martes, 2 de junio de 2009

Mis zapatos y el lado oscuro de mi alma

Emilio La Rosa

      Caminaba distraído por la Plaza San Martín a eso de las diez de la mañana de un domingo soleado y húmedo, cuando una voz me saco de mi ensueño. Era un niño que deseaba a toda costa lustrarme los zapatos.
– Mis zapatos están limpios – le dije.
– Limpios pero no brillantes – respondió el lustrabotas con una amplia sonrisa que invitaba a aceptar su proposición.
      Casi instintivamente me senté en el banco, puse un pie en el cajón y el chiquillo empezó su tarea con una tal seriedad y destreza que parecía el as del betún. Al cabo de unos veinte minutos mis zapatos eran verdaderos espejos, parecía un acto de magia, y como todo buen cartesiano, pensé en una ilusión pasajera influenciada por las palabras del niño. Traté de decir algo pero fui interrumpido por el chiquilín, me invitaba a contemplar su trabajo. Al inclinarme, vi una imagen nítida y extraña, era la reproducción exacta de mi rostro pero había algo más, imposible de definir. No era un simple icono, sino más bien una radiografía de algo diferente. Al verla por primera vez, retiré violentamente mi rostro, cerré los ojos, los froté, volví a mirar tapándolos parcialmente, y un sudor frió recorrió todo mi cuerpo. Traté de recuperar la calma y logré articular algunas palabras para interrogar al niño sobre ese trabajo maravilloso. Se rió a carcajadas y no quiso darme ninguna información referente a la fórmula secreta que le permitía ganar unos reales. Me manifestó que tenia muchos clientes, cuyas vidas se habían transformado gracias a ese espejo que revelaba algo más que los rostros. En ese momento fui yo quien se rió a carcajadas, le di una palmada en el hombro y le explique que no creía en esas fábulas.
– Muy bien, hablemos dentro de algunos días y vera quien tiene la razón – sentenció de forma intrigante y sospechosa.
      Cabizbajo y pensativo retorné a casa, caminando con los ojos fijos en la imagen y conforme la miraba me convencía de su verdadera naturaleza, pero mi espíritu seguía aun confuso, no llegaba a comprender el mensaje del icono. No recuerdo cuánto tiempo estuve dando vueltas y vueltas por el mismo camino reflexionando y contemplando esa imagen. La gente, sorprendida, pensaba que estaba loco porque caminaba con la mirada en el suelo. No me importaba las risas ni los sarcasmos de los transeúntes, todo me era indiferente a la excepción del espejo. No sé cómo, pero antes de llegar a casa descubrí que esa imagen no solo reflejaba la parte oscura de mi ser, sino que me hablaba de ese fragmento desconocido.
      Esa noche, sentado en la cama con los zapatos bien puestos, me desvelé tratando de conocer el lado secreto de mi alma. Muchas certidumbres y la idea que tenia de mi mismo se desmoronaron como si la personalidad, la experiencia de la vida y los años vividos no valieran nada. Cada una de mis verdades fueron cayendo poco a poco como un castillo de arena, solo era preciso pensar en ellas para ver la otra cara de la realidad.
      Soy relativamente bueno, pensaba, y rápidamente tenia la respuesta contradictoria de la imagen: esa bondad era artificiosa y estaba motivada por un profundo deseo de buscar el amor y el reconocimiento de los otros.
– Eres bueno porque necesitas amor y no porque te nace serlo – me gritó la imagen. Perdido, desesperado y triste trataba de defenderme y negar mi realidad interior, era como enfrentarse al sol, porque esas afirmaciones calcinaban mis convicciones y desnudaban mi persona.
      Es difícil imaginar que esto pueda suceder, parece imposible, pero así fue. Soporté estoico durante varios días la apertura de esa caja de Pandora. Estaba tan angustiado por este destape que empecé a odiar y a escupir la imagen. Pero ella, con una calma que yo había perdido, explicaba que de nada valía llenarla de baba porque la verdad seguiría allí detrás de esos escupitajos. “Nada, ni nadie podrá alterar la realidad”, sentenció con una sonrisa.
