martes, 15 de septiembre de 2009

Nuevo final a Caperucita, ejercicio

Pedro Conde

      Sabiendo que el pestillo no estaba echado, Caperucita empujó la puerta, entró en la cabaña y voceó.
      —¡Abuela, soy yo!
      Caminó decidida hasta la mesa del comedor y puso la cesta sobre ella. Buscó con la mirada en derredor suyo y cuando se disponía a llamar de nuevo a su abuela, vio a través de la puerta del dormitorio que la cama no estaba hecha. Las sábanas, mantas y colcha colgaban por un lado como una cascada sólida, y las flores que adornaban las telas se perdían en un caos de manchas rojas. Contuvo la respiración y hasta las motas de polvo que se asomaban al mundo en los rayos de sol que entraban derrotados por las ventanas, parecían detenerse. El chirrido de unas bisagras la hizo volverse asustada. La puerta de la entrada se cerró de golpe empujada por la pata de un gran lobo gris que la miró con gula. Caperucita, atenazada por el pánico, no se movió, ni gritó. Pasados unos segundos, entre tartamudeos, consiguió preguntar.
      —¿Dónde está mi abuela?
      El lobo, torció la boca en un gesto de sonrisa y desprecio juntos.
      —Un poco allí —señaló con la cabeza hacia el dormitorio—, otro poco aquí —y mostró su abultado vientre.
      —La has matado.
      —Sí —continuó el lobo con su voz de barítono—, eso suelo hacer antes de comer a mis presas, matarlas.
      —¿Y qué vas a hacer conmigo? —el lobo dio un solo paso hacia la joven, muy despacio, estiró el cuello y olisqueó el miedo. Ella, asustada, atropelló las palabras— Pero acabas de comer, tienes la barriga llena, si me comes… reventarás.
      —Te mataré —avanzó otro paso—, y te comeré más tarde.
      —Si tardo en volver a casa vendrán a buscarme y te cazarán —lanzó la amenaza sin mucha convicción.
      El animal detuvo su avance y pensó en lo que dijo la joven.
      —Creo que dirías cualquier cosa para salvar la vida, pero eso tiene sentido —calló por otro rato, casi se podían sentir los engranajes de su cerebro—. Esperaré a tener hambre. Te mataré entonces, y si es verdad que vienen a buscarte antes de que lo haga, te usaré como rehén para salvarme.
      El lobo desandó un par de pasos y se echó en suelo, junto a la puerta, la mirada clavada en Caperucita. Ella permaneció de pié unos minutos hasta que la tensión aflojó sus rodillas. No despegó los ojos del lobo mientras buscaba con su mano, junto a la ventana, la mecedora donde su abuela bordaba o hacía punto aprovechando la luz de la tarde. Se sentó despacio. Las espigas y ensambles de la madera sonaron como articulaciones viejas. Contuvo la respiración hasta que el silencio ocupó toda la cabaña. Mirando de nuevo al dormitorio, con miedo, recordó a su abuela sentada en el sitio que estaba ella, cosiendo, leyendo, con las gafas siempre en endeble equilibrio en el borde de la nariz. La rememoró canturreando en la cocina con el delantal manchado de harina y el pelo que se le escapaba del moño y ella ponía, incansable, una vez y otra sobre sus orejas, aunque en el cabello no se notaba la harina. Caperucita supo que nunca volvería a vivir otro de esos momentos y agobiada por el vértigo que le vaciaba el pecho, inició un llanto que atrajo la atención del lobo.
      —¿Por qué lloras?
      —La has matado. Yo la quería, era mi abuela.
      —Era carne —dijo él.
      —¡No! Era más que eso, era buena y cariñosa, una persona incapaz de hacer daño a nadie —ofendida, le gritó— ¿Es que tú no tienes familia?
      El lobo no respondió, cerró la boca, puso la cabeza sobre sus patas y, adormilado tras el banquete que se había dado, siguió respirando sonoramente por la nariz.
      —Los lobos van en manada —reflexionó Caperucita en voz alta— ¿Por qué tú estás solo?
      Un moscardón entró por la ventana y el zumbido de sus alas sirvió de excusa para la falta de respuesta del lobo. La joven volvió a intentarlo.
      —¿Por qué no tienes manada? ¿Qué les pasó?
      —Me echaron —dijo con amargura.
      —¿Por qué?
      El lobo hizo una mueca, y desde su postura relajada en el suelo, encogió ligeramente los hombros. Había pensado tanto en ello que, aun sin comprenderlo del todo ni encontrar una respuesta lógica, lo acabó aceptando.
      —Porque podía hablar como los humanos.
      —Pero eso no es… no entiendo cómo.
      —Mientras era un lobezno, no hubo muchos problemas. Algunos padres prohibían a sus hijos que jugaran conmigo, pero eso no era tan malo. Luego, en las cacerías, me apartaban. Murmuraban a mis espaldas. Ninguna hembra me hizo caso nunca, y hasta mi madre, un día que volví a la lobera, protegió recelosa a su nueva camada. ¿Creía que iba a hacer daño a mis hermanos pequeños? —el lobo sacudió la cabeza, y suspiró— Eso era lo que pasaba, todos me tenían miedo aunque jamás hice nada contra ellos. Me echaron tras una asamblea a la que no fui invitado.
      —Pero hablar como los humanos, para un lobo, debe ser un don, aunque ahora no le vea la utilidad. ¿De qué tenían miedo?
      —Se teme a lo que es diferente, a lo que no se entiende.
      Caperucita notó con claridad el dolor que cargaban aquellas palabras, y a pesar de que el lobo, por primera vez, retiraba la mirada de ella, los vio brillar, humedecidos.
      —Lo siento mucho. No sé lo que es no tener familia ni amigos, estar solo. Sólo de imaginarlo me duele —se llevó el puño cerrado contra el pecho.
      El silencio volvió a la cabaña, pero ahora no había tensión ni miedo disuelto en él. Era un silencio cálido en el que se respiraba la compasión de caperucita por el animal, y donde éste, aplacado por la empatía de la joven, dejó de verla como presa.
      —¿Cómo te llamas? —preguntó ella, él no respondió —Se me ocurre que puedes quedarte a vivir aquí. Yo vendría todos los días a verte y te traería algo de comida. Ahora puedes comer lo que traigo en la cesta: huevos y algo de queso. Mañana pasaré por la carnicería y pediré que me den los despojos.
      —¿Por qué debería creerte? ¿Por qué no ibas a volver con ayuda para matarme?
      —Porque yo no soy tú. Además, pienso que tú tampoco lo harías si estuvieras en mi lugar.
      —Eso es una tontería, no me conoces, no sabes nada de mí —reprochó el lobo.
      —Pues dime, cuéntame cosas de ti. ¿Cómo empezaste a hablar? ¿Tenías muchos hermanos?
      El lobo remoloneó, y con cierta desgana empezó a contar cosas olvidadas de cuando era un cachorro. Del calor de la madre y del excitante olor del padre. Las primeras exploraciones en el monte. Empezó dibujando instantes de su vida y poco a poco profundizó en los sentimientos. La mirada interesada de Caperucita le invitó a seguir y descubrió el desahogo de la confesión. Le contó cómo copió el lenguaje de los pastores y la decepción que sufrió cuando enseñó en la manada, con orgullo, su capacidad. Le mostró cada instante en que el creciente rechazo alimentó la soledad que acabó por estrangularle la razón. Y por último, el momento de su salida del clan en el que los lobos le gruñían amenazadores y le empujaban ladera abajo, incluso aquellos dos que un día fueron sus padres.
      Para evitar el vergonzante llanto había cerrado los ojos, por eso sorprendido al notar la mano de la joven que le acariciaba la cabeza, se puso de pié rápido.
      —¿Qué haces? —ella no dijo nada— ¿Es que no te doy miedo?
      Negó con la cabeza y respondió.
      —No, en realidad no somos tan diferentes, y ya no puedo temerte porque te conozco.

