nuevo con historias del tipo de Romeo y Julieta o los enamorados de la Peña de Antequera. En esas los dos deciden poner fin a su vida ante la imposibilidad de su amor. Ninguno de ellos se convierte en Dios y decide por el otro.


Gonzalo cogió el paquete de tabaco y jugó nervioso con él, lo hacía girar entre sus dedos, lo golpeaba sobre la mesa. Acabó el juego cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y en la barbilla aparecieron pequeños hoyuelos por el llanto contenido.


—Esa era la idea. Decidimos que debíamos morir, queríamos morir juntos para estar siempre en lo mejor de nuestro amor.


—¿Y qué paso?


—Tuve miedo —lloró abiertamente—, tuve mucho miedo.


 


Se despidió de Emilio.


—Ya te envío el informe por e-mail, cuando llegue a casa.


—Te llevo.


—No, no, gracias, parece que hace una buena mañana, me apetece pasear.


—¿Estás bien Martell?


—Sí, ¿por qué no había de estarlo?


—No sé el porqué, pero el pantalón y la camisa arrugadas…, no dicen lo mismo.


—Siempre policía —rió—, ¿verdad?


—Siempre.


—Nada que no tenga solución. Adiós Emilio.


Con las solapas de la chaqueta subidas y las manos en los bolsillos paseó por la acera en la que empezaba a dar el sol. Sonaban en su cabeza ecos de la charla con Gonzalo. Ellos, él y su pareja, habían decidido que no valía la pena seguir. Habían centrado el motivo de la vida en el amor, más bien en la convivencia perfecta, en el sexo. La idea de la felicidad plena, tan usada y gastada por películas y novelas les había poseído. Se habían enamorado del amor. Todo lo demás no tenía sentido. ¿Estaban locos? Por supuesto, como cencerros. No hay nada absoluto y todo se mide por sus opuestos. La felicidad por la desdicha, la alegría por el llanto, el ruido por el silencio. Marisa quiere tener hijos, se decía, y él no estaba preparado. Esa era su razón para rechazarlos. Pensó también que los estaba buscando como excusa a los problemas de pareja. Se había encerrado en su postura egoísta y no quería perder lo que tenía. Un hijo representaba hacerse mayor, hacer más concesiones, dejar de ser el primero, compartir a Marisa. Y eso no le gustaba, cuando discutía con ella se posicionaba, inamovible, en su orgullo, y la culpaba a ella de lo que iba mal y no a su postura. Gonzalo estaba loco por negarse a vivir lo que era natural que llegara. ¿Y él, no estaba loco entonces? Lo había dicho muchas veces, y hacía un rato que lo hizo, se lo dijo a Gonzalo y lo repitió en voz alta como si lo estuviera descubriendo en ese momento.


— Son las distintas etapas de una relación, pero mirándolas por el lado menos atractivo.


Apenas caminó dos manzanas más y cogió un taxi. Llegó a casa, fue rápido a la cocina, montó la cafetera y encendió el fuego. Levantó el brazo y olió la axila. Fue al baño y se propuso ganarle la carrera al café. Con la toalla a la cintura como única vestimenta preparó dos tazas sobre una bandeja, sirvió la infusión negra y la blanqueó con un poco de leche y azúcar, dudó un momento al final del pasillo y abrió la puerta del dormitorio. Miró a Marisa dormida. Esperó unos segundos, le retiró un mechón de pelo de la frente y cuando abrió los ojos le ofreció una sonrisa.


—Buenos días, ¿te apetece un café?


 


 


 


 


 


5 comentarios:

  1. El cuento está bien escrito, bien desarrollado, es bastante claro en todo su recorrido. Cumple con el tema propuesto.
    Un psiquiatra forense que tiene problemas con su pareja, se va de madrugada sin dejarle preparado el café, la entrevista con un detenido que ha matado a su mujer, las razones que le plantea el hombre sobre por qué la ha matado lo hacen recapacitar, regresa rápido a su casa, donde aún no se ha despertado ella, prepara el café, y va a despertarla.
    Sigo pensando que Pedro cada vez escribe mejor.
    Nada más me chocan algunas cosas, que bien puede ser por razones de geografía, tal vez en España los manejos policiales y judiciales se lleven a cabo de la manera descripta en el relato, si me dejo llevar por los procedimientos locales, no me resultan para nada creíbles.
    Y algo que queda también poco convincente, son las razones del psiquiatra sobre su mala relación con la mujer. Él ya tuvo hijos y otro matrimonio, pienso que deberían ser un poco más complicadoas, no tan lineales, sus actuales motivos.
    Marco algo más sobre el texto.

