martes, 14 de abril de 2009

El recorrido de las sombras

Montse Villares

      El frío le había acobardado. Llevaba un rato apoyado sobre el alféizar de la ventana. No pasaba nadie. Únicamente los tímidos rayos de un sol otoñal acariciaban los árboles del parque. Proyectaban una larga sombra que se movía a la misma velocidad que su lánguida vida. Pensaba en ello cuando su mujer le interrumpió:
      —¿Qué miras?

      Y él, dejó transcurrir unos segundos. ¿Lo entendería? Finalmente girando la cabeza hacia ella, le respondió:
      —Las sombras.
      —¿El qué?

      Ya sin mirarla, contestó:
      —El recorrido de las sombras.

      Hacía meses, desde que le jubilaron, que gastaba las mañanas sentado al sol en un banco del parque, contemplando a la gente y leyendo el periódico al sol. Al principio, regresaba de comprar el pan con él, para leerlo en el sofá, pero su mujer no paraba de ir y venir, de barrer donde él se sentara, haciéndole levantar los pies, o cambiar de asiento… Estaba invadiendo su espacio; por eso cada día se demoraba más. Sin trabajo, sin metas, sin vida. Su única ocupación, tras leer las noticias, era observar al que pasara. Poco a poco la lectura perdió interés. ¿Qué más le daba a él quién gobernara? ¿Acaso le iba a cambiar la vida? Durante algún tiempo se aficionó a los sucesos. La desgracia de los demás le hacía más llevadera la suya. Eso le condujo a las necrológicas donde llegó a buscar su nombre. Se cansó. Siguió acudiendo al banco del parque pero ahora pasaba las horas en blanco. Saludaba mecánicamente a algún conocido con quien, tiempo atrás, hubiera debatido sobre política o futbol junto a un café. Ahora prefería no molestar. No quería convertirse en uno de esos viejos babosos que mendigan un poco de conversación. Así, poco a poco se fue encerrando en sí mismo. Viendo la gente pasar, pero sin verla. Dejaron de ser personas. Sólo eran siluetas.

      Una mañana de tantas, cansado de no hacer nada, cabizbajo, oyó a una mujer cuya voz sonaba alegre. Se irguió perezosamente. Aún alcanzó a ver su sombra. La silueta se movía desenvuelta y los pasos le recordaron un fox-trot. Al regresar a casa, su mujer le descubrió una sonrisa. Aquél día, soñó con la silueta de la mujer y quiso ponerle cara, pero no pudo imaginar ninguna lo suficiente bella para aquella voz.

      Al día siguiente volvió al mismo banco. Esperaba avistar la soñada silueta pero durante la mañana no apareció y por la tarde tampoco. Llegó a casa abatido. Quizá mañana, se repetía animoso. Transcurrieron semanas sin encontrarla. Durante ese tiempo rebuscó entre las sombras de la gente pero ninguna era la suya. Sin quererlo, adivinaba quien pasaba, por su sombra. Era una forma de matar el tiempo. Con la mirada clavada en el suelo, descubría una sombra y nombraba mentalmente la persona a quien pertenecía; el vecino del ático, la vecina del segundo, el hijo del frutero, etc. Después alzaba los ojos y casi siempre acertaba. Su sombra favorita no regresó pero la práctica le indujo a detectar anomalías; movimientos que no correspondían al dueño; éste negaba mientras su sombra afirmaba, otro saludaba efusivamente, con reverencias mientras su sombra no se movía. Incrédulo continuó espiándolas. No pudo negarlo cuando, al encontrarse dos matrimonios que paseaban, sus sombras se saludaron entre ellas sin las ataduras de tener que guardar las formas que sus propietarios tuvieron a bien mantener. Así se enteró que el marido de la modista se entendía con la mujer del panadero. Era inaudito. Ese mundo estaba al alcance de todos y en cambio sólo él parecía conocerlo. ¿A quién podía contárselo? Nadie le iba a creer. Por eso probó aquél día con su mujer… pero tuvo que desistir. Por el rabillo del ojo la vio barrer mientras negaba con la cabeza. No oyó lo que ella murmuraba entre dientes pero supo que no podía confiarle su secreto.

