lunes, 16 de noviembre de 2009

Inocente (ejercicio)

Mirta Leis

      Era hijo de un domador de leones y una contorsionista.
      Se les parecía en cierto modo: tenía la melena rojiza como su madre y los ojos claros y pequeños como su padre.
      Pasó sus primeros años prendiéndose con insistencia a las faldas de su mamá. Mario, el domador, apenas podía acercársele, ya que el niño gritaba asustado al ver los látigos en sus manos.
      Fue creciendo robusto y callado, casi sin jugar con los otros pequeños, pendiente siempre de los ensayos y las funciones del circo, sentado muy quieto en un apartado rincón.
      Al llegar el tiempo de ir a la escuela, supieron lo mucho que le costaba aprender. Cuando se hizo evidente que su mente no crecería, simplemente, le abandonaron. Partieron una tarde en la caravana de otro circo sin dejar más noticia que la carita triste de Ernesto, que quedó al amparo de los otros artistas en aquella fábrica de ilusiones.
      Celia, la ayudante del mago, le brindó un lugarcito en su tráiler; delicada y cariñosa, siempre tuvo un plato de comida y algún buen consejo. Le enseñó que la vida había que ganársela con el trabajo de todos los días, que debía respetar a sus mayores y ayudar en todo lo que fuese necesario para poder vivir en ese pequeño mundo de vida nómade.
      Con el tiempo, daba de comer a los animales, era abanderado en los desfiles de presentación del circo y mozo de pista en las funciones.
      Eterno recadero, al crecer, se convirtió en un mueble en el que nadie reparaba pero que siempre estaba al servicio de todos.
      A veces, se sentaba largas horas con la mirada fija en la gran puerta de entrada, donde los carteles de colores anunciaban la próxima función.
Isabel, la menor de los acróbatas, la niña que coronaba las torres y era lanzada sobre los hombros de su padre o hermanos desde la palanca, fue su amiga. La única que tenía caricias para él. «Pobre Ernesto» le acunaba la cara, «Nadie te quiere», y él le miraba con ojos ingenuos mientas la niña peinaba con sus dedos, aquella mata de cabellos rojizos y rebeldes.
      Cuando ella salía a la pista, una oración temblaba en los labios del muchacho. Lo angustiaba el temor de que cayera, pero Isabel, con la agilidad de un felino, subía veloz sobre los hombros de sus hermanos y desde allí le dedicaba la mejor de sus sonrisas mientras saludaba feliz al público.
      Alguna veces, después de ensayar su número le pedía que la acompañara hasta el trapecio, ella soñaba con trabajar allí. Sentada en ello alto le animaba a subir, pero Ernesto sudaba frío al poner sus pies en la escalerilla y daba marcha atrás con el intento.
      Después de la cena, caminaban antes de dormir. Por las siestas se refugiaban detrás de las jaulas de los leones y él la escuchaba contar sus sueños; en las mañanas siempre la ayudaba a limpiar el tráiler: su vida toda giraba en torno a Isabel.
      Ernesto apenas podía leer de corrido algunas frases, fue muy poco lo que aprovechó de la escuela, pero ella todos lo días le leía las noticias o algún poema, o simplemente le enseñaba a cantar alguna canción.
      Cada vez que Celia se los permitía jugaban con los cubos, los manteles y las galeras del mago. Siempre terminaban el día juntos y riendo.
      Una tarde él entró en su caravana, sin avisar, como siempre. Y ella, que se estaba cambiando, se tapó los pequeños pechos y le gritó: «¡Eh, sal de aquí! ¡Vete! ».
      Pero no pudo, algo le abrasó el estómago: un fuego quemaba sus entrañas y crecía hasta acelerarle el corazón. Una urgencia extraña, inexplicable lo invadía impidiendo obedecerla.
      Avanzó hasta donde estaba Isabel y en el forcejeo sus enormes manos le cortaron el aire. La garganta de nácar se ahogaba entre aquellos dedos largos y fuertes. En un increíble esfuerzo ella intentaba gritar, pero Ernesto no podía dejarla. Esa fiebre desconocida lo hacía temblar y necesitaba apretarla, dominarla, sentirla rendida entre sus manos hasta que su mundo alterado recobrase la estabilidad.
      Cuando el fuego de la locura se disipó, el cuerpo de ella yacía desnudo en una postura imposible sobre la cama.
La llamó susurrando su nombre. Le suplicó, besó sus manos inertes, pero ella no lo miraba. Se puso una nariz de payaso y le hizo musarañas: ni una sonrisa. Le daba golpecitos en la cara, pero ella no volvía. Isabel ya le pertenecía a la muerte.
      Puso su cabeza sobre la almohada, le cubrió la desnudez con una manta y se acostó a su lado llorando amargamente.
      Estaba oscuro cuando se levantó. Metió su cuerpo en el baúl del mago esperando que desapareciera, pero seguía estando allí cada vez que lo abría.
      Asustado, huyó. Cabalgó sobre un caballo blanco dando cien vueltas por la pista de arena y, como última etapa de su escapada, subió a los trapecios, cerró los ojos y quiso volar.

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