    sus ojos, recién despiertos, no consiguieron enfocarla, apremiado por la insistente música descolgó ¿no se trata de un móvil? y se colocó el teléfono en la oreja


    —¿Qué? —miró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda— Pero si son…, estás de broma, ¿no? ¿Sabes la hora que es?
    —Sí, lo sé. Son órdenes de arriba. Es un caso de violencia machista, el tío ha confesado y el juez quiere un informe psiquiátrico para dictar sentencia lo antes posible. Esto, aquí en Argentina, no es creíble para nada, los tiempos de la justicia son más lentos que el caminar de la tortuga. Los pedidos de expertos son todo un trámite que lleva su tiempo interno.

    Tosió mientras se preguntaba otra vez el porqué ¿no quedaría mejor sin el, sólo por qué? tenía que dormir en el sofá cuando discutía con Marisa.

    Las sopesó y recordó los primeros días en que vivieron juntos ¿de su convivencia?, cuando saliendo de entre las sábanas,

    que el dormitorio le estuvo vetado, no ha dejó dejado de hacerlo.

    —¿Qué mas más?


    El resto del viaje lo pasó mirando las luces de las farolas y semáforos que perdían intensidad frente al cielo que se encendía con la aurora. Trató de situar en el calendario la última vez que se despertó junto a Marisa e hicieron el amor antes de desayunar. Ni siquiera se acordaba cuándo habían reído por última vez.

    —¿Cómo? ¡ ¿Qué tontería dices?

    Y sabe que si presenta denuncia no te cubriré más sobra. Eres un maldito hijo de puta.

    —Vamos coma, o punto Emilio es un cabrón asesino, no irás a defenderlo. Y yo soy policía, como tú.

    —Gonzalo —le habló—, tanto el micrófono que hay en la mesa como la cámara de aquella esquina están funcionando. Todo lo que hable o haga será confidencial y no se podrá utilizar contra usted. La grabación será usada por el doctor pero si quiere dejaremos de grabar. Bien ahora o, si lo desea, en cualquier momento de la entrevista. Sólo tiene que decirlo ¿Ha entendido?
    Tampoco este es un procedimiento habitual por estos pagos, esta consulta debería realizarse con la intervención del abogado del acusado, de lo contrario, no tendría valor legal.

    —Yo tengo dos, pero viven con su madre.

    (Marisa quiere tener dos, niño y niña, la parejita. Es tan…, convencional.)
    Aquí, al usar la bastardilla, sobran los paréntesis


    —Son las distintas etapas de una relación, pero mirándolas por el lado menos atractivo.

    (No me estás diciendo nada nuevo.) lo mismo

    No hay nada absoluto y todo se mide por sus opuestos. La felicidad por la desdicha, la alegría por el llanto, el ruido por el silencio. Marisa quiere tener hijos, se decía, y él no estaba preparado. Esa era su razón para rechazarlos. Siento que la excusa planteada es poco convincente, tal vez convendría reforzarla con otras ideas

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  2. Como Norberto, pienso que Pedro escribe muy bien, es siempre un placer leer sus cuentos.
    Me atrevo a señalarle una repetición (ella) que tal vez pueda obviarse sin que se modifique el texto en si:
    ...perdió la batalla con el miedo a enfrentarse a ella, a su silencio, a sospechar que ella le estuviera mirando mientras rebuscaba en el armario.
    Coincido nuevamente con Norberto cuando opina sobre la justicia en nuestro país, es tan lenta que se convierte en injusticia.
    Por lo demás, creo que el personaje está muy bien logrado, marca los miedos masculinos a la rutina de la convivencia y a la supuesta rivalidad con los hijos. La decisión del final es digna de imitar ¿no?