      Poco a poco, de puro observar, aprendió que las sombras tenían carácter propio y a menudo no coincidía con el del dueño; niños con aspecto sano y una sombra enferma, y señoritos encorbatados con una sombra encorvada, ancianos con una sombra infantil y señoras puritanas con una sombra voluptuosa. ¿Cómo sería la mujer de voz alegre? No. Mejor no arriesgarse a que el aspecto físico le desilusionara.

      No podía dejar de espiar las sombras de los paseantes. Ahora era su única ocupación diaria. Subyugado por ese nuevo mundo, sólo faltaba los días de lluvia en que las sombras se esconden bajo los paraguas.

      Una vez, presenció la pelea de un gran pastor alemán con un cocker; por mucho que ladrara el primero, la sombra acrecentada del canijo le tenía petrificado. Ese día quiso conocer su propia sombra. Sentado en el banco, con el sol a la espalda, aguardó para verla aparecer lentamente. A media mañana, la tenía enfrente. Un poco pequeña—pensó. Y se levantó. Sí, parece encogida. Empezó a caminar irguiendo ligeramente el cuerpo y la sombra le acompañó. No era como él creía. Pero después de un largo paseo, tuvo que admitir que era la suya.

      Quizás él también había cambiado. Ya no era aquél joven que consiguió un aumento de sueldo y una semana extra de vacaciones cuando se casó. Hasta entonces no lo había conseguido nadie en el despacho. Nadie supo que fue sólo cosa del azar. Sí, el azar y el trabajar hasta tarde… por ello sorprendió al jefe con una clienta. Mantuvo el secreto y así ganó la consideración de su superior y el respeto de los demás. Se crecía recordándolo. Y su sombra también.

      La estudiaba buscándose en ella, pero sin reconocerse. La nostalgia extrajo de su memoria momentos; escenas de su infancia, de sus pocos amigos, del servicio militar… en todos, él era joven, ágil y útil. Formaban parte de él, pero ¿y de su sombra? ¿Estuvo ella también en aquellos momentos? Debió crecer con él… Se la miraba. Y ella parecía entenderle. Asentía y le animaba a proseguir.

      —¿Recuerdas… de crío, cuando harto de recibir puñetazos, un día tras otro, me dirigí al grandullón y le di mi bocadillo para que me defendiera de los macarras del barrio? La satisfacción ante mi pequeña victoria duró poco. Me supe un cobarde.

      Su sombra asentía reconociéndolo.

      —¿Y cuando me emborraché por primera y única vez y mi padre me quitó la resaca de un guantazo? ¿también estuviste allí?

      Ella había sido, hasta entonces, mudo testigo de sus actos y cobardías. Incluso de aquellas que él mismo se negara. Este descubrimiento le perturbó. Caminó todo el día estudiándola de reojo. Regresó a casa de noche, sin querer saber si le seguía o no.

      A la mañana siguiente se quedó en casa. Asomado a la ventana contemplaba el recorrido de las sombras sin atreverse a encarar la suya.

      Por la tarde decidió salir. Más por evitar la mirada interrogante de su mujer que por ganas. Paseaba despacio. Su sombra silenciosa junto a él. Llegó hasta el puente de la riera y se apoyó en la baranda. Ella también. Parecía interrogar al cauce del rio seco. Como si sus piedras pudieran darle una respuesta. Comenzó a desandar el camino, despacio, cabizbajo. Se paró ante un guijarro, miró hacia su sombra, por si ella lo había visto también y le dio un puntapié. Ambos a la vez. ¿Hasta qué punto sabía ella lo que pensaba? Ella parecía comprender sus silencios. Demasiados años juntos…

      Recuperado del shock inicial, una vez aceptado que ella le conocía tan bien como él mismo, se dejó acompañar y del mismo modo que otros hacían con su perro, él empezó a pasear su sombra.

      —¿Vamos al parque? Parece que hace buen día.

      Caminaba sin dejarla atrás, a su lado. A medida que recordaba sucesos memorables de su vida, los compartía con la sombra. Era mejor que estar solo.