–      ¡Imposible! – grité. Ella no podía sonreír mientras que mi rostro presentaba una seriedad de velorio.
      Era una situación kafkaiana, sonrisa y seriedad en el mismo momento y la misma persona. Algo muy raro estaba sucediendo y no era capaz de comprender, ni dominar la realidad de los hechos. Tuve dudas de la imagen, no era mi reflejo, todo lo contrario, ella tenia vida propia y no necesitaba de mi para existir. Esa disociación había revelado su verdadera identidad. Ella quizás deseaba en el fondo manipularme y transformarme en una marioneta, pensé y luego retiré mis zapatos con la intención de botarlos a la basura, pero la voz de la imagen señalaba lo inútil de esa reacción. “No lograras destruirme,” – decía – : soy parte de ti mismo”. Entonces, decidí tomar las cosas con calma y afrontarla, aunque el parto fuese doloroso. Y así fue cómo pude conocer la parte oculta de mi propio ser.
Durante dos días y dos noches estuve encerrado en el dormitorio con los ojos puestos en el espejo, escudriñando todas las facetas de mi persona.
      Tres días más tarde, luego de una ducha y muchas tazas de café, regresé al trabajo pensando cómo justificar mi ausencia y con la esperanza de poder trabajar tranquilamente. Pero apenas me senté en el escritorio dirigí la mirada hacia el suelo y mis ojos se incrustaron en el espejo. A los que ingresaban a mi oficina y preguntaban si estaba bien, les daba la misma respuesta: “tengo una tortícolis y por eso miro al suelo”. La noticia se propagó y al cabo de algunas horas todos estaban al corriente de mi dolencia, incluyendo al jefe, quien me llamó por teléfono para tener mayor información sobre esa extraña enfermedad. Casi cometo el error de decirle la verdad, hubiera terminado quizás en una Urgencia Psiquiatrita. Me retuve porque pensé que no entendería y perdería mucho tiempo en explicaciones confusas. Solo atiné a decirle lo mismo que había explicado a los otros colegas, pensando ganar tiempo y con la esperanza de retomar pronto una vida normal. Pero, no fue así, seguía inmerso en el espejo interrogando a la imagen, y esa actitud se transformó en una adicción que puso en peligro mi empleo y para evitar ser despedido del trabajo, consulté con un siquiatra.
Al Doctor Márquez le conté toda la historia y él me preguntó si escuchaba voces, si hablaba solo, si recibía ordenes de alguna persona ausente, si veía imágenes de monstruos y otras tantas cuestiones inoportunas e insultantes. Tuve la desagradable impresión de ser considerado como un loco y esa sensación no pude soportarla cuando quiso recetarme un medicamento. Mi reacción fue violenta y firme.
– No los necesito, he venido para que me ayude a distanciarme del espejo y no quiero tomar esos remedios, le dije.
– Entonces va a tener que tomar un tranquilizante – sentenció, para luego explicarme que con esa medicina, todo aquello que le había contado sobre la imagen desaparecería.
– Yo no quiero que desaparezcan – protesté, y le conté lo sucedido en la plaza San Martín, para luego invitarlo a conocer al lustrabotas. Después de algunos segundos de duda, aceptó venir conmigo al final de la consulta.
Encontramos al niño en el mismo lugar, ambos nos lustramos los zapatos y después fuimos a tomar café en un bar del Jirón de la Unión repleto de gente que conversaba animadamente. Nadie se percató de nuestra presencia, pero cuando nos sentamos y el doctor descubrió su imagen, dio un tal grito de espanto que todos las personas tornaron sus ojos hacia nosotros. Tomamos rápidamente nuestro café y lo acompañé a su casa porque caminaba mirando sus zapatos. Al cabo de tres días, me llamó por teléfono desesperado, tenia la misma adicción que la mía y no había podido ir a trabajar. Lo reconforté como pude, y le dije que me sentía mucho mejor, que ya no tenia la adicción a esa imagen porque solo conversaba con ella cuando creía conveniente.
–      Esta usted curado – sentenció el siquiatra. Yo le prometí que lo llamaría dentro de una semana, para decirle lo mismo.