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  3. Recapitulemos. Un policía es despertado en medio de la noche por el teléfono. Un compañero le anuncia que viene a buscarle con un coche, porque es necesario en la comisaría. La entrada sirve para mostrarnos al protagonista durmiendo en el salón de su casa, en el sillón, tapado con una manta. Eso nos convence de que no se lleva bien con su mujer, que duerme en el dormitorio, como dios manda. El protagonista se llama Martell. Se ha dormido con el televisor encendido, sin voz.
    Martell se hace un café y sale de casa. Pero antes nos da una pista sobre su sentimientos hacia su mujer: no quiere despertarla en medio de la noche, por lo que evita abrir la puerta de su dormitorio, de manera que se va con la misma ropa de ayer. Y siente una especie de remordimiento por no haberle dejado la cafetera preparada para cuando ella despierte. Luego no parece estar todo perdido para la pareja, piensa en lector.
    Sigue otra escena breve en la que Martell es recogido por el compañero y llevado en coche a la comisaría. Empieza a amanecer muy rápidamente, o es que la ciudad es enorme. La escena del coche aporta un par de cosas: el detenido que tiene que entrevistar (Martell es psiquiatra) confiesa haber matado a su mujer. Y el protagonista sigue pensando en su mujer, cada vez que apoya la cabeza en la ventanilla de un coche.
    Cuando llegan a la comisaría se encuentran con que el detenido tiene sangre en la boca, lo que sirve para retratar a un interrogador violento, con un historial de torturador. El lector se pregunta para qué (coño) necesita golpear un policía a un tipo que asegura haber matado a su mujer. Para que confiese no, porque ya lo ha hecho de entrada; como sanción menos, porque se nos caerían los palos del sombrajo con respecto a la figura de sádico que tiene el torturador. Por deporte, pues. Hum. No me parece creíble.
    Luego viene una escena algo confusa, por la ausencia de dicendis; y (esto es absolutamente subjetivo) por el meollo de lo que allí se explica. El detenido asegura que hubo un pacto para matarse, porque la pareja había ya llegado al cenit de su amor, y ya sólo quedaba el declive. Bueno, bueno, la explicación es tan prolija que adivinamos una cierta aprobación en el autor de la filosofía que ahí se vierte; al menos eso se puede colegir del discurso sosegado del detenido, y del hecho de que el autor no nos muestre ningún gesto de desequilibrio. No obstante no llegamos a saber oficialmente la opinión del psiquiatra, la dará en un correo electrónico cuando llegue a casa. Sin embargo, hay una cierta proximidad entre el policía (o el narrador) y el detenido. Por ejemplo, cuando el narrador dice: «Sonaban en su cabeza ecos de la charla con Gonzalo». Parece un trato demasiado familiar o amistoso; parece poco probable que el policía llame mentalmente al detenido por su nombre, cuando repasa lo que ha hablado con él. Durante esa reflexión Martell concluye que el detenido y su mujer estaban locos, “como cencerros”, piensa. Pero no nos ha dado pruebas de ello.
    El interrogatorio sirve para que el policía siga pensando en su mujer, y comparando la situación propia con la del detenido y su difunta esposa. El lector se pregunta por qué el detenido habrá confesado un asesinato que no ha cometido, y por qué ahora cambia tan fácilmente su testimonio. ¿Será que el policía malo le dio una hostia en la boca y el detenido confesó de inmediato ser un asesino? Es poco probable o, desde luego, está poco fundamentado. ¿Será que se impone como castigo la cárcel, por haber sentido debilidad en el último momento y no haberse matado con ella? Tampoco parece lógico.
    Lo que atañe al policía torturador y a la confesión me parece que debe mejorarse.
    Finalmente, la entrevista con el detenido sirve para algo: Martell llega a casa y le ofrece un café (la paz) a su mujer. ¿Podría obtener de la observación de una psicopatía una conclusión que le sirviera en su vida íntima? Pues parece que sí.
    Bueno. Voy concluyendo:
    Me gusta leer un texto largo de Pedro. Me gusta también que sea una historia policiaca. Creo (pero a mí es que me gustan las de vaqueros) que se podría o debería restar presencia al factor psicológico, íntimo del protagonista, y a la moralina que se nos desliza sutilmente. Como espectador no acabo de ver o compartir la urdimbre de esta historia; el amor que se acaba, la senectud del amor, la relación de pareja… demasiado difícil para mí.
    Transcribo los garabatos que he ido poniendo sobre el papel:
    Hay una cierta tendencia en Pedro a abusar de la palabra “tras”. No me gusta «Lo cogió tras tropezar». Esta estructura se repite en «tras incorporarse», «tras las primeras bocanadas de humo», «tras una mesa» y «tras sentarse tendió la mano». Lo mismo es útil retransmitir los movimientos según se producen, y no utilizar la palabra tras.
    Parece una trampa del narrador la frase «no consiguieron enfocarla», aunque luego no tiene consecuencias. Lo mismo podría eliminase sin más. Inmediatamente después debe ir un punto y coma, o un punto y seguido. Algo de rango superior a una coma, desde luego, para separar el enfoque del “descuelgue”. Por cierto que los móviles no se descuelgan (no habría de dónde); sería mejor decir “aceptó la llamada”.
    La frase «hablaba con desganada aceptación» me suena rara. Creo que es por la palabra “aceptación”, que es algo feíta y suena a bolero. Podría cambiarse por “aceptaba con desgana”.