      Al llegar a casa, si los recuerdos le habían llevado a algún momento compartido con su mujer, se los comentaba. Ella estaba contenta con el nuevo carácter sociable de su marido. Hacía tanto que no hablaban… cuando trabajaba, después de comer con el diario en la mesa, se recostaba en el sofá unos minutos antes de ir al trabajo. Ella recogía la mesa sin hacer ruido y se sentía tan sola como lo había estado toda la mañana. Compartían, techo, cama, mesa y vida, pero no conversaban. Sólo les unía ese espacio, las costumbres.

      Ella sabía que no era normal, que debía haber conocido a alguien que le tiraba de la lengua. Aunque no quiso darle importancia. Prefirió ignorarlo y conservar esos instantes compartidos.

      No quiso darse por enterada, pocas semanas después, cuando unas vecinas en el portal, cuchicheaban de alguien que hablaba solo en el parque y callaron al entrar ella.

      Quiso preguntarle, pero no pudo. Ahora, ¡estaban tan bien! No iba a estropearlo.

      Transcurrieron meses en esa nueva armonía. Pero él, cada vez con más frecuencia, perdía la noción del tiempo y llegaba a casa a comer tarde, casi de noche. Ella se preocupaba al principio, se impacientaba después y por último se enfadaba. Le recibía disgustada. Ahora que había recuperado ese espacio juntos no se resignaba a perderlo. Él fingía no oír sus protestas. Dejó de prepararle la comida pero eso a él no le importó. Así ya no debía aparecer a una hora determinada, era más libre de moverse. Cuando tenía hambre comía cualquier cosa, allá donde estuviera. A la noche se calentaba un poco de leche y se acostaba. Dejó de lavarle la ropa, pero eso tampoco le importó. En realidad le daba pereza cambiarse. Un día, ella no lo soportó más y marchó de casa. Él no se inmutó. Se continuó levantando a la misma hora, se duchaba con pereza, se vestía y salía a comprar el pan pero ya no lo compraba. Se tomaba un café y se iba a pasear con su sombra.

      El rostro se le fue tostando, la barba le creció y la ropa sucia… le daban un aspecto envejecido. Durante días olvidó pasar por casa. Dormía donde se encontrara, aunque cada vez menos. No tenía sueño. Así que alargaba las tardes charlando y cuando el sol desaparecía y su sombra marchaba, intentaba demorarla, seguirla entre las brumas de la noche… Ella se escurría con la misma facilidad que un niño. Probablemente pensó en niños. Le sobrevino el oculto recuerdo del hijo perdido. Nació prematuro y murió a las pocas horas. No pudo siquiera llamarle, ponerle un nombre… le brotaron las lágrimas no nacidas hasta aquél día. Llorar era cosa de mujeres y él debía ser el hombre. Su sombra se enterneció y no supo qué responderle, cuando le preguntó, si su hijo tuvo sombra y cómo era.

      Aquella noche le permitió acompañarle, conocer su mundo. En el parque que atravesaba la ciudad, entre la oscuridad, se reunían muchas sombras. No todas —le explicó— porque las hay que prefieren la parte oscura de la periferia o los sótanos de las viviendas. Somos como familias. Allí pudo conocer muchas. Unas cantaban y bailaban alrededor de una farola. Otras silenciosas contaban estrellas o sombras. Las había altas y bajas, delgadas y gruesas, pero todas se movían con plena libertad. Nunca antes se le había permitido el paso a un humano, pero ellas lejos de asustarse, jugaban con él, le respondieron a todas las preguntas aunque ninguna pudo darle una pista de su hijo. La noche discurrió tan amena que le sorprendieron los primeros destellos del amanecer y con ellos las sombras se dispersaron. La suya, que al principio de la noche hizo de anfitriona y luego perdió de vista, también desapareció. Miró a su alrededor y no la encontró.

      Cuando el primer rayo de sol tropezó con él, se le acabó el tiempo. Su sombra contemplaba el cuerpo sin vida, oculta tras un árbol.

