domingo, 6 de septiembre de 2009

Perdido

Montse Villares

      —Y ¿quién es usted?
      —Eso querría saber yo. No lo recuerdo y como he leído por aquí… — buscando en el forro de la chaqueta— he encontrado una dirección y he pensado que quizás sería mi casa.

      Ella le miraba con extrañeza. Él seguía hablando sin encontrar lo que buscaba mientras se quitaba la chaqueta. Al girarse hizo un gesto, o quizás no era eso, era su silueta de espalda; la misma constitución, el mismo pelo, escaso y grisáceo… pero esos pantalones no, él los hubiera llevado bien planchados. Nunca hubiera salido a la calle así, no, ella no lo habría permitido.

      No pensó si el destino le quería jugar una mala pasada. Sólo le hizo entrar. A un desconocido ¡si se enteraba su hijo! Fue un impulso. Sus ojos decían la verdad, estaba realmente perdido. Y ella tan sola… Le preparó una infusión que el hombre agradeció con gesto educado. Se puso las gafas de coser y leyó la etiqueta. Era como las que ponían en la tintorería del barrio. Claro, era eso. Esa chaqueta y un par más, junto con dos cajas; entre pantalones, camisas, jerseys y pijamas; las había llevado ella a Cáritas, para que lo aprovecharan… su marido ya no lo iba a necesitar. Hacía tres años ya desde que él… Sus ojos se humedecieron.

      —¿Se encuentra bien, señora?
      —Sí —recomponiéndose—. Mire, es ya un poco tarde para que vaya por ahí. Esta noche se queda aquí y mañana nos acercamos a la comisaría. ¿Le parece?
      —No querría ser una molestia.
      —No lo es, créame. Voy a prepararle la cama. Mi hijo hace años que no la usa. Desde que se casó. ¿Tiene usted hijos?
      —Ojalá pudiera responderle —encogiendo los hombros.
      —Discúlpeme. Es que no me acostumbro…

      Ella entonces le miró las manos. No llevaba ninguna alianza, ni marcas de haberla llevado. Al hacérselo notar, se sintió aliviada, sin saber porqué. Aunque había hombres que no solían llevar la alianza, debido fundamentalmente al tipo de trabajo que realizaban, creyó que aquel hombre tan educado, de tenerla, la habría llevado. Y sonrió. Además, si llevaba aquella chaqueta era porque no tenía a nadie —pensó.

      —Me voy a preparar algo de cena.
      —No quisiera mo…
      —No se preocupe. Hace tiempo que no cocino para dos — dijo con entusiasmo.

      Enseguida empezaron a salir de la cocina aromas olvidados.
      —Esto huele que alimenta.
      —Es conejo estofado, también hay unos trozos de pollo. Había sacado para descongelar el conejo para mañana y con el pollo que tenía para cenar… un poco de aquí y otro poco de allá y listo.
      —¡Qué apañada que es usted.!
      —Va a hacer que me suban los colores. Llámeme Fernanda, no es bonito, pero es mi nombre.
      — Si es el suyo, es el más bello para mí.
      — Coma, coma. —Halagada, le servía un poco más.

      La cena discurrió tranquila. Le habló de sus hijos y de su difunto marido. Él la escuchaba empapándose de toda aquella vida. Después de cenar le ofreció una copita de anís, — a su marido le gustaba; de vez en cuando, no hacía daño— y él la aceptó, mientras le enseñaba fotos de su familia, de sus viajes, de su juventud en que fue esbelta y de cara agraciada.

      —Los años no perdonan.
      —Pues yo la encuentro muy favorecida.
      —Es usted un galán.

      Al día siguiente, se levantó de buen humor y preparó la mesa con tostadas, mantequilla, mermelada, embutido, café y leche para dos. Contempló la mesa de lejos y decidió cambiar las tazas de cristal ahumado por unas de porcelana pero él salía en ese momento de la habitación.

      —¿Ha dormido bien?
      —Sí. Estupendamente.

      Ella disfrutaba de aquella nueva compañía de la que no se quería desprender.

      —Sabe… Como no sé su nombre, le llamaré Ricardo, es un nombre precioso. ¿Le gusta?

      Él sólo sonrió.

      —Pues entonces, Ricardo, lo que le quería decir es que iremos a la comisaría mañana. Me parece que va a llover. Mejor se queda usted en casa. A nuestra edad es mejor evitar un catarro. ¿No le parece?

      Él asintió con un gesto. Ella, después de recoger las tazas y los platos, se sentó a su lado con agujas y lana y comenzó a tejerle un jersey para el invierno.

2 comentarios:

  1. Es un hermoso cuento, pero tengo la impresión de que ya lo has presentado. Yo estoy segura de haberlo leído antes ¿puede ser?
    Creo que cambiaría un signo de puntuación y agregaría una pavada para darle más efecto al final:
    " Él asintió con un gesto. Ella, después de recoger las tazas y los platos, se sentó a su lado con agujas y lana y comenzó a tejerle un jersey para el invierno."

    Lo haría así: Ella, recogió las tazas y los platos. Se sentó a su lado con agujas y lana. Le sonrió y comenzó a tejerle un jersey para el invierno.

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  2. Yo recuerdo este texto de Montse. Se hizo para un sitio donde te limitan la extensión. No haré, entonces, mucho hincapié en la necesidad de estirarlo un poco para hacer comprensible los sentimientos de soledad que pueden hacer que una mujer mayor y sola, hoy en día, meta en su casa a un desconocido.
    Me recuerda la historia a aquella película de Benito Zambrano que era una poesía. ″Solas″. Eliminaría lo que se insinúa al principio y es que ella, recuerda en el mendigo, a su marido. No me gusta esa idea. Y aunque lo dejara, creo que repites mucho lo de los pantalones arrugados.
    No tengo ni idea de cómo actúa alguien que ha perdido la memoria, mis referencias son del cine, no puedo asegurar que esta opinión sea mía. Pero me parece que responde muy rápido a determinadas preguntas. Alguien sin memoria debería sentirse más perdido:
    —Ojalá pudiera responderle.
    —Eso querría saber yo.

    A mí me gusta, durante mucho tiempo fui adicto a las películas de serie B de las sobremesas, y me crié con La casa de la pradera y los cuentos de Dickens. Por eso me encantan estas historias.
    No me atrevería a asegurarlo, también yo he perdido la memoria, pero es lo mejor que te he leído.
    Un beso.

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