    Esto ya tiene que ver con gustos personales, pero mejor que decir “tosió mientras se preguntaba” sería decir: “Tosió. Se preguntaba”. Un punto y seguido tiene mucha más personalidad que un nexo de dos o tres sílabas; por otra parte, es irrelevante el hecho de que exactamente al mismo tiempo que se preguntaba le viniera la tos.
    Es un poco confusa la frase «Tras incorporarse caminó hasta la cocina, el fluorescente parpadeó lento y se fijó en una luz blanca, hiriente, que rebotaba en los azulejos». Cabe hasta la duda de que Martell sea quien se fija (repara) en una luz blanca mientras el fluorescente parpadea, o es que el parpadeo del fluorescente termina en una luz blanca. Pienso que es el verbo fijar el que estorba, y el verbo rebotar el que sobresalta. Mejor afirmó/asentó y reverberaba.
    «Cuando, saliendo de entre las sábanas, ella le dijo» nos da la oportunidad de matar un gerundio que produce un runrún (ando endo) y refrena el ritmo con dos comas. Mejor sería “ella salía de entre las sábanas y le dijo”.
    Falta una coma en «dejarla esperando sobre la parrilla de la cocina a que ella encendiera el fuego [coma] con la misma llama que prendía el primer cigarrillo de la mañana».
    Hay una brasa que quedó de un borrado en «le estuvo vetado, no ha dejó de hacerlo».
    La reflexión «—Qué pronto el detalle pasó de ser un gesto romántico a una obligación (!) —murmuró irónico y con un gesto de desprecio dejó la cafetera en el mismo sitio», parece muy farragosa para decírsela uno a sí mismo. Lo normal es murmurarse cosas más condensadas, puesto que el que piensa ya conoce el sentido último de la frase. No entiendo qué función cumple en ese murmullo el paréntesis y la admiración. No entiendo, digo, cómo se administra eso. Además falta un punto y seguido antes de “Y con un gesto”. La cosa podría quedar así:
    —¡Qué rápido del romanticismo a la obligación —murmuró irónico. Y con un gesto de desprecio dejó la cafetera en el mismo sitio.
    De todos modos se podrían buscar sustitutos a las palabras irónico y desprecio.
    No me gusta «paró su avance».
    Podemos matar otro gerundio si, en lugar de decir “mirando el reloj descubrió”, se dice “al mirar el reloj descubrió”. Pero mejor que descubrió sería “supo” (más sonora, consonante, vocal, consonante, vocal. Después de todo no es un descubrimiento darse cuenta de que uno va a llegar tarde.
    Me gusta la frase “Me marea leer en el coche». Es una observación muy humana.
    En la sangre del detenido sobran cosas, el lector no necesita que le den todo masticado, hay que suponerle un mínimo de sagacidad. Si se nos dice que dos gotas de sangre le pintaban la boca y el dorso de la mano ya se nos ha dicho todo. Sobra lo de “al limpiarla” y “de rojo”, pues el lector ya sabe que la sangre del dorso es de limpiarse y que la sangre es roja. Pero, ojo, las dos gotas de sangre que salen del labio no pueden ser las mismas que han pintado la boca y el dorso. Serían otras.
    Hay un momento en que se da el diálogo sin verbos en dicendi (“Eran pareja” y “Había alguien más”) y el lector se pierde porque no sabe quién está diciendo qué. No se debe tener miedo a decir un millón de veces “dijo”. Dijo mejor que habló. No me suena bien el verbo hablar en «Gonzalo —le habló—, tanto el micrófono que hay en la mesa».
    No puede resolver una coma el salto narrativo que hay entre «con él en la boca ofreció el paquete al reo» y «como negó la invitación, lo puso encima de la mesa». Hace falta un punto y seguido o, como mínimo, un punto y coma. Por otra parte, Gonzalo (el cuento mejoraría si no tuviera nombre) no es un reo, sino un detenido. Un reo es aquel acusado que está siendo juzgado por un juez. Pero durante el interrogatorio de la policía lo que se está dilucidando es si finalmente va a ser acusado ante él.
    No tiene relevancia saber que el psiquiatra exhala el humo hacia la izquierda. Izquierda o derecha es lo mismo para nosotros, porque no se nos ha dado un croquis de la situación de los personajes. Los datos inútiles estorban o sugieren que no se nos han dibujado bien la escena. Baste decir que evitó echarle el humo al detenido.
    En una ocasión hay puntos suspensivos, al final de los cuales, y antes de encontrar la palabra que se busca, se pone una coma. No entiendo para qué. «Es tan…, convencional». No sé qué pinta ahí la coma, si la frase, en caso de no haber dudado, sería «Es tan convencional».
    El párrafo que comienza con «Gonzalo cogió el paquete de tabaco» creo que merece ser escrito de nuevo. Hay un salto abrupto cuando se zanja con «Acabó el juego», y luego un detalle blandengue a base de hoyuelos y llanto.
    También es abrupto, pero mucho más, el momento en que el narrador se desentiende del interrogatorio y lo corta diciendo «Se despidió de Emilio», inmediatamente después de que el detenido dijera «tuve mucho miedo». Merece la pena meter ahí un párrafo más o menos largo de preparación, una descripción o una reflexión, algo que no rompa de un modo tan descarnado con el diálogo precedente, sobre todo cuando en ese diálogo hay un tipo que está mostrándose íntimo.
    Y ya, me parece que he resultado muy pesado. Llevo un buen rato escribiendo. En resumen yo diría que me gusta cuando escribes en tercera, un cuento largo como éste, y cuando aparece un paisaje poco habitual en nuestras vidas. Pero me gustaría que fueras menos introspectivo y más epidérmico. Que sugirieras más con los detalles que con las palabras. Muy bien, en cualquier caso, me ha gustado leer tu cuento.

