Consigna: "Escribamos un
texto en el que los adjetivos empalaguen. Un texto en el que, incluso el autor,
que normalmente es el crítico más ciego, reniegue de semejante escrito".
Llevo toda la semana con dolor de muelas ya que el
dentista me está hurgando por ahí, seguro que es por eso que me ha salido este
texto sobre un tema tan alegre. A pesar del tema festivo me he divertido
escribiéndolo, y me ha salido de forma más fluida que cuando trato de escribir
algo serio. Seguro que es porque me he quitado la presión esa de tengo que
presentar algo y no quiero que me destrocen el texto y el ego con sus críticas.
Se me ha aliviado el dolor, tiene que ser porque lo de escribir es terapéutico,
más de una vez he escuchado eso, no creo que tenga nada que ver el calmante que
me he tomado a primera hora: todos sabemos que la medicina es un bulo con el
que nos sacan el dinero y en que nos engañan para usarnos de conejillos de
indias. Llevaba bastante tiempo sin escribir nada nuevo, solo intentaba
arreglar algunas cosas viejas, sin arreglo, la verdad, y me ha servido para
reencontrarme con el placer que me produce escribir. Cuando me pase un tiempo
callado, a ver si se acuerdan de recordármelo.
En el velatorio
Un pesado cortinón de colores veraniegos cubre la
amplia puerta. En el interior de la casa el ambiente rechaza el calor del
verano. La penumbra azarosa, el fresco penetrante, los murmullos temerosos y el
lejano llanto de una madre rota pintan la escena de la antesala de la muerte.
En la primera habitación un corro de sillas disparejas dispuestas contra las
paredes blancas soportan el peso de las mujeres más viejas, las jóvenes
aprovechan los escasos huecos para apoyarse en los muros encalados. Cuando la
nueva visita asoma por la puerta se hace un silencio de curiosidad que una vez
satisfecho se transforma de nuevo en un murmullo cargado de dolor y miedo con
tintes de resignación ante las injusticias de la vida amarga de los hombres.
—¡Ay, María! ¡Quién lo iba a decir! Esto no tiene
nombre, ni explicación, solo Dios sabe por qué pasan estas cosas —les dice
Antonia, la más gorda, y amiga de la infancia de Consuelo, la dueña de la casa.
Todos los ojos, los llorosos y los que quieren
ocultar su falta de empatía, miran a María y a la mujer más joven que la
acompaña. Algunas muecas desaprueban el vestido tan colorido que trae esta
última. La mayor hace una breve presentación que pretende sirva de disculpa.
—Esta es mi muera. Ha venido a pasar unos días de
vacaciones y no quiso dejar de venir. Cuando eran niños fueron amigos. Pero…
¿se sabe qué ha pasado?
Muchas de aquellas cabezas negaron con suaves
movimientos que mecían las canas en esa atmósfera de frío eterno. Antonia se
erige como cronista de los acontecimientos.
—Esta mañana se levantó algo indispuesto, parece
ser, pero ni él mismo le puso más intención y lo achacó a estar anoche bebiendo
con los amigos hasta que la madrugada ya estaba bien entrada. Salió a dar un
paseo antes de que el sol se pusiera a quebrar las piedras y volvió pronto.
Cuando estaba viendo la tele, a eso de las doce menos cuarto, empezó a toser y
a echar sangre por la boca como si, como si… —La mujer no encontraba nada
apropiado a la situación y se abstuvo de buscar comparación alguna— No dio
tiempo ni a avisar al médico. La pobre madre no atinó más que a gritar con tal
fuerza que La Marcela y yo nos vinimos como estábamos, dejando a los nuestros desatendíos ante
la urgencia de su boca para encontrarnos con este cuadro. Cuando le hagan la utosia esa
sabrán qué ha sido.
—¿Y Consuelo?
—En su cama. Solo tiene fuerzas pa llorar
y echar fuera los reniegos más feos que se pueden pensar, pero ¿quién la culpa?
