miércoles, 2 de julio de 2008

Soledad Martínez

Montse Villares

      Driiiing. Ya estaba allí. Dudó unos instantes antes de abrir la puerta mientras se retocaba, delante del espejo de la entradita. Suerte que decidió ir a la peluquería. Llevaba meses sin cuidarse; desde la boda de su hermana… ¿Por qué tuvo que casarse si ya tenía sesenta y uno? — se preguntaba Soledad con sus solitarios cincuenta y dos recién cumplidos. Sin quererlo, se había hecho a la idea de pasar la vejez, como el resto de su vida, junto a su hermana. Se sentía traicionada... Aunque se repasara con carmín los labios, no podía pintarse una sonrisa. Descolgó el interfono:
      —¿Si?
      —¿Soledad Martínez ?
      —Sí. Suba.
      Ignoraba cómo había llegado a aquella situación. La soledad es muy mala, dice la gente que no está sola. Los que lo están, como ella, no dicen nada, sólo notan como día a día dejan de ser persona. El tiempo se hace eterno sin hablar con nadie, sólo oyen el eco de sus pasos. Y miran por la ventana, incluso por la mirilla de la puerta, para ver quién pasa, por si pudieran robarle unos minutos de su atención que les devolviera al mundo de los humanos.
      Un día tuvo suerte, se paró en el rellano la vecina con sus niños y a Soledad le dio tiempo a quitarse la bata, coger el abrigo y las llaves, hacer ver que salía a un recado, y así pudo adular a esos niños que llevaban la cara llena de mocos y los pantalones destrozados a la altura de las rodillas con restos de sangre. La vecina con una sonrisa a medias, tiraba del niño y aunque Soledad le ofreció algo para curarlo, más por estar acompañada que por ayudar, ella lo rechazó con educación ya que estaba a sólo un piso de su casa. Le habría gustado alargar más la conversación pero el llanto ensordecedor del pequeño no lo permitió. La vecina consiguió llevarse a los niños y Soledad sin darse cuenta se encontró en la calle. ¿A dónde voy? En ningún sitio me esperan. La panadería estaba cerca. Mientras esperaba su turno se dio cuenta de que llevaba las zapatillas de estar por casa y el pijama bajo el abrigo. Soledad cogió el pan y el cambio. Al salir tropezó con su silueta reflejada en la puerta de vidrio. Era patética. Apartó la vista y regresó a casa.
      Todo empezó una noche en que harta de ver en la tele anuncios de turrones y cavas con gente felizmente acompañada, se sintió muy sola… apagó la tele y hojeó un diario. En la página de clasificados se detuvo: “Alex, 37 años. Si te sientes sola, llámame”. Quizás era su alma gemela.
      Sonó el timbre. Abrió la puerta. Era un joven moreno de rasgos y acento sudamericano, bien vestido.
      —¿Señora Soledad Martínez?
      —Señorita. Pero pase, no se quede ahí.
      Pasaron al comedor y se sentaron uno frente al otro.
      —¡Qué descuidada! No le he ofrecido nada.
      —No se preocupe.
      —¿Señor…?
      —Mi nombre completo es Francisco Alejandro Buendía. Pero puede llamarme Alex.
      —Está bien, Alex. ¿Quiere tomar un café? ¿Una copa de anís? ¿Una coca-cola?
      —Coca cola y ginebra, gracias. Y por favor, tutéame.
      —Sí. Disculpe. Digo, disculpa. Estoy algo nerviosa. A mí puedes llamarme Sole. No tengo ginebra pero quizás sirva esto. Es coñac, lo tengo para los guisos. Normalmente no bebo. Una copa de anís algún día.
      —Okey.
      Ella se tomó su anís. Bebían en silencio. Escrutándose el uno al otro pero sin saber por dónde empezar.
      —¿Su primera vez?
      —Sí. -Contestó sin saber bien bien a qué se refería ¿la primera vez que tenía una cita? ¿la primera vez que llamaba a un anuncio de esos? Para todo era su primera vez.
      —¿Tiene música? Mejor con música.
      —Sí. Claro. Tengo una colección de clásicos ¿te gusta Vivaldi?
      —Y salsa. ¿Tienes algo de salsa?
      —No. Creo que no. ¿Sirve Gloria Stefan?
      —Sirve.

