viernes, 15 de febrero de 2013

Por un cigarrito (Ejercicio)



—¡Mamá!…El abuelo está en la cárcel— Amanda gritó llorando.
—¿Que que qué?— respondí incrédula.
Ella entre hipos y sollozos empezó a contar:
—Se lo llevó la policía porque dicen que balaceó a su patrón, que lo iba a despedir del trabajo disque por flojo; discutieron, el patrón sacó una pistola, el abuelo lo desarmó y se la descargó.
Salí corriendo a la comandancia para tratar de hablar con mi papá   Eran apenas las nueve de la mañana y con eso me almorcé el primer disgusto del día. Ya antes,  había tratado de convencerlo de que no trabajara; si tenía su pensión, para qué se malmataba por un sueldo de hambre.
Pero no, el decía que aquí era puro aburrimiento, que mejor sacaba unos centavitos de más, para sus bilimbiques.
Llegué a la policía y me dejaron esperando, hasta que llegara el juez calificador. Pasaron unas horas y nada, cerca de las cuatro llegó el tal juez. Entonces me dejaron verlo. Allí estaba, acurrucado en la banca de cemento de la celda. Hecho un ovillo, tapándose la cara con el sombrero. Se me achicó el corazón verlo tan desprotegido, tan incapaz de cometer delito. Cuando me volteó a ver, se le iluminaron los ojos, a mí se me aguaron.
—Ora sí, apá, bien que la hizo— le dije con hilo de voz.
—¡Pos si yo no tuve la culpa!— casi me gritó.
—pos cómo no, si lo balaceó.
—Pos solito se lo ganó…
Con el manojo de llaves como sonaja, el policía que cuidaba las celdas me dijo que ya lo iba a ver el juez. Tuve que salirme, me fui a sentar  de nuevo.
Mientras esperaba, llegó Amanda con un amigo abogado, les conté lo que me había dicho el abuelo y todos nos quedamos callados un rato, pensando en el destino; como dicen en el pueblo: “Al perro más flaco le caen las pulgas”. Así ha sido nuestra suerte toda la vida.   
Rafael, el abogado, nos juntó en cónclave y empezó a decirnos:
—Lo van a retener en la cárcel, y si todo sale bien, con suerte lo mandarán a su casa. Habrá que argumentar que fue en defensa propia. El arma es de su patrón. Vamos a esperar que dice el juez. ¿Hay testigos …?
En eso, se acercó el policía para avisar que iban a tomar la declaración del acusado. Nos arrimamos a la mesa del secretario para oír.
Nombre.
Gustavo Rodríguez.
Edad.
Ochenta y dos años.
Ocupación.
Obrero trabajador.
 
Cómo se declara.
Inocente.
Lo llevaron de regreso a las celdas, nosotros incapaces de tomar acción, seguíamos acongojados. Rafael dijo que iba a platicar con papá para  poder presentar la defensa. Le dije que yo lo acompañaba, ya que él no lo conocía.
Le pedimos al agente del  Ministerio Público que nos dejara pasar, que éramos su familia y su abogado.
 Entramos de nueva cuenta a las celdas, estaba otra vez hecho nudo, chiquito, ¿Cómo sería que desarmó al patrón y le disparó? ¡Si es un anciano pequeño!
La celda apenas medía cuatro metros cuadrados, no había donde sentarse sólo en la plancha de cemento que hacía las veces de cama, mesa, silla. A un extremo, un agujero para las necesidades. Era fría, sin ventanas oliendo a orines y mierda.  Miró a Rafael y preguntó:
—Y éste… ¿Quién es?
—Tu abogado— contesté.
Rafael Márquez, a sus órdenes—
…mmm
A ver, don Gustavo, cuéntenos qué pasó. Por qué dice que es inocente.
¿Me van a sacar de aquí?
Seguro, haremos todo lo posible según la ley. No claudicaremos hasta que esté libre.
Según la ley…, ¡pos ya no salí!
Por eso, necesitamos conocer su versión y la de los testigos; cuéntenos cómo sucedió.
Empezó a contar:
                        Yo trabajo para la familia Domínguez desde el padre, tengo más de veinte años a su servicio. He hecho de todo: mensajero, ayudante, maquinista, chofer. Para Don Manuel (que Dios tenga en su gloria) era yo su mejor empleado. Nomás llegó su hijo David, un verdadero hi’ de puta, no se puede ni hablar con él, creyó que era el amo…. Se quiso propasar con mi nieta… Pero, pos no, esos tiempos ya pasaron, yo estuve en la Revolución y sé de lo que le hablo. Ya no somos esclavos…
¿Pero qué pasó?
Mire licenciado, ya estoy viejo y me deben respeto. Soy trabajador y nos deben tratar con respeto.
Pues sí, pero… ¿qué pasó?
Estaba yo en la oficina. Como todos los días, fui por el periódico al estanquillo. De regreso, me paré en la puerta para fumar un cigarrito. En eso, se asoma el señor David y me dice:
¿Dónde está el periódico?
—Un cigarrito, patrón, adentro no se puede fumar— y me recargué en la pared.
—¡Qué cigarrito ni qué carajos!, aquí no voy a tener flojos que cobren por nada—  dijo todo enmuinado.
—Para lo que pagaba, podía fumarme uno y otro más— repliqué
Me dijo que me iba a despedir, yo contesté:  —¡Éso lo quiero ver!—; había sido Don Manuel el que me había recontratado a pesar de haberme jubilado.  Se enchiló más y me dijo:
—¡Ora sí,  pos lo vas a ver!— y sacó su pistolón.
Le pegué con el periódico, se cayó la pistola,  y la recogí. Entonces me grita:
—¡Viejo hijo de la chin…, pendejo!
—Y yo, pos… le disparé —a mí, el único que me ha gritado es mi padre y murió hace cincuenta años. Yo soy una persona mayor y a mí no me va gritar cualquier cabrón.
No, pues sí — agregó el abogado.


 Por Roberto Carreño

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