domingo, 15 de noviembre de 2009

Inocente hasta ahí (ejercicio)

Norberto Zuretti


      Y una vez más, seguía estando ahí su historia detenida, repitiéndose eternamente como esa cantidad inesperada de palomas que surgen de las galeras de los magos. Nunca se debería confiar en los magos, muchísimo menos intentar ejecutar sus trucos.
      Ernesto era hijo de un domador de leones, el Gran Insaurralde, y de una contorsionista a quién llamaban Luciérnaga, que se atrevía a cruzar por el aire meciéndose boca abajo desde una hamaca mientras su marido metía la cabeza dentro de la inmensa boca de un león. Al principio se ataron a una mínima esperanza, pero cuando se hizo evidente que su mente no crecería, el domador y su madre le abandonaron, y él quedó al amparo de los otros artistas en aquella fábrica de ilusiones y payasos. Eso sí, el Gran Insaurralde no quiso que Luciérnaga continuara hamacándose sobre el león durante su acto. Más adelante, también dejó el carromato conyugal y por un tiempo durmió con la Mujer Barbuda, ya que las únicas opciones eran ella, o el Puercoespín, quien parece que, además de las espinas, ronca demasiado fuerte. Luciérnaga, en uno de sus saltos acrobáticos, se fue volando al circo de la competencia, ahora tiene un papel principal, la estrella de la noche, es la Mujer Bala, y sale disparada de un cañón hasta lo más alto de la carpa.
      Así, prácticamente dejado de lado por todos, Ernesto se pasaba las horas en el establo, daba de comer a los animales, bañaba a los caballos, jugaba con la jirafa y se enroscaba con las serpientes. Lo buscaban siempre para exhibirlo en los desfiles de presentación del circo y para convertirlo en mozo de pista durante las funciones. Y lo llamaban urgente cada vez que se enfurecía el tigre o el elefante hacía sus necesidades en lugares inapropiados. Eterno recadero, al crecer, se convirtió en un mueble en el que nadie reparaba.
      Isabel, la menor de los acróbatas con sus ojazos azules y sus manos chiquitas, la niña que coronaba las torres con una malla negra llena de estrellitas y era lanzada sobre los hombros de su padre o hermanos desde la palanca, fue su amiga adorable desde siempre. La única que tenía caricias para él. «Pobre Ernesto», le acunaba la cara, «nadie te quiere». Y a veces, cuando Isabel abría la ventana del tráiler, encontraba medio alfajor de chocolate, y una sonrisa intensa le inundaba el rostro, ella adivinaba quién pudo comer la otra mitad.
      Una vez, él entró en su remolque sin avisar, como siempre. Y ella, que se estaba cambiando, se tapó los pequeños pechos y le gritó: «¡Eh, sal de aquí! ¡Vete!». Pero esta vez, Ernesto no pudo, algo le abrasó el estómago, una fuerza nueva le empujaba quemándole las entrañas, células dormidas se despertaron de repente provocándole sensaciones desconocidas y poderosas. Avanzó hasta alcanzar a Isabel y, en el forcejeo entre ella y sus recientes fantasmas que ahora lo dominaban en una aureola de placer, en medio de algún gesto inusual, ligero e incontrolable, sus enormes manos le cortaron el aire. Hubo entonces un chisporroteo de colores, un olor dulce, un silencio triste. Cuando el fuego de la locura se disipó, el cuerpo de ella yacía desnudo, en una postura imposible sobre la cama, tal vez quebrado en su vuelo al no encontrar los hombros del padre al final de la caída. También se apagaron las estrellitas y sus ojos azules.
      Acercó la oreja a sus labios prietos. La llamó susurrando. Le suplicó. Buscó en los bolsillos y le colocó el papel arrugado de un alfajor en la mano chiquita. Se puso una nariz de payaso y le hizo musarañas. Le daba golpecitos en la cara, le empujaba suavemente el hombro, pero ella no volvía. Isabel, cada vez más pálida, cada vez más lejana, ya le pertenecía a la muerte.
      Arrastró el abandonado cuerpo hasta el antiguo baúl del mago, olvidado en el carromato que usaban de depósito. Todos los días regresaba a escondidas, y abría lentamente la pesada tapa, con un dejo de esperanza, de que salieran volando palomas o pañuelos de colores entrelazados, de que la magia por fin hubiera hecho de las suyas. Pero no. Isabel seguía estando allí acurrucada sin sus ojos grandes ni sus estrellitas, cada vez más rígida, más ausente. Asustado, huyó, cabalgó desenfrenado sobre un caballo blanco dando cien vueltas por la pista de arena rodeada de butacas vacías y, como última etapa de su escapada, subió a los trapecios y quiso volar. Pero una vez más se materializó en su memoria la dulce acróbata que le acunaba la cara con sus manitos de muñeca. Y entonces descendió lentamente por una de las sogas. Y caminó otra vez, cabizbajo, hasta el arcón del mago.
      Desde entonces, igual que si se tratara de un íntimo e inevitable rito religioso en medio de la solitaria noche, cuando ya todos los habitantes del circo están dormidos, regresa metódico al baúl para comprobar irremediablemente que la magia no existe, y que nunca habría que confiar en los magos, muchísimo menos intentar ejecutar sus trucos.

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