      Dejó que el ambiente se impregnara de música mientras la miraba de pie, junto al tocadiscos. Se le acercó despacio y le retiró el pelo hacia atrás acariciándole el cuello y la nuca. Ella sintió un cosquilleo que le sacudió todo el cuerpo. Se giró lentamente y él le acarició los labios. Esa sensación tan suave y placentera le hizo cerrar los ojos. Seguidamente la cogió por la nuca y acercó sus labios a los suyos. Notó su calor, pero siguió con los ojos cerrados. Tras unos segundos que dejó sólo para asegurarse de no hacer nada que ella no quisiera, la besó suave y largamente. A Soledad le pareció tocar el cielo con los dedos. Después, él empezó a desabrocharle la camisa por el botón del cuello. Ella, con los ojos cerrados notaba como le quitaba el tercer botón, junto a su pecho. Abrió los ojos. Le cogió su mano y le llevó a su habitación. Él bajó la persiana, aunque no del todo. Entraba una tenue luz que dejaba ver sus cuerpos imprecisos, como flotando en el aire, como en un sueño…
      Y soñó que él le cogía sus manos y las acercaba a su camisa para que la desabrochara, despacio, titubeante, notando ese cuerpo caliente, palpando ese pecho ligeramente cubierto de vello y reteniendo su olor. Tras quitarle la camisa le miró a los ojos. Él condujo sus manos al pantalón para que fuera consciente de sus actos. Cuando él quedó sin ropa la tumbó sobre la cama y la desnudó poco a poco, acariciando, besando cada centímetro de piel cuya existencia ella había olvidado. Con sus dedos expertos destapó la caja del deseo y bebió de su cáliz absorbiendo sus jugos hasta notar sus convulsiones. Durante unos minutos ella se sintió plena.
      —Me alegro de que haya ocurrido. No quería morir virgen.
      —Hubiera sido un desperdicio.
      —No sabía que fuera tan agradable, tan relajante.
      —Puede ser como tú quieras que sea.
      Siguió un silencio prolongado que hubiera deseado que no acabara jamás. Pero él tras unos minutos y un cigarro le preguntó por el servicio. Saliendo a la izquierda. Le vio recoger su ropa y la colilla y alejarse. Soledad se envolvió en la sábana y se acurrucó embriagada en un nuevo perfume, mirando hacia la puerta y esperando que volviera. No quería quedarse sola. No. No volvería a estar sola. Él regresó vestido y se sentó en el borde de la cama.
      —Sole, eres un sol – le acariciaba el hombro descubierto-, pero tengo que irme. ¿Tienes cien euros?
      —¡Aah! Sí. Claro. – Atinó a sacar el dinero de una caja que guardaba en la mesita de noche – .Ten. Y ahora, ¿vas con otra mujer?
      —Mejor no quieras saber.
      —Tienes razón. No quiero saberlo. Sólo quiero que vuelvas conmigo.
      —No hay problema. Cuando me llames, vendré.
      —¿La semana que viene?
      —¿A la misma hora? No fallaré – le dio un beso en la frente y se marchó.
      Ahora tenía un motivo para vivir. Para levantarse de la cama por las mañanas. Para arreglarse e ir a comprar; estar guapa para él. Y no en vano se lo notaron las vecinas de la escalera, la peluquera, la panadera… todas alabaron el corte de pelo, el brillo en los ojos, ese aspecto tan agradable… y hasta los hombres. Sí, sorprendió a Antonio, el pescadero, mirándole el escote mientras pesaba unas almejas. Empezó a notar que los hombres reparaban en ella. O quizás era ella la que se fijaba en ellos. Antes no se atrevía a mirarles a los ojos más de lo justo. Ahora buceaba en sus ojos. ¿Realmente sólo buscaban una cosa?, como le había repetido siempre su madre. Ahora Soledad sabía qué era lo que ellos buscaban y sonreía. El sexo, ese tabú para el que no la habían preparado, no era algo que sólo ellos desearan; ella, ahora, también.
