sábado, 2 de julio de 2011

Las viejas que se fueron con el viento

Marcos Wever

Apago mi Macintosh y se esfuma la pintura  “Abuela y Nieta” que mantengo como fondo de pantalla.
El óleo de la danesa Anna Ancher que tanto me motiva, arrastra tras de sí una serie de íconos digitales y me pongo a cavilar.
A esta hora, todo suena a tranquilidad. Con excepción del guardia de seguridad que se acomoda el sambrón para iniciar su jornada y de los peces que se movilizan dentro de su alumbrado nicho, soy el único de los ejecutivos que permanece en la oficina.
Me había propuesto no hacer más nada en esta fecha, salvo el proceso  rutinario pos labores que conlleva ir a casa, conversar un buen rato con mi familia y luego jugar con el control  del televisor para ver en cuál canal encuentro atracadero casi hasta la medianoche. De allí, dormir o gozar de un buen encuentro marital (si las condiciones lo permiten) y volver a comenzar los afanes de cada etapa de trabajo.
De antemano pensé  “Aquí, es todo por hoy. Me largo”, pero como ancla que me impide levantarme, una foto de griseo panorama me ata  a aquel sillón, que me tiene con las nalgas aburridas.
Yo no poseía foto parecida ni sospechaba de su existencia. Quien sabe de qué manga la sacó Frank y esta tarde la ha colocado en mi correo electrónico como fina estocada. Viniendo de él nada me extraña. Con tal de salirse con la suya, echa mano a cualquier  recurso.
Me arrobo en la imagen que, impresa en alta resolución, me preña de inimaginable nostalgia.
Sin prisa y sin cansancio, coloco mi lupa de diseño en el ángulo que me facilite  husmear cada detalle en la misma.

Al lado izquierdo se ve  la casa de los Quintero. En su portal difusamente dos personas que por mucho esfuerzo,  no logro distinguir quienes son.  A un costado y bajo el tejar un caballo  aún con su montura. En medio,  el ancho camino de polvo y lodazal (en donde Frank y otros dejamos la herencia de pasos infantiles y sueños de un mañana distante) y a la derecha, tres parroquianos departiendo bajo un ala de la casona de tejas en donde don Chepe tenía su abarrotería.
 Atrás de donde Chepe, la casa de los Vázquez, más allá la de los Gómez, luego la de los Nieto y apenas perceptible, la de Frank.
Carajo —exclamo y bajo un catálogo de evocaciones  me retrotraigo con infinita seducción, al punto en que mis ojos se conmueven con el viento. Con ese viento que sin desear, comienza a mover ante mis ojos, los árboles,  palmeras y bambúes que sirven de fondo al escenario.
No tengo que ser adivino para calcular el gozo malévolo de Frank. Me conoce tanto y sin confirmarlo, sabe que su intensión ha encallado en el fondeadero previsto desde su inagotable intelecto.
Para rematar, joder y prever hasta dónde joder, ha puesto como abreboca del adjunto una frase escueta pero perspicazmente calculada: “¿Te acuerdas…?”
Es un “¿Te acuerdas…?” transformado en titiritero que me moviliza por los verdes parajes de mi lejano pueblo. Por la senda de  notos paisajes que hinchaban de libertad a nuestros pies de campesinos descalzos.
…..Ese ¿te acuerdas…? va dirigido a recordarme los momentos en que vivíamos en un mundo preñado de transformaciones sociales desconocidas por nosotros, campesinos de remotos días.
 Es un ¿te acuerdas? carente de palabras de latifundio, de sindicalismo, de equidad, de diálogo social, de  tripartismo, de concertación, de  pérdidas sobre ganancias,  de capital, de Marketing, de oferta económica, de capitalismo, de valor mercantil y mucho menos de plusvalía.
Es un “¿te acuerdas…?” para rememorar lejanas fechas. Fechas en que nuestros ancestros se limitaban a trabajar en las zafras, las cosechas privadas, la siembra de arroz u otros rubros, sin otras alternativas que los pagos que a su criterio le proporcionaban los latifundistas de entonces. Claro está que había quien poseía su pedacito de tierra para el sustento diario pero que no era suficiente para alcanzar metas ambiciosas más allá del alimento y unos cuantos pedazos de tela con que vestirse.
“¿Te acuerdas…?” me ha escrito Frank tratando como en otras ocasiones de diluir lo  gélido de mi silencio producto de estériles  controversias. Disputas pasajera entre dos individuos que nos apreciamos desde el vientre de nuestras madres.
Sin querer tacharlo de viejo, Frank me lleva un par de meses por delante en aquello de la edad. Eso y quizás exagere, le ha permitido tener mayor imaginación de la que suelo concebir en mi fascinador universo como creativo publicitario y Secretario de Organización del Sindicato Nacional de Creativos.
Estoy seguro que parte del éxito de Frank como Sociólogo y Psiquiatra, consiste en contarles a sus clientes, estudiantes y allegados,  algunas de nuestras locuras extrasensoriales en conjunto. A pesar de que estoy seguro que no le creen (al igual que a mí), por lo menos les gana la confianza y el cariño.
“¿Te acuerdas…?” y sin intransigencia olvido mi última discusión con Frank y me vuelvo a cautivar con las crónicas de lejanos momentos cuya recordación, a pesar de nuestro medio siglo de existencia, conservamos como reliquias de valor incalculable.
Francisco siempre influyó en mí como un ilusionista de mágicas fantasías. Más, después de que le regalaran y leyera junto conmigo El libro de las tierras vírgenes del británico Rudyard Kipling.
Baloo me decía y me obligaba a que lo llamara Mowgli.
Y a partir de allí, creo que comenzó nuestra locura. En primera instancia, porque tuvimos nuestro contacto preliminar  con lo que representaba la dura convivencia en sociedad.
Instintivamente asociamos  que si alguien está dispuesto a protegerte, aunque provenga de una manada de lobos, tú tienes la posibilidad de sobrevivir en medio de la vorágine de la  selva.
Conocer al niño Mowgli, a Akela el lobo, a Shere Kan el tigre, a Baloo el oso sabio, a Bagheera, la pantera negra,  a Tabaqui, el chacal despreciado por estar metiendo cizaña de un lado para otro  y a muchos otros nombres, nos obligó a comprender la lucha diaria del poder sobre los más débiles, las prohibiciones contenidas dentro de la ley de la selva y múltiples detalles de mucho beneficio para la  formación intelectual de Frank y de mí.
Años después, cuando en las aulas universitaria, palabras  más palabras menos,  nos explicaban  que la Organización Internacional de Trabajo OIT, definía al  diálogo social como todo tipo de negociaciones, consultas  e intercambio de información  entre representantes de los gobiