sábado, 19 de abril de 2014

Ejercicio de abril

Consigna: "Escribamos un texto en el que los adjetivos empalaguen. Un texto en el que, incluso el autor, que normalmente es el crítico más ciego, reniegue de semejante escrito".

Llevo toda la semana con dolor de muelas ya que el dentista me está hurgando por ahí, seguro que es por eso que me ha salido este texto sobre un tema tan alegre. A pesar del tema festivo me he divertido escribiéndolo, y me ha salido de forma más fluida que cuando trato de escribir algo serio. Seguro que es porque me he quitado la presión esa de tengo que presentar algo y no quiero que me destrocen el texto y el ego con sus críticas. Se me ha aliviado el dolor, tiene que ser porque lo de escribir es terapéutico, más de una vez he escuchado eso, no creo que tenga nada que ver el calmante que me he tomado a primera hora: todos sabemos que la medicina es un bulo con el que nos sacan el dinero y en que nos engañan para usarnos de conejillos de indias. Llevaba bastante tiempo sin escribir nada nuevo, solo intentaba arreglar algunas cosas viejas, sin arreglo, la verdad, y me ha servido para reencontrarme con el placer que me produce escribir. Cuando me pase un tiempo callado, a ver si se acuerdan de recordármelo.

En el velatorio

Un pesado cortinón de colores veraniegos cubre la amplia puerta. En el interior de la casa el ambiente rechaza el calor del verano. La penumbra azarosa, el fresco penetrante, los murmullos temerosos y el lejano llanto de una madre rota pintan la escena de la antesala de la muerte. En la primera habitación un corro de sillas disparejas dispuestas contra las paredes blancas soportan el peso de las mujeres más viejas, las jóvenes aprovechan los escasos huecos para apoyarse en los muros encalados. Cuando la nueva visita asoma por la puerta se hace un silencio de curiosidad que una vez satisfecho se transforma de nuevo en un murmullo cargado de dolor y miedo con tintes de resignación ante las injusticias de la vida amarga de los hombres.

—¡Ay, María! ¡Quién lo iba a decir! Esto no tiene nombre, ni explicación, solo Dios sabe por qué pasan estas cosas —les dice Antonia, la más gorda, y amiga de la infancia de Consuelo, la dueña de la casa.
Todos los ojos, los llorosos y los que quieren ocultar su falta de empatía, miran a María y a la mujer más joven que la acompaña. Algunas muecas desaprueban el vestido tan colorido que trae esta última. La mayor hace una breve presentación que pretende sirva de disculpa.
—Esta es mi muera. Ha venido a pasar unos días de vacaciones y no quiso dejar de venir. Cuando eran niños fueron amigos. Pero… ¿se sabe qué ha pasado?
Muchas de aquellas cabezas negaron con suaves movimientos que mecían las canas en esa atmósfera de frío eterno. Antonia se erige como cronista de los acontecimientos.
—Esta mañana se levantó algo indispuesto, parece ser, pero ni él mismo le puso más intención y lo achacó a estar anoche bebiendo con los amigos hasta que la madrugada ya estaba bien entrada. Salió a dar un paseo antes de que el sol se pusiera a quebrar las piedras y volvió pronto. Cuando estaba viendo la tele, a eso de las doce menos cuarto, empezó a toser y a echar sangre por la boca como si, como si… —La mujer no encontraba nada apropiado a la situación y se abstuvo de buscar comparación alguna— No dio tiempo ni a avisar al médico. La pobre madre no atinó más que a gritar con tal fuerza que La Marcela y yo nos vinimos como estábamos, dejando a los nuestros desatendíos ante la urgencia de su boca para encontrarnos con este cuadro. Cuando le hagan la utosia esa sabrán qué ha sido.
—¿Y Consuelo?
—En su cama. Solo tiene fuerzas pa llorar y echar fuera los reniegos más feos que se pueden pensar, pero ¿quién la culpa? No estamos hechos pa enterrar a nuestros hijos.
Una andanada de maldiciones purulentas atravesaron las paredes y callaron los murmullos de la primera sala. Aquellas que eran madres agacharon la cabeza, se persignaron y musitaron conjuros contra el mal que había entrado en esa casa.
María apretó el pequeño pañuelo que traía en sus manos y disculpó su miedo tonto a ver a la madre rota.
—No sé si será buen momento este para…
—No se preocupe, mujer, ella ahora ni ve ni se da cuenta de . Está bien atendía por sus hermanas y sus hijos. Pero pasen y siéntense por aquí. Yo necesito estirar un poco las piernas. ¿Y cómo dijo que se llama su nuera? Es la mujer de su Paco, ¿no?
—Sí. Se llama Esther.
Las mujeres entraron y se rehicieron los huecos. Las sillas rechinaron sus patas de forma obscena sobre aquel suelo de lápida y algunas de las aspirantes a plañideras aprovecharon para marcharse a sus casas. Casi todas hicieron la promesa de volver más tarde, cuando dejaran a los suyos aviaos. Las gargantas carraspearon y la solemnidad del momento se embarulló con tanto meneo hasta perder consistencia. Las sillas vacías se ocuparon de inmediato y en pocos minutos se recuperó el aire propicio para la ocasión. Los lamentos y suspiros le disputaron de nuevo el aire a las moscas indecisas.
—¿Y vienen por muchos días?
Antonia seguía hablando como si Esther no estuviera presente. Le hacía las preguntas a la suegra, incomodando a la joven que se preguntaba si había sido buena idea la de venir al velatorio. María tuvo un destello de entendimiento y acabó con su falta de tacto.
—Perdone, Antonia, pero con todo este trastorno no sabe una dónde tiene la cabeza. Mira, Esther, esta es Antonia. Ha sido vecina nuestra de toda la vida. Más de una vez se quedó cuidando a Paco cuando era un bebé y yo tenía que trabajar.
—Mucho gusto.
—Mucho gusto.
Un tropel de gritos penosos enmudeció de nuevo a los presentes.
—¡Ay, Dios mío! —respondieron algunas y sonaron en su respuesta a coro macabro.
Ante el dolor de aquellos lamentos hasta las más díscolas rezaron para sus adentros pidiendo no encontrarse nunca en la misma situación. Hicieron fervorosas promesas de mejora en su conducta y hasta juraron acudir a misa a menudo. Con manos tímidas alisaron las arrugas de sus faldas y expurgaron las negras telas de las pequeñas pelusas que desteñían la pureza de aquel luto. Los brazos se cruzaron en los regazos como barreras para los males externos y, en los suspiros, aquellas mujeres indefensas querían expulsar de sus destinos las conjeturas macabras que sacaban de la desgracia de aquella familia. En aquel silencio artificial tomaron protagonismo las charlas de los hombres que estaban en la puerta aprovechando la escasa sombra que dejaba el mediodía al retirarse. Por estar fuera, o porque el sol les calentaba los huesos con la suficiente fuerza para no dejarse amilanar por presagios y muertes imprevistas, ellos hablaban de fútbol, del trabajo, de los planes de la cosecha para el próximo invierno… Convivían con la única separación de una cortina pesada aquellos dos mundos tan distintos en apariencia. A un lado el dolor, los lamentos, y al otro la negación del mismo, o la aceptación de la desgracia inevitable. Pero a cada rato unos gritos desgarrados ponían un poco de uniformidad en aquel caos sin sentido, aunque en pocos segundos la vida, esa que siempre se abre paso, abría al aire sus pequeños brotes.
—Qué bonito vestido ese, Esther. No es muy apropiado para la ocasión, pero bonito sí es de verdad.


Pedro Conde


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