      Alex la visitaba los martes. Soledad quería retenerlo cada día más tiempo. Le pidió que la acompañara a cenar.
      —Si eso es lo que quieres, mi amor, no hay problema. Serán doscientos. Vendré a las ocho.
      Ella le preparaba las más suculentas recetas de pescado aderezadas con vino blanco y música de Tito Puente. Y él le hacía sentir la mujer más deseada del mundo.
      Este feliz trato duró unos meses; hasta que se le acabaron los ahorros. Después él desapareció. Soledad le siguió esperando. Quiso creer que volvería y cada martes se levantaba ilusionada, iba a la peluquería y luego a comprar. En la frutería le guardaban mango y Antonio le reservaba el mejor lenguado.
      —¿Qué pondremos hoy Soledad? ¿Ha visto qué rape tan guapo tengo?
      Soledad miraba el pescado sin decidirse. ¿Vendrá él hoy? Si no, ¿para qué? Sus ojos ya no brillaban; ahora estaban envueltos en añoranza. Antonio lo notó. No fallaba ningún viernes, cuando compraba para ella y su hermana: sardinas, mairas, bacalao, y un puñado de mejillones, almejas y gambas para la paella. Cada semana igual, hasta que dejó de venir. Lamentó su ausencia y en ese momento se alegraba de su regreso. Estaba acompañada, seguro; compraba el mejor pescado sin preguntar el precio y la ración era para dos. Deseó que le fueran bien las cosas. Cuando se está tantos años detrás de un mostrador se sabe mucho de las personas por lo que compran. Por eso ahora la veía vacilar ante la decisión ¿compro para dos? ó ¿sólo para mí?
      Soledad se quedó mirando el rape sin contestar. No tenia hambre, sólo pena.
      —¿Piensa cómo prepararlo? ¿Lo ha probado a la vasca? Yo le pongo perejil fresco. Fíjese si será fresco que lo cojo de una maceta que tengo plantado, luego lo lavo y lo corto bien picadito, después…
      Ella le escuchaba, aunque sólo a medias. Pensaba en Alex. Ya llevaba tres semanas sin visitarla. Mientras aquel hombre le hablaba de sus pescados como si fueran sus hijos, y con qué amor preparaba sus recetas. Realmente lo vivía. No podía decirle que no.
      —¿A cuánto está?
      —A diecinueve euros el kilo, pero por ser usted se lo pondré a quince. ¿Hace?
      —Sí.
      —Bien. Si lo deja sería un desperdicio.
      Ella notó una chispa. Quizás era sólo una coincidencia, pero esas palabras no las podía olvidar.
      —Perdón, ¿cómo ha dicho?
      —Que sería un desperdicio desaprovechar este rape. Lo puede cocinar como Vd. quiera y seguro que le queda bien.
      Le entraron ganas de invitarle a cenar. Pero ¿cómo? Y si estaba casado. Y si tenía a alguien. Miró sus manos. Llevaba un guante de red metálica en la derecha y con la otra asía un cuchillo. No le vio ninguna alianza. Finalmente le preguntó:
      —Y… ese rape a la vasca, ¿cómo lo hace?
      —Para chuparse los dedos.
      —¡En su casa estarán contentos con tan buen chef!
      —Francamente lo estarían, pero vivo solo.
      —¡No me lo puedo creer! Con lo trabajador y buen cocinero que es usted.
      —A las mujeres les gusta el pescado, en el plato. Pero no en la ropa. No sé si me entiende. Este olor no se va fácilmente.
      —Pues yo no encuentro que huela mal.
      Aquel martes Soledad no cocinó; se comió el rape a la vasca y Antonio la devoró.