2 comentarios:

  1. Me gusta este título.

    Pero choco con lo que viene después. Se me vuelve complicado seguir el hilo de lo que se cuenta. Hay una música desacorde que me distrae, me confunde. Y son los excesos de reiteraciones que machacan y machacan, notas fuera de lugar que suenan más que la historia.



    Por momentos, fuera de esos párrafos con guirnaldas de repeticiones, pareciera que la regla de Montse es:

    Muchísimas repeticiones en un párrafo corto, son aceptables, pasan desapercibidas, y además:

    Una repetición cada par de renglones, también.

    Ahora sí, que no sé qué regla usa para escribir en el cuento casi cuarenta veces la palabra sombra.



    Reconozco que –en este cuento particular- es muy difícil, esto lo digo ahora que ya he leído el relato. Pero justamente sería un típico trabajo de taller, deconstruir este texto hasta lograr una gran economía de sombras. Uno podría imponerse, en serio, una regla, que no se repita la palabra más de una, dos o tres veces en toda la extensión. Tarea de clases de periodismo. Pero en una situación como esta se vuelve necesaria.



    Después de pelearme con los bises, pude enterarme de la historia, pero me resultó cansador. La idea es aceptable, un anciano que acaba de jubilarse se comienza a sentir aislado, desganado, al punto que hasta deja de observar en detalle y comienza a obsesionarse con las sombras, a estudiarlas, a entenderlas, a reconocerlas, a esperarlas. La sorpresa de su mujer, la huida de su mujer.

    Me choca un poco la referencia al hijo perdido. Aparece demasiado sobre el final, sobre todo porque a escasos renglones se retoma esta idea. Debería haber una mayor distancia entre el dicho y la referencia, así como está pierde valor, se desaprovecha el efecto.



    Bueno, Montse, que el recorrido de estas sombras es por un embaldosado de sombras, uno no necesita dar ni un saltito, las baldosas están bien juntitas.

    Perdón.





    El recorrido de las sombras

    Montse Villares

    El frío le había acobardado. Llevaba un rato apoyado sobre el alféizar de la ventana. No pasaba nadie. Únicamente los tímidos rayos de un sol otoñal acariciaban los árboles del parque. Proyectaban una larga sombra que se movía a la misma velocidad que su lánguida vida. Pensaba en ello cuando su mujer le interrumpió:
    —¿Qué miras?

    Y él, dejó transcurrir unos segundos. ¿Lo entendería? Finalmente girando la cabeza hacia ella, le respondió:
    —Las sombras.
    —¿El qué?

    Ya sin mirarla, contestó:
    —El recorrido de las sombras.

    Hacía meses, desde que le jubilaron, que gastaba las mañanas sentado al sol en un banco del parque, contemplando a la gente y leyendo el periódico al sol éste, sobra, ya se dijo que se encontraba al sol. Al principio, regresaba de comprar el pan con él, para leerlo en el sofá, pero su mujer no paraba de ir y venir, de barrer donde él se sentara, haciéndole levantar los pies, o cambiar de asiento… Estaba invadiendo su espacio; por eso cada día se demoraba más. Sin trabajo, sin metas, sin vida. Su única ocupación, tras leer las noticias, era observar al que pasara. Poco a poco la lectura perdió interés. ¿Qué más le daba a él quién gobernara? ¿Acaso le iba a cambiar la vida? Durante algún tiempo se aficionó a los sucesos. La desgracia de los demás le hacía más llevadera la suya. Eso le condujo a las necrológicas donde llegó a buscar su nombre. Se cansó. Siguió acudiendo al banco del parque pero ahora pasaba las horas en blanco. Saludaba mecánicamente a algún conocido con quien, tiempo atrás, hubiera debatido sobre política o futbol junto a un café. Ahora prefería no molestar. No quería convertirse en uno de esos viejos babosos que mendigan un poco de conversación. Así, poco a poco se fue encerrando en sí mismo. Viendo la gente pasar, pero sin verla. Dejaron de ser personas. Sólo eran siluetas.