3 comentarios:

  1. Digamos que este muchacho no tome muy seriamente mis comentarios porque me andan dos neuronas.
    Lo que se cuenta, la historia es buena. Me gustan los cuentos con buen argumento, cada vez hay menos. Pero creo que se ha desperdiciado. Además de algunas cuestiones cosméticas que no arregla el corrector de word, como el acento ortográfico en el futuro de los verbos, habría que rearmarla.
    Sugeriría un título que no anticipe lo que va a ver en sus zapatos, que le quede al lector descubrirlo o que sirva de remate. No hay que dejarlo. Posiblemente un comentarista más lúcido que yo, aventure cómo daría forma a esta historia bonita.
    Besos
    Maester.

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  2. La Plaza San Martín, el Jirón de la Unión... el centro histórico de Lima. Y allí un niño limpiabotas le deja los zapatos como un espejo a nuestro narrador. Tanto es así que mirándose los zapatos, él puede ver el lado oscuro de su alma. La visión de esa cara oculta le turba tanto que anda medio catatónico durante unos días, y hasta acude al psiquiatra. El psiquiatra, como buen estudioso, se deja llevar hasta el niño, y queda a su vez sobrecogido por el espectáculo de su propia alma. Pero no parece que el choque vaya a dejarlos tarados para siempre: una semana es lo que dura la obsesión, según todos los indicios.

    Bien, hay algo en el cuento que me gusta mucho, y es que su acción transcurra en Lima, una ciudad que amo (diciéndolo de un modo cursi) y a la que por desgracia sólo he podido viajar en dos ocasiones de momento. Los soportales de la Plaza de Armas; la estatua de Pizarro, escamoteada por la mujer de Toledo y abandonada en un rincón del Parque de la Muralla; el tráfico infernal de la capital; la Costa Verde, vista desde Larcomar; el microcosmos amable del Parque Kennedy... pero también el ceviche, el ají de gallina y una copa de algarrobina son cosas que extraño muchos atardeceres madrileños.

    El cuento en sí no me acaba de cuadrar. Parece una exageración que el niño deje los zapatos tan limpios que queden como un espejo; que ese espejo sea capaz de mostrarle a uno lo miserable que en realidad es me parece más razonable, dentro de lo razonable que suele ser el tópico. La verdad es que no me llega esa angustia del narrador por lo que ve, tal vez porque no me lo cuenta, sólo me informa de su zozobra, de su malestar. Yo para empezar no creo en el alma, pero especialmente no creo que ninguno de nosotros sea monstruosamente más malo de lo que ya se figura, por las evidencias que ha ido coleccionando a lo largo de su vida, y por las caras que le ponen los vecinos en la escalera. Así que no puedo hacerme cargo de lo que debe sentir el narrador protagonista. Lo siento como eso, como una exageración del autor, con la que no acabo de conectar. El hecho de que el psiquiatra sea un tipo de la misma cuerda, de los que necesitan una semana para sobreponerse, parece abundar en la idea, profundamente occidental, de que somos íntimamente perversos, y los culpables de todo lo malo que le ha pasado a la Humanidad en los últimos seiscientos años.

    Me agrada, no obstante, que el cuento de Emilio dure cinco folios, porque creo que ese es el camino que hay que seguir, y porque es una apuesta valerosa.

    Por entrar en algunos detalles, yo diría que:

    Emilio no pone sangrías al principio de las rayas que inician diálogo. Y debe ponerlas. La sangría se pone siempre que se comienza un párrafo, no importa si ese párrafo forma parte de un diálogo.

    Los guiones para los diálogos deben ser largos (rayas), y se consiguen con Control+Alt+signo menos del teclado numérico.

    Hay dos o tres lugares comunes en el cuento que habría que evitar: caer como un castillo de arena, situación kafkiana, frotarse los ojos y volver a mirar para asegurarse de que lo que se ha visto es real, etc.

    No me gusta lo de escupir la imagen, llenarla de baba, e imaginar que seguiría allí después de esos escupitajos. Me parece un detalle escatológico reiterado, cosa que llama la atención dentro de la mesura del resto del cuento.

    Lo de la "Urgencia Psiquiatrita" es algo que aprendo con este cuento. Es lo bueno de contar en el taller con dos doctores en medicina, y con una psiquiatra: enriquecen nuestros conocimientos y, por lo tanto, lo que escribimos basándonos en ellos.

    Y nada más, sólo felicitar a Emilio y darle las gracias por haber compartido su historia con nosotros. Es un placer

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  3. Hola. Para mi gusto hay demasiados conceptos abstractos relacionados con el estado de ánimo, que hacen difícil que el lector pueda empatizar. Se me hace demasiado cargado de conceptos y adjetivos; en mi opinión deberías simplificarlo y dar mayor coherencia a las acciones. También como Carlos, veo muchos lugares comunes.

    Por otro lado, hay imágenes que me gustan, como cuando esta en la cama con los zapatos puestos.

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