No estamos hechos pa enterrar a nuestros hijos.
Una andanada de maldiciones purulentas atravesaron
las paredes y callaron los murmullos de la primera sala. Aquellas que eran
madres agacharon la cabeza, se persignaron y musitaron conjuros contra el mal
que había entrado en esa casa.
María apretó el pequeño pañuelo que traía en sus manos
y disculpó su miedo tonto a ver a la madre rota.
—No sé si será buen momento este para…
—No se preocupe, mujer, ella ahora ni ve ni se da
cuenta de ná. Está bien atendía por sus hermanas y
sus hijos. Pero pasen y siéntense por aquí. Yo necesito estirar un poco las
piernas. ¿Y cómo dijo que se llama su nuera? Es la mujer de su Paco, ¿no?
—Sí. Se llama Esther.
Las mujeres entraron y se rehicieron los huecos.
Las sillas rechinaron sus patas de forma obscena sobre aquel suelo de lápida y
algunas de las aspirantes a plañideras aprovecharon para marcharse a sus casas.
Casi todas hicieron la promesa de volver más tarde, cuando dejaran a los suyos aviaos.
Las gargantas carraspearon y la solemnidad del momento se embarulló con tanto
meneo hasta perder consistencia. Las sillas vacías se ocuparon de inmediato y
en pocos minutos se recuperó el aire propicio para la ocasión. Los lamentos y
suspiros le disputaron de nuevo el aire a las moscas indecisas.
—¿Y vienen por muchos días?
Antonia seguía hablando como si Esther no estuviera
presente. Le hacía las preguntas a la suegra, incomodando a la joven que se
preguntaba si había sido buena idea la de venir al velatorio. María tuvo un
destello de entendimiento y acabó con su falta de tacto.
—Perdone, Antonia, pero con todo este trastorno no
sabe una dónde tiene la cabeza. Mira, Esther, esta es Antonia. Ha sido vecina
nuestra de toda la vida. Más de una vez se quedó cuidando a Paco cuando era un
bebé y yo tenía que trabajar.
—Mucho gusto.
—Mucho gusto.
Un tropel de gritos penosos enmudeció de nuevo a
los presentes.
—¡Ay, Dios mío! —respondieron algunas y sonaron en
su respuesta a coro macabro.
Ante el dolor de aquellos lamentos hasta las más
díscolas rezaron para sus adentros pidiendo no encontrarse nunca en la misma
situación. Hicieron fervorosas promesas de mejora en su conducta y hasta
juraron acudir a misa a menudo. Con manos tímidas alisaron las arrugas de sus
faldas y expurgaron las negras telas de las pequeñas pelusas que desteñían la
pureza de aquel luto. Los brazos se cruzaron en los regazos como barreras para
los males externos y, en los suspiros, aquellas mujeres indefensas querían
expulsar de sus destinos las conjeturas macabras que sacaban de la desgracia de
aquella familia. En aquel silencio artificial tomaron protagonismo las charlas
de los hombres que estaban en la puerta aprovechando la escasa sombra que
dejaba el mediodía al retirarse. Por estar fuera, o porque el sol les calentaba
los huesos con la suficiente fuerza para no dejarse amilanar por presagios y muertes
imprevistas, ellos hablaban de fútbol, del trabajo, de los planes de la cosecha
para el próximo invierno… Convivían con la única separación de una cortina
pesada aquellos dos mundos tan distintos en apariencia. A un lado el dolor, los
lamentos, y al otro la negación del mismo, o la aceptación de la desgracia
inevitable. Pero a cada rato unos gritos desgarrados ponían un poco de
uniformidad en aquel caos sin sentido, aunque en pocos segundos la vida, esa
que siempre se abre paso, abría al aire sus pequeños brotes.
—Qué bonito vestido ese, Esther. No es muy
apropiado para la ocasión, pero bonito sí es de verdad.
Pedro
Conde
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