Será
el hecho de que estamos en esa época del año, cuando aprieta el
calor, que me viene a la memoria un viaje que hicimos mi mujer y yo a Sevilla en el mes de Agosto,
experiencia que no quisiera repetir, pues aunque esa ciudad me inspira respeto,
también me causa cierto temor.
Llegamos desde Madrid en el Ave, cogimos un
taxi e indicamos al conductor que nos llevara a un hotel del centro, lo que el señor, muy amable así
hizo. Cómo ya era tarde salimos a cenar a un restaurante próximo, donde
presenciamos un “Tablao Flamenco” que nos animó a recorrer unos cuántos bares más, para saborear la manzanilla del
lugar y aspirar el aire fresco de la noche.
A la mañana siguiente me levanté temprano y
una vez aseado bajé al hall para hojear el
periódico, y comprobar si ocurría algún evento en la ciudad al que nos apetecería asistir, y enseguida subí a decirle a mi
señora que se arreglara, porque después de desayunar íbamos a estar todo el día
ocupados.
Mi mujer se levantó del lecho, y en cuanto
estuvo en pie se tambaleó y cayó sobre la cama sin ánimos de repetir, diciendo.
-Es que este calor me marea. Anda, no te preocupes, sal a ver la
ciudad, yo me levantaré más tarde.-
Cerré bien las ventanas antes de salir y
regulé el aire acondicionado para que ella descansara, y dejé el hotel para dar
un paseo por los alrededores. Dirigí mis pasos hacia el Parque de María Luisa
donde me senté en un banco dispuesto a gozar de unos momentos de paz y
tranquilidad, bajo la sombra de las acacias, y sin saber cómo me quedé dormido.
Yo no había reparado que aquél banco tenía asientos a ambos lados del respaldo
y fue al despertar cuando me percaté de que había otra cabeza al lado de la mía
perteneciente a alguien sentado al otro lado del parapeto.
La persona dueña de la misma, también despertó.
Yo me disculpé y me levanté para comenzar a desandar el camino que me llevaría
otra vez al hotel.
La señora que había acompañado mis sueños
también se preparó para echar a caminar, mostrando un físico ataviado con un
traje escaso de material para cubrir su cuerpo, y unos zapatos con tacones de aguja
que la hacían caminar de forma precaria, en su clara intención de seguir mis
pasos.
Di la vuelta al parque y al salir apuré mis
pasos: ella continuaba detrás de mí, exclamando imprecaciones mientras trataba
de alcanzarme. Sin mirar hacia atrás llegué a mi destino, saludé a un señor con
el que había discutido las noticias esa mañana, y subí a la habitación donde
estaba mi mujer, que se despertó al oírme entrar.
Yo le
dije.
-Descansa un poco más, a ver si te
recuperas. Si quieres llamaré a un médico-
-No, no. Estaré mejor más tarde.- me
contestó.
Me asomé al balcón, desde donde veía
nuestra calle, justo en el momento en el que aquella mujer de la que había
huido entraba en nuestro edificio.
Salí al pasillo para comprobar si iba a
subir, cuando oí que el señor que se encontraba en el hall le decía que la
persona a la que se refería acababa de
llegar y que ocupaba la habitación 102 del primer piso.
Sus pasos sonaban en la escalera. Retrocedí
hasta el centro del cuarto, dejando la puerta como estaba.
Diréis que yo no demostraba estar en mis cabales para prepararme a dejar
sin cerrar la puerta de la habitación de mi mujer y mía, pero aquella persona
que subía hasta la planta donde nos encontrábamos ejercía sobre mí un poder
extraordinario al que yo quería hacer frente.
Cuando llegó al dintel de nuestra estancia
se detuvo un momento, entró, y viendo a mi mujer en la cama dio un grito
diciendo.
“Pero, ¿quién es esta? ¿Qué clase de broma
me has preparado a mí, que no he faltado a ninguna de las citas que he tenido
durante los diez últimos años?”
A todo esto mi mujer que se hallaba con
las piernas fuera de la cama, manteniendo los ojos muy abiertos, balbuceó algo
con un gesto de ansiedad y apareció una
sombra en su semblante que auguraba un desmayo inminente.
Yo tampoco pude articular una palabra; miré
a aquella fiera y le señalé la puerta abierta. Entonces ella vino hacia mí, me
cogió por los hombros y me dio tal zarandeo
que al soltarme caí de bruces, y ella con sus tacones aguja montó sobre mi cuerpo y me pisoteó repetidas
veces.
Al mirar hacia donde estaba mi mujer vi que
se había deslizado hasta el suelo. Yo, al ver que aquél torbellino humano se
dirigía hacia ella recobré mi energía, la agarré por los tobillos haciéndola
desmoronarse terminando en la misma posición que mi mujer,
justamente a su lado.
Actué de improviso, di un salto como un
tigre, y cogiéndola la por debajo de los sobacos la arrastré hasta el pasillo,
donde la dejé con sus zapatos de tacón, que arrojé fuera antes de cerrar la
puerta. Acto seguido llamé al conserje del hotel para que se deshiciera de la
intrusa que había entrado en nuestra habitación.
Aunque el percance me dejó el cuerpo con
varias heridas leves, hice lo que pude por disimularlo, y cuando despertó mi
mujer le convencí de que el recuerdo de lo que ella mencionaba como un hecho
insólito, sólo era un producto de su imaginación.
Esperanza Fernández
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