    Una mañana de tantas, cansado de no hacer nada, cabizbajo, oyó a una mujer cuya voz sonaba alegre. Se irguió perezosamente. Aún alcanzó a ver su sombra. La silueta se movía desenvuelta y los pasos le recordaron un fox-trot. Al regresar a casa, su mujer le descubrió una sonrisa. Aquél día, soñó con la silueta de la mujer y quiso ponerle cara, pero no pudo imaginar ninguna lo suficiente bella para aquella voz.

    Al día siguiente volvió al mismo banco. Esperaba avistar la soñada silueta pero durante la mañana no apareció y por la tarde tampoco. Llegó a casa abatido. Quizá mañana, se repetía animoso. Transcurrieron semanas sin encontrarla. Durante ese tiempo rebuscó entre las sombras de la gente pero ninguna era la suya. Sin quererlo, adivinaba quien quién pasaba, por su sombra a mí, muy personalmente, me suena como cortante, me confunde, por arriba de, a causa de . Era una forma de matar el tiempo. Con la mirada clavada en el suelo, descubría una sombra y nombraba mentalmente la persona a quien pertenecía; el vecino del ático, la vecina del segundo, el hijo del frutero, etc. Después alzaba los ojos y casi siempre acertaba. Su sombra favorita no regresó pero la práctica le indujo a detectar anomalías; movimientos que no correspondían al dueño; éste negaba mientras su sombra afirmaba, otro saludaba efusivamente, con reverencias mientras su sombra no se movía. Incrédulo continuó espiándolas. No pudo negarlo cuando, al encontrarse dos matrimonios que paseaban, sus sombras se saludaron entre ellas sin las ataduras de tener que guardar las formas que sus propietarios tuvieron a bien mantener. Así se enteró que el marido de la modista se entendía con la mujer del panadero. Era inaudito. Ese mundo estaba al alcance de todos y en cambio sólo él parecía conocerlo. ¿A quién podía contárselo? Nadie le iba a creer. Por eso probó aquél día con su mujer… pero tuvo que desistir. Por el rabillo del ojo la vio barrer mientras negaba con la cabeza. No oyó lo que ella murmuraba entre dientes pero supo que no podía confiarle su secreto.

    Poco a poco, de puro observar, aprendió que las sombras tenían carácter propio y a menudo no coincidía con el del dueño; niños con aspecto sano y una sombra enferma, y señoritos encorbatados con una sombra encorvada, ancianos con una sombra infantil y señoras puritanas con una sombra voluptuosa. ¿Cómo sería la mujer de voz alegre? No. Mejor no arriesgarse a que el aspecto físico le desilusionara.

    No podía dejar de espiar las sombras de los paseantes. Ahora era su única ocupación diaria. Subyugado por ese nuevo mundo, sólo faltaba los días de lluvia en que las sombras se esconden bajo los paraguas.

    Una vez, presenció la pelea de un gran pastor alemán con un cocker; por mucho que ladrara el primero, la sombra acrecentada del canijo le tenía petrificado. Ese día quiso conocer su propia sombra. Sentado en el banco, con el sol a la espalda, aguardó para verla aparecer lentamente. A media mañana, la tenía enfrente. Un poco pequeña—pensó. Y se levantó. Sí, parece encogida. Empezó a caminar irguiendo ligeramente el cuerpo y la sombra le acompañó. No era como él creía. Pero después de un largo paseo, tuvo que admitir que era la suya.

    Quizás él también había cambiado. Ya no era aquél joven que consiguió un aumento de sueldo y una semana extra de vacaciones cuando se casó. Hasta entonces no lo había conseguido nadie en el despacho. Nadie supo que fue sólo cosa del azar. Sí, el azar y el trabajar hasta tarde… por ello sorprendió al jefe con una clienta. Mantuvo el secreto y así ganó la consideración de su superior y el respeto de los demás. Se crecía recordándolo. Y su sombra también.

    La estudiaba buscándose en ella, pero sin reconocerse. La nostalgia extrajo de su memoria momentos; escenas de su infancia, de sus pocos amigos, del servicio militar… en todos, él era joven, ágil y útil. Formaban parte de él, pero ¿y de su sombra? ¿Estuvo ella también en aquellos momentos? Debió crecer con él… Se la miraba. Y ella parecía entenderle. Asentía y le animaba a proseguir.

    —¿Recuerdas… de crío, cuando harto de recibir puñetazos, un día tras otro, me dirigí al grandullón y le di mi bocadillo para que me defendiera de los macarras del barrio? La satisfacción ante mi pequeña victoria duró poco. Me supe un cobarde.

    Su sombra asentía reconociéndolo.

    —¿Y cuando me emborraché por primera y única vez y mi padre me quitó la resaca de un guantazo? ¿también estuviste allí?

    Ella había sido, hasta entonces, mudo testigo de sus actos y cobardías. Incluso de aquellas que él mismo se negara. Este descubrimiento le perturbó. Caminó todo el día estudiándola de reojo. Regresó a casa de noche, sin querer saber si le seguía o no.

    A la mañana siguiente se quedó en casa. Asomado a la ventana contemplaba el recorrido de las sombras sin atreverse a encarar la suya.

    Por la tarde decidió salir. Más por evitar la mirada interrogante de su mujer que por ganas. Paseaba despacio. Su sombra silenciosa junto a él. Llegó hasta el puente de la riera y se apoyó en la baranda. Ella también. Parecía interrogar al cauce del rio seco. Como si sus piedras pudieran darle una respuesta. Comenzó a desandar el camino, despacio, cabizbajo. Se paró ante un guijarro, miró hacia su sombra, por si ella lo había visto también y le dio un puntapié. Ambos a la vez. ¿Hasta qué punto sabía ella lo que pensaba? Ella parecía comprender sus silencios. Demasiados años juntos…

    Recuperado del shock inicial, una vez aceptado que ella le conocía tan bien como él mismo, se dejó acompañar y del mismo modo que otros hacían con su perro, él empezó a pasear su sombra.

    —¿Vamos al parque? Parece que hace buen día.

    Caminaba sin dejarla atrás, a su lado. A medida que recordaba sucesos memorables de su vida, los compartía con la sombra. Era mejor que estar solo.

    Al llegar a casa, si los recuerdos le habían llevado a algún momento compartido con su mujer, se los comentaba. Ella estaba contenta con el nuevo carácter sociable de su marido. Hacía tanto que no hablaban… cuando trabajaba, después de comer con el diario en la mesa, se recostaba en el sofá unos minutos antes de ir al trabajo. Ella recogía la mesa sin hacer ruido y se sentía tan sola como lo había estado toda la mañana. Compartían, techo, cama, mesa y vida, pero no conversaban. Sólo les unía ese espacio, las costumbres.

    Ella sabía que no era normal, que debía haber conocido a alguien que le tiraba de la lengua. Aunque no quiso darle importancia. Prefirió ignorarlo y conservar esos instantes compartidos.

    No quiso darse por enterada, pocas semanas después, cuando unas vecinas en el portal, cuchicheaban de alguien que hablaba solo en el parque y callaron al entrar ella.

    Quiso preguntarle, pero no pudo. Ahora, ¡estaban tan bien! No iba a estropearlo.

    Transcurrieron meses en esa nueva armonía. Pero él, cada vez con más frecuencia, perdía la noción del tiempo y llegaba a casa a comer tarde, casi de noche. Ella se preocupaba al principio, se impacientaba después y por último se enfadaba. Le recibía disgustada. Ahora que había recuperado ese espacio juntos no se resignaba a perderlo. Él fingía no oír sus protestas. Dejó de prepararle la comida pero eso a él no le importó. Así ya no debía aparecer a una hora determinada, era más libre de moverse. Cuando tenía hambre comía cualquier cosa, allá donde estuviera. A la noche se calentaba un poco de leche y se acostaba. Dejó de lavarle la ropa, pero eso tampoco le importó. En realidad le daba pereza cambiarse. Un día, ella no lo soportó más y marchó de casa. Él no se inmutó. Se continuó levantando a la misma hora, se duchaba con pereza, se vestía y salía a comprar el pan pero ya no lo compraba. Se tomaba un café y se iba a pasear con su sombra.