4 comentarios:

  1. Leí este cuento antes, enseguida pensé que se trataba de una reescritura, pero por más que lo busqué en los últimos meses del taller, no pude encontrarlo. Ni el cuento ni los comentarios. No sé cómo me llegó en aquella otra oportunidad. Por ahora es otro de esos misterios cibernéticos que se me escapan.

    Me parece este uno de los mejores relatos de Montse. Una muy buena descripción de esta mujer cincuentañera, que despierta al sexo y a la vida, y que a pesar de las circunstancias, logra despertar y alcanzar un final feliz.

    Una historia de lo más simplota y obvia, bien relatada, con un escueto y acertado manejo de los diálogos. Con una mujer que, a pesar de sus historias, tiene una chispa de vida y la aprovecha.

    También una justa elección y manejo de los tiempos, la historia comienza a relatarse desde que el taxi boy toca el timbre, aún no se sabe quién es ni de qué se trata la visita. Hay entonces un raconto que se mezcla en la narración, y nos da la explicación de qué es lo que sucede, a la vez que regresa al tiempo del principio del relato, y nos introduce en el desarrollo y desenlace.



    Driiiing. Habitualmente, se acostumbra a escribir riiiing.



    — se preguntaba Soledad sobra el guión, basta con una coma.



    se comió el rape a la vasca y Antonio la devoró. Me parece un poco brusco, o acelerado para ser el final del cuento. Yo lo estiraría un poco, tratando de que no resulte tan abrupto y cortante. Es una frase que se escapa del tono y el ritmo que hasta aquí llevaba el cuento, y lo finaliza repentinamente. Me refiero a la palabra final de la frase, no a la idea.

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  2. Hola, Montse. Yo habría comenzado este cuento en la frase "Todo empezó una noche en que harta de ver en la tele anuncios de turrones y cavas con gente felizmente acompañada, se sintió muy sola…". Acaso evitando esa mención tan explícita a la soledad. En general, es uno de los principales fallos que le veo al cuento, el que es muy explícito a la hora de mencionar los estados de ánimo.

    Todo el primer episodio de la vecina y los niños llorones alarga enormemente sin aportar nada que no se nos pueda decir en una frase. Esa mujer está muy sola, y si en lugar de tener que decírnoslo logras transmitirlo en dos pinceladas, si logras eso, creo que ya te estarás acercando a la soltura de un buen cuentista.

    No me convence el que la mujer se llame Soledad. Es como si no confiaras lo suficiente en tu caracterización del personaje; además, haces que me acuerde de que detrás de todo esto hay un demiurgo moviendo los hilos, un autor, que decide los destinos. Suspendes mi credibilidad, parafraseando a Coleridge.

    Te dejo mis comentarios en cuanto al estilo, y disculpa lo apresurado de este mensaje.

    Soledad Martínez
    Montse Villares

    Driiiing. Ya estaba allí. Dudó unos instantes antes de abrir la puerta mientras se retocaba, delante del espejo de la entradita. Suerte que decidió ir a la peluquería. Llevaba meses sin cuidarse; desde la boda de su hermana… ¿Por qué tuvo que casarse si ya tenía sesenta y uno? — se preguntaba Soledad con sus solitarios cincuenta y dos recién cumplidos. Sin quererlo, se había hecho a la idea de pasar la vejez, como el resto de su vida, junto a su hermana. Se sentía traicionada... Aunque se repasara con carmín los labios, no podía pintarse una sonrisa. Descolgó el interfono:
    —¿Sitilde?


    —¿Soledad Martínez ?


    —Sí. Suba.


    Ignoraba cómo había llegado a aquella situación. La soledad es muy mala, dice la gente que no está sola. Los que lo están, como ella, no dicen nada, sólo notan comotilde día a día dejan de ser persona. El tiempo se hace eterno sin hablar con nadie, sólo oyen el eco de sus pasos. Y miran por la ventana, incluso por la mirilla de la puerta, para ver quién pasa, por si pudieran robarle unos minutos de su atención que les devolviera al mundo de los humanosde atención que les devuelvan al mundo de los humanos.


    Un día tuvo suerte, se paró en el rellano la vecinaalteraría el orden : la vecina se paró en el rellano con sus niños y a Soledad le dio tiempo a quitarse la bata, coger el abrigo y las llaves, hacer ver que salía a un recado,sobra y así pudo adular a esos niños que llevaban la cara llena de mocos y los pantalones destrozadosexcesivo a la altura de las rodillas con restos de sangretambién esto es excesivo y alarga ; además, haría falta una coma tras « rodillas ». La vecina con una sonrisa a medias, tiraba del niñoeran dos y comaaunque Soledad le ofreció algo para curarlo, más por estar acompañada que por ayudar,sobra: a este tipo de cosas me refiero cuando digo que es todo muy explícito; todo esto ya se sobreentiende, no hace falta que el narrador me lo indique ella lo rechazó con educación ya que estaba a sólo un piso de su casasobra. Le habría gustado alargar más la conversación comapero el llanto ensordecedor del pequeño no lo permitió. La vecina consiguió llevarse a los niños y Soledad sin darse cuentaentre comas se encontró en la calle. ¿A dónde voy? En ningún sitio me esperan. La panadería estaba cerca. Mientras esperaba su turno se dio cuenta de que llevaba las zapatillas de estar por casa y el pijama bajo el abrigo. Soledad cogió el pan y el cambio. Al salir tropezó con su silueta reflejada en la puerta de vidrio. Era patéticasobra: el gesto de apartar la vista ya es suficientemente elocuente; la literatura consiste precisamente en eso, en que yo vaya percibiendo una historia a partir de los gestos o de las palabras de los personajes; el gusto del lector consiste en armar la situación por sí mismo, a partir de esos indicios que se nos muestran. Si el narrador me lo dice todo, se lleva la gracia del asunto. Apartó la vista y regresó a casa.
    Todo empezó una noche en que harta de ver en la tele anuncios de turrones y cavas con gente felizmente acompañada, se sintió muy sola… apagó la tele y hojeó un diario. En la página de clasificados se detuvo: "Alex, 37 años. Si te sientes sola, llámame". Quizás era su alma gemela.
    Sonó el timbre. Abrió la puerta. Era un joven moreno de rasgos y acento sudamericano, bien vestido.