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  4. También me ganaron y casi se ha dicho todo. Recuerdo con melancolía
    que mi psiquiatra me deja porque ganó el concurso como forense.
    Me ha gustado el cuento.Sólo que le quitaría algunos detalles que lo
    alargan innecesariamente. La identificación con el asesino-vícitima,
    convence. Deja al lector la libertad para cerrarlo. No estoy segura de
    que el título deba ser ese.
    En cuanto al uso del gerundio podemos decir que da idea de acción
    durativa y mientras indique simultaneidad, no hay problemas. De ahí en
    más que decida el escritor. Me queda suelto lo del policía agresivo y
    primitivo. Tal vez quiso mostrarnos que el cuerpo policial tiene
    sujetos más peligrosos que el detenido, no sé.
    Con una página menos estaría perfecto.

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  5. Es difícil aportar algo cuando Carlos ha masticado casi todo el relato. Pero bueno, al menos daré mi lectura personal que coincide con la opinión final de Maester: me parece que un buen recorte le haría ganar enteros al texto.

    Resumiría, por ejemplo, la primera escena de la casa, cuando le llaman y empieza su explicación acerca de la relación con Marisa. Cuando dice que le bajó el volumen a la tele y luego que una chica hablaba sin sonido, querrá decir entonces que lo que hizo Martell fue quitarle por entero el volumen a la tele, ¿no? Esa tontería me despistó, lo confieso. Incluso volví atrás para cerciorarme.

    En la comisaría no entiendo el papel del poli malo. Una vez acabado el relato sigo sin entenderlo. Fuera el poli malo.

    Tampoco me gusta el razonamiento del detenido, suena a que debería haber visitado al psiquiatra bastantes veces antes de hacer eso. Menos me convence que su pareja fuese de la misma opinión. ¿Dos locos compartiendo ideas? Sí, soy incrédula.

    Las intervenciones de la vida personal de Martell en lo que acontece las haría de otra manera, mezcladas con el texto, no de forma tan evidente (y masticada).

    Sin embargo, la idea del relato me gusta, que un policía descubra respuestas a sus problemas en los problemas que sufre el prójimo: “la paja en el ojo ajeno, la viga en el propio”. Creo que eso es profundo y merece la pena conservarlo, pero retocando otros detalles.

    Te envidio, Pedro, te has lanzado a mucho en este relato y creo que has descubierto cosas muy interesantes.

    Un abrazo!

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