lunes, 16 de junio de 2014

Ejercicio: Continuación, de Esperanza. Sin adjetivos (o casi)


  Será el  hecho de que estamos  en esa época del año, cuando aprieta el calor, que me viene a la memoria un viaje que hicimos mi  mujer y yo a Sevilla en el mes de Agosto, experiencia que no quisiera repetir, pues aunque esa ciudad me inspira respeto, también me causa cierto temor.
    Llegamos desde Madrid en el Ave, cogimos un taxi e indicamos al conductor que nos llevara a un hotel  del centro, lo que el señor, muy amable así hizo. Cómo ya era tarde salimos a cenar a un restaurante próximo, donde presenciamos un “Tablao Flamenco” que nos animó a recorrer unos cuántos  bares más, para saborear la manzanilla del lugar y aspirar el aire fresco de la noche.
    A la mañana siguiente me levanté temprano y una vez aseado bajé al hall para hojear el  periódico, y comprobar si ocurría algún evento en la ciudad  al que nos apetecería  asistir, y enseguida subí a decirle a mi señora que se arreglara, porque después de desayunar íbamos a estar todo el día ocupados.
    Mi mujer se levantó del lecho, y en cuanto estuvo en pie se tambaleó y cayó sobre la cama sin ánimos de repetir, diciendo.
    -Es que este calor  me marea. Anda, no te preocupes, sal a ver la ciudad, yo me levantaré más tarde.-
    Cerré bien las ventanas antes de salir y regulé el aire acondicionado para que ella descansara, y dejé el hotel para dar un paseo por los alrededores. Dirigí mis pasos hacia el Parque de María Luisa donde me senté en un banco dispuesto a gozar de unos momentos de paz y tranquilidad, bajo la sombra de las acacias, y sin saber cómo me quedé dormido. Yo no había reparado que aquél banco tenía asientos a ambos lados del respaldo y fue al despertar cuando me percaté de que había otra cabeza al lado de la mía perteneciente a alguien sentado al otro lado del parapeto.

    La persona dueña de la misma, también despertó. Yo me disculpé y me levanté para comenzar a desandar el camino que me llevaría otra vez al hotel.
    La señora que había acompañado mis sueños también se preparó para echar a caminar, mostrando un físico ataviado con un traje escaso de material para cubrir su  cuerpo, y unos zapatos con tacones de aguja que la hacían caminar de forma precaria, en su clara intención de seguir mis pasos.
    Di la vuelta al parque y al salir apuré mis pasos: ella continuaba detrás de mí, exclamando imprecaciones mientras trataba de alcanzarme. Sin mirar hacia atrás llegué a mi destino, saludé a un señor con el que había discutido las noticias esa mañana, y subí a la habitación donde estaba mi mujer, que se despertó al oírme entrar.
   Yo le dije.
    -Descansa un poco más, a ver si te recuperas. Si quieres llamaré a un médico-
    -No, no. Estaré mejor más tarde.- me contestó.
    Me asomé al balcón, desde donde veía nuestra calle, justo en el momento en el que aquella mujer de la que había huido entraba en nuestro edificio.
    Salí al pasillo para comprobar si iba a subir, cuando oí que el señor que se encontraba en el hall le decía que la persona  a la que se refería acababa de llegar y que ocupaba la habitación 102 del primer piso.
    Sus pasos sonaban en la escalera. Retrocedí hasta el centro del cuarto, dejando la puerta como estaba.
    Diréis que yo no demostraba  estar en mis cabales para prepararme a dejar sin cerrar la puerta de la habitación de mi mujer y mía, pero aquella persona que subía hasta la planta donde nos encontrábamos ejercía sobre mí un poder extraordinario al que yo quería hacer frente.
    Cuando llegó al dintel de nuestra estancia se detuvo un momento, entró, y viendo a mi mujer en la cama dio un grito diciendo.
    “Pero, ¿quién es esta? ¿Qué clase de broma me has preparado a mí, que no he faltado a ninguna de las citas que he tenido durante  los diez últimos años?”
     A todo esto mi mujer que se hallaba con las piernas fuera de la cama, manteniendo los ojos muy abiertos, balbuceó algo con un gesto de ansiedad y apareció  una sombra en su semblante que auguraba un desmayo inminente.
    Yo tampoco pude articular una palabra; miré a aquella fiera y le señalé la puerta abierta. Entonces ella vino hacia mí, me cogió por los hombros y me dio tal zarandeo  que al soltarme caí de bruces, y ella con sus tacones aguja  montó sobre mi cuerpo y me pisoteó repetidas veces.
    Al mirar hacia donde estaba mi mujer vi que se había deslizado hasta el suelo. Yo, al ver que aquél torbellino humano se dirigía hacia ella recobré mi energía, la agarré por los tobillos haciéndola desmoronarse terminando en la misma posición que  mi mujer,  justamente a su lado. 
    Actué de improviso, di un salto como un tigre, y cogiéndola la por debajo de los sobacos la arrastré hasta el pasillo, donde la dejé con sus zapatos de tacón, que arrojé fuera antes de cerrar la puerta. Acto seguido llamé al conserje del hotel para que se deshiciera de la intrusa que había entrado en nuestra habitación.
    Aunque el percance me dejó el cuerpo con varias heridas leves, hice lo que pude por disimularlo, y cuando despertó mi mujer le convencí de que el recuerdo de lo que ella mencionaba como un hecho insólito, sólo era un producto de su imaginación.

                                      Esperanza Fernández    




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