    —¿Señora Soledad Martínez?


    —Señorita. Pero pase, no se quede ahí.


    Pasaron al comedor y se sentaron uno frente al otro.
    —¡Qué descuidada! No le he ofrecido nada.


    —No se preocupe.


    —¿Señor…?


    —Mi nombre completo es Francisco Alejandro Buendía. Pero puede llamarme Alex.


    —Está bien, Alex. ¿Quiere tomar un café? ¿Una copa de anís? ¿Una coca-cola?
    —Coca cola y ginebra, gracias. Y por favor, tutéame.
    —Sí. Disculpe. Digo, disculpa. Estoy algo nerviosa. A mí puedes llamarme Sole. No tengo ginebra comapero quizás sirva esto. Es coñac, lo tengo para los guisos. Normalmente no bebo. Una copa de anís algún díaPor ejemplo, el que ofrezca café o cocacolas, el que beba copitas de anís de vez en cuando me está dando la medida del personaje, y me lo está dando a partir del propio personaje en acción, no porque haya un narrador que me informe de que Soledad es un poco ñoña. Muy bien.
    —Okey.
    Ella se tomó su anís. Bebían en silencio. Escrutándose el uno al otro pero sin saber por dónde empezar.


    —¿Su primera vez?


    —Sí. Guión largo-Contestó sin saber bien bien a qué se refería coma o dos puntos o punto y luego mayúscula¿la primera vez que tenía una cita? coma¿la primera vez que llamaba a un anuncio de esos? Para todo era su primera vez.


    —¿Tiene música? Mejor con música.


    —Sí. Claro. Tengo una colección de clásicos punto y mayúscula¿te gusta Vivaldi?
    —Y salsalo quitaría. ¿Tienes algo de salsa?


    —No. Creo que no. ¿Sirve Gloria Stefan?


    —Sirve.



    Dejópor qué de repente se salta a él. Además, eso de dejar que el ambiente se impregne es muy vago, en realidad no visualizo la situación que el ambiente se impregnaraimpregnar el ambiente es un poco lugar común de música mientras la miraba de pie, junto al tocadiscos. Se le acercó despacio y le retiró el pelo hacia atrás comaacariciándole el cuello y la nuca. Ella sintió un cosquilleo que le sacudió todo el cuerpo. Se giró dio la vuelta, se volviólentamente y él le acariciópoco creativo el chico, no hace más que acariciar los labios. Esa sensación tan suave y placentera le hizo cerrar los ojos. Seguidamente la cogió por la nuca y acercó sus labios a los suyos. Notó su calor, pero siguió con los ojos cerrados. Tras unos segundos que dejó sólo para asegurarse de no hacer nada que ella no quisiera,sobra, de nuevo saltas al interior de la mente de él, cambias la perspectiva, que hasta ahora ha estado siempre pegada a ella la besó suave y largamente. A Soledad le pareció tocar el cielo con los dedos. Después, él empezó a desabrocharle la camisa por el botón del cuello. Ella, con los ojos cerrados comanotaba comotilde le quitabasoltaba el tercer botón, junto a su pecho. Abrió los ojos. Lesobra cogió su mano y leaunque no es incorrecto, me suena mal; yo escribiría "lo" llevó a su habitación. Él bajó la persiana, aunque no del todo. Entraba una tenue luz que dejaba ver sus cuerpos imprecisos, como flotando en el aire, como en un sueño…