    El rostro se le fue tostando, la barba le creció y la ropa sucia… le daban un aspecto envejecido. Durante días olvidó pasar por casa. Dormía donde se encontrara, aunque cada vez menos. No tenía sueño. Así que alargaba las tardes charlando y cuando el sol desaparecía y su sombra marchaba, intentaba demorarla, seguirla entre las brumas de la noche… Ella se escurría con la misma facilidad que un niño. Probablemente pensó en niños. Le sobrevino el oculto recuerdo del hijo perdido. Nació prematuro y murió a las pocas horas. No pudo siquiera llamarle, ponerle un nombre… le brotaron las lágrimas no nacidas hasta aquél día. Llorar era cosa de mujeres y él debía ser el hombre. Su sombra se enterneció y no supo qué responderle, cuando le preguntó, si su hijo tuvo sombra y cómo era.

    Aquella noche le permitió acompañarle, conocer su mundo. En el parque que atravesaba la ciudad, entre la oscuridad, se reunían muchas sombras. No todas —le explicó— porque las hay que prefieren la parte oscura de la periferia o los sótanos de las viviendas. Somos como familias. Allí pudo conocer muchas. Unas cantaban y bailaban alrededor de una farola. Otras silenciosas contaban estrellas o sombras. Las había altas y bajas, delgadas y gruesas, pero todas se movían con plena libertad. Nunca antes se le había permitido el paso a un humano, pero ellas lejos de asustarse, jugaban con él, le respondieron a todas las preguntas aunque ninguna pudo darle una pista de su hijo. La noche discurrió tan amena que le sorprendieron los primeros destellos del amanecer y con ellos las sombras se dispersaron. La suya, que al principio de la noche hizo de anfitriona y luego perdió de vista, también desapareció. Miró a su alrededor y no la encontró.

    Cuando el primer rayo de sol tropezó con él, se le acabó el tiempo. Su sombra contemplaba el cuerpo sin vida, oculta tras un árbol.

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  2. Montse, no te desanimes. Si bien el cuento se me hizo largo, van sucediendo cosas, hay como una evolución en la historia del personaje. Lo que pasa es que se te fue estirando la historia y se advierten redundancias, como dijo Norberto. La solución, a mi modo de ver, está en aplicar la tijera. Cortar y cortar. Lo que ahora abarca cuatro páginas podría quedar en dos páginas, para lograr una historia más compacta y sustanciosa. Lo del hijo muerto, que aparece tarde en la narración, es como un intento por venderle al lector una cuota más de dramatismo. En mi opinión, sobra.

    Y hay corolarios que debería ponerlos el lector: “Era mejor que estar solo”, “Sin metas, sin vida”, etc.

    Lo que el personaje vive en varios meses, debería sucederle en una semana.

    Primer día: El tipo aburrido. Sin trabajo, sin metas, sin vida. Siguió acudiendo al banco del parque pero ahora pasaba las horas en blanco.

    Segundo día: Una mañana de tantas, cansado de no hacer nada, cabizbajo, oyó a una mujer cuya voz sonaba alegre. Soñó con la silueta de la mujer.

    Tercer día: Su sombra favorita no regresó pero la práctica le indujo a detectar anomalías.

    Cuarto día: Aprendió que las sombras tenían carácter propio y a menudo no coincidía con el del dueño.

    Quinto día: Conoce/descubre su propia sombra. ¿Hasta qué punto sabía ella lo que pensaba? Ella parecía comprender sus silencios.

    Sexto día: Llegaba a casa a comer tarde, casi de noche. El rostro se le fue tostando, la barba le creció y la ropa sucia le daban un aspecto envejecido.

    Séptimo día: Aquella noche la sombra le permitió acompañarle, conocer su mundo. En el parque que atravesaba la ciudad, entre la oscuridad, se reunían muchas sombras.

    Y el final:

    La noche discurrió tan amena que le sorprendieron los primeros destellos del amanecer y con ellos las sombras se dispersaron. La suya, que al principio de la noche hizo de anfitriona y luego perdió de vista, también desapareció. Miró a su alrededor y no la encontró.
    Cuando el primer rayo de sol tropezó con él, se le acabó el tiempo. Su sombra contemplaba el cuerpo sin vida, oculta tras un árbol.

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