2 comentarios:

  1. Bien. Realmente no e siente mucho miedo al principio, pero la parte de la historia del lobo ya engancha. ¡Ingenioso giro! Es verdad… ¿porqué el lobo es uno y no jauría? Ya tenemos la respuesta.
    También explora un poco el eterno asunto de la “otredad”, del extraño. Concluyendo eso con la frase final.
    Un poco melodramático para mi gusto, pero ni modo, el tema lo pide.
    Añado que el lobo además de hablar un buen castellano, tiene emociones humanas.

    colcha colgaban por un lado como una cascada sólida, y las flores que adornaban las telas se perdían en un caos de manchas rojas. Contuvo la respiración y hasta las motas de polvo que se asomaban al mundo en los rayos de sol que entraban derrotados por las ventanas, parecían detenerse.
    Un poco complicada esta frase.

    . La puerta de la entrada se cerró de golpe empujada por la pata de un gran lobo gris Yo hubiera puesto un lobo blanco, para que fuera más original. que la miró con gula

    calló por otro rato, casi se podían sentir los engranajes de su cerebro OOoleee—.

    y el pelo que se le escapaba del moño y (¿que?) ella ponía, incansable, una vez y otra

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  2. Pues sencillamente, me ha encantado. ¿Qué quieres que te diga?
    Me ha gustado que buscaras ese porqué hizo lo que hizo. Qué nos lleva a comportarnos como lo hacemos. A menudo fruto de fracasos o experiencias del pasado. ¿Había una psicóloga en el Taller, no? Quizás ella pueda expresarlo mejor.

    Te señalaría las mismas frases que Pilar, así que no me voy a repetir.

    Un abrazo,
    Montse

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