    Y soñópor qué se dice que lo sueña; confunde y no le veo razón de ser que él le cogía sus manos y las acercaba a su camisa para que la desabrochara, despacio, titubeante, notando ese cuerpo caliente, palpando ese pecho ligeramente cubierto de vello y reteniendo su olor. Tras quitarle la camisa le miró a los ojos. Él condujo sus manos al pantalón para que fuera consciente de sus actos. Cuando él quedó sin ropa la tumbó sobre la cama y la desnudó poco a poco, acariciando, besando cada centímetro de piellugar común cuya existencia ella había olvidado. Con sus dedos expertos destapó la caja del deseo y bebió de su cálizotro lugar común. Las imágenes de sexo no son fáciles si se quiere evitar caer en la vulgaridad, pero pienso que es preferible llamar al pan, pan y al vino, vino, con términos neutros, antes que este tipo de metéforas que siempre se deslizan peligrosamente por el terreno de la cursilería. Aunque comprendo que es una percepción muy personal absorbiendo sus jugos hasta notar sus convulsiones. Durante unos minutos ella se sintió plena.En general, creo que los ojos y los labios aparecen con excesiva frecuencia en todos estos últimos párrafos.


    —Me alegro de que haya ocurrido. No quería morir virgen.
    —Hubiera sido un desperdicio.


    —No sabía que fuera tan agradable, tan relajante.


    —Puede ser como tú quieras que sea.


    Siguió un silencio prolongado que hubiera deseado que no acabara jamássobra. Pero él comatras unos minutos y un cigarro comale preguntó por el servicio. Saliendo a la izquierda. Le vio recoger su ropa y la colilla y alejarse. Soledad se envolvió en la sábana y se acurrucó comaembriagada en un nuevo perfume, mirando hacia la puerta y esperando que volviera. No quería quedarse sola. No. No volvería a estar sola. Él regresó vestido y se sentó en el borde de la cama.


    —Sole, eres un sol – le acariciaba el hombro descubierto-, pero tengo que irme. ¿Tienes cien euros?


    —¡Aah! Sí. Claro. – Atinó a sacar el dinero de una caja que guardaba en la mesita de noche – .Ten. Y ahora, ¿vas con otra mujer?
    —Mejor no quieras saber.


    —Tienes razón. No quiero saberlo. Sólo quiero que vuelvas conmigo.
    —No hay problema. Cuando me llames, vendré.
    —¿La semana que viene?


    —¿A la misma hora? No fallaré – le dio un beso en la frente y se marchó.
    Ahora tenía un motivo para vivir. Para levantarse de la cama por las mañanas. Para arreglarse e ir a comprar; estar guapa para él. Y no en vano se lo notaron las vecinas de la escalera, la peluquera, la panadera… todas alabaron el corte de pelo, el brillo en los ojos, ese aspecto tan agradable… y hasta los hombres. Sí, sorprendió a Antonio, el pescadero, mirándole el escote mientras pesaba unas almejas. Empezó a notar que los hombres reparaban en ella. O quizás era ella la que se fijaba en ellos. Antes no se atrevía a mirarles a los ojos más de lo justo. Ahora buceaba en sus ojos. ¿Realmente sólo buscaban una cosa?, comocreo que sin coma y todo dentro de la interrogación le había repetido siempre su madre. Ahora Soledad sabía qué era lo que ellos buscaban y sonreía. El sexo, ese tabú para el que no la habían preparado, no era algo que sólo ellos desearan; ella, ahora, también.


    Alex la visitaba los martes. Soledad quería retenerlo cada día más tiempo. Le pidió que la acompañara a cenar.


    —Si eso es lo que quieres, mi amor, no hay problema. Serán doscientos. Vendré a las ocho.


    Ella le preparaba las más suculentas recetas de pescado aderezadas con vino blanco y música de Tito Puente. Y él le hacía sentir la mujer más deseada del mundo.


    Este feliz trato duró unos meses; hasta que se le acabaron los ahorros. Después él desapareció. Soledad le siguió esperando. Quiso creer que volvería y cada martes se levantaba ilusionada, iba a la peluquería y luego a comprar. En la frutería le guardaban mango y Antonio le reservaba el mejor lenguado.


    —¿Qué pondremos hoy comaSoledad? ¿Ha visto qué rape tan guapo tengo?
    Soledad miraba el pescado sin decidirse. ¿Vendrá él hoy? Si no, ¿para qué? Sus ojos ya no brillaban; ahora estaban envueltos en añoranza. Antonio lo notó. No fallaba ningún viernesme perdí por un momento, no entendí la secuencia temporal de todo esto, y creo que es porque no tiras de pluscuamperfecto cuando hace falta, cuando compraba para ella y su hermana: sardinas, mairas, bacalao, y un puñado de mejillones, almejas y gambas para la paella. Cada semana igual, hasta que dejó de venir. Lamentó su ausencia y en ese momento se alegraba de su regreso. Estaba acompañada, seguro; compraba el mejor pescado sin preguntar el precio y la ración era para dos. Deseó que le fueran bien las cosas. Cuando se está tantos años detrás de un mostrador se sabe mucho de las personas por lo que compran. Por eso ahora la veía vacilar ante la decisión ¿compro para dos? Ósin tilde. Las dos preguntas en una sola o bien separadas mediante comas ¿sólo para mí?
    Soledad se quedó mirando el rape sin contestar. No teniatilde hambre, sólo penasobra.


    —¿Piensa cómo prepararlo? ¿Lo ha probado a la vasca? Yo le pongo perejil fresco. Fíjese si será fresco que lo cojo de una maceta que tengo plantado, luego lo lavo y lo corto bien picadito, después…
    Ella le escuchaba, aunque sólo a medias. Pensaba en Alex. Ya llevaba tres semanas sin visitarla. Mientras aquel hombre le hablaba de sus pescados como si fueran sus hijos, y con qué amor preparaba sus recetas. Realmente lo vivía. No podía decirle que no.


    —¿A cuánto está?


    —A diecinueve euros el kilo, pero por ser usted se lo pondré a quince. ¿Hace?


    —Sí.


    —Bien. Si lo deja sería un desperdicio.


    Ella notó una chispa. Quizás era sólo una coincidencia, pero esas palabras no las podía olvidar.


    —Perdón, ¿cómo ha dicho?


    —Que sería un desperdicio desaprovechar este rape. Lo puede cocinar como Vd. quiera y seguro que le queda bien.
    Le entraron ganas de invitarle a cenar. Pero ¿cómo? Y si estaba casado. Y si tenía a alguien. Miró sus manos. Llevaba un guante de red metálica en la derecha y con la otra asía un cuchillo. No le vio ninguna alianza. Finalmente le preguntó:


    —Y… ese rape a la vasca, ¿cómo lo hace?


    —Para chuparse los dedos.


    —¡En su casa estarán contentos con tan buen chef!


    —Francamente lo estarían, pero vivo solo.


    —¡No me lo puedo creer! Con lo trabajador y buen cocinero que es usted.
    —A las mujeres les gusta el pescado,sin coma en el plato. Pero no en la ropa. No sé si me entiende. Este olor no se va fácilmente.


    —Pues yo no encuentro que huela mal.


    Aquel martes Soledad no cocinó; se comió el rape a la vasca y Antonio la devoróMe gusta cómo termina, ese buen humor como de cuento infantil. Sin embargo, esas dos rimas al final y lo escueto de la frase se llevan por delante esos dos segundos de aliento contenido que debería tener todo buen final. Creo que si lo alargaras un poco más (solo un poco, lo suficiente para eliminar la rima y recuperar la cadencia), quedaría mejor.

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  3. Hola Montse, me ha gustado el cuento. Una señora mayor que decide y consigue, ante el descubrimiento de su edad y de la vida desperdiciada, subirse al carro y hacer aquello que nunca se atrevió. Soledad es una mujer fuerte, de un carácter firme, en ningún momento se la ve lamentarse por el tiempo perdido; acepta sin problemas el gastarse el dinero en un “puto” y cuando ya no lo tiene, ni el uno ni el otro, no sólo no cae en una depresión, si no que encuentra valor para lanzar señales a Antonio, el pescadero.
    Te marco algunas cosillas que no me gustan mucho, que creo mejorables. Y que conste que he dicho CREO.

    Ignoraba cómo había llegado a aquella situación. La soledad es muy mala, dice la gente que no está sola. Los que lo están, como ella, no dicen nada, (aquí ya dejaría de utilizar el plural, no todos los que están solos sienten lo mismo. Todo lo que sigue, viene muy bien para describir la situación y estado de ánimo de Soledad, pero no es válido como reflexión, al ser desarcetada pierde fuerza) sólo notan como día a día dejan de ser persona(en caso de no hacerme caso, diría personas, en plural). El tiempo se hace eterno sin hablar con nadie, sólo oyen el eco de sus pasos. Y miran por la ventana, incluso por la mirilla de la puerta, para ver quién pasa, por si pudieran robarle unos minutos de su atención que les devolviera al mundo de los humanos.

    Un día tuvo suerte( las personas, como la que describes, suelen ser del tipo “pesadas”, las que aprovechan cualquier ocasión para hablarte, para contarte cualquier cosa, de las que no te dejan escapar. El decir “Un día tuvo suerte” la sitúa en un sitio deshabitado, lejos de todas las posibilidades que se le pueden dar a diario. Creo que sería más acertado comentar que “Aquella misma mañana”), se paró en el rellano la vecina con sus niños y a Soledad le dio tiempo a quitarse la bata, coger el abrigo y las llaves, hacer ver que salía a un recado, y así pudo adular a esos niños que llevaban la cara llena de mocos y los pantalones destrozados a la altura de las rodillas con restos de sangre.

    Al salir tropezó con su silueta( sería más acertado decir imagen, la palabra silueta define sólo la forma, el contorno, difícilmente puede ver todos los detalles en ella) reflejada en la puerta de vidrio.

    Se giró (Carlos comentó no hace mucho que este verbo no tiene función pronominal en castellano, yo no lo sabía, pero como ahora sí lo sé, te lo digo)

    Con sus dedos expertos destapó la caja del deseo y bebió de su cáliz absorbiendo sus jugos hasta notar sus convulsiones. Durante unos minutos ella se sintió plena. (cuatro veces en una frase)

    Soledad miraba el pescado sin decidirse. ¿Vendrá él hoy? Si no, ¿para qué? Sus ojos ya no brillaban; ahora estaban envueltos en añoranza. Antonio lo notó. No fallaba ningún viernes, cuando compraba para ella y su hermana: sardinas, mairas, bacalao, y un puñado de mejillones, almejas y gambas para la paella. Cada semana igual, hasta que dejó de venir. Lamentó su ausencia y en ese momento se alegraba de su regreso. Estaba acompañada, seguro; compraba el mejor pescado sin preguntar el precio y la ración era para dos. Deseó que le fueran bien las cosas. Cuando se está tantos años detrás de un mostrador se sabe mucho de las personas por lo que compran. Por eso ahora la veía vacilar ante la decisión ¿compro para dos? ó ¿sólo para mí?
    Este párrafo no me gusta, está poco claro, farragoso. Ordenaría por separado los pensamientos de cada uno, y también definiría aparte cuando Antonio la predecía en el pasado, la echó de menos y su alegría por volver a verla.

    El último párrafo, la conversación, me encanta, está genial. Pero la última frase es demasiado agresiva.
    Nada más, espero tu próximo cuento.

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  4. Soledad Martínez, descriptivo el nombre de pila. Montse nos envía un cuento de soledades que acaba bien. Es bonito que las cosas acaben bien, pero la vida nos hace tan escépticos que, al contrario que el valor en las hojas de servicios de los militares, la felicidad no se le supone al personaje, hay que explicarla para que nos convenzamos. Quiero decir con esto que se me hace un poco abrupta la irrupción del pescadero en la casa de Soledad Martínez, me gustaría que apareciera antes dos o tres días en el mercado (alternándose con las escenas de Alex), y que esa relación se fuera perfilando poco a poco, no en vano el prostituto vino a casa varios días, y este otro, que va a ser en cambio el hombre de su vida, merece un poco de atención. Con mucha frecuencia nos traicionan las prisas cuando se nos ocurre cerrar la historia.

    El cuento es muy correcto, y Montse lo ha presentado así (hay, no obstante, una falta de sangrías en los párrafos que corresponden al narrador, no sé por qué). Confieso que no recuerdo muy bien las otras versiones de este cuento, pero esta me convence.

    Las únicas cosas sobre las que yo llamaría la atención de Montse corresponden a la escena amorosa. En general es tierna y mesurada, pero hacia el cenit tiene tres expresiones muy leídas en otros sitios, y seguro que a ella se le ocurre una manera menos sabida de decirlas. Son: «pareció tocar el cielo con los dedos», «Con sus dedos expertos» y «bebió de su cáliz».

    Son peligrosas las escenas eróticas porque, tanto si son explícitas como poéticas, casi siempre echan manos de las mismas expresiones, de las mismas metáforas. Hay una legión de pornógrafos que a lo largo de la Historia han escrito novelitas sobre las cuatro cosas que ocurren entre una pareja desde que empieza a respirar fuerte; y otra legión de gente más fina que ha tratado de hacer variaciones sobre el mismo tema, aportando su granito de poesía. El resultado de una escena erótica rara vez supera el umbral de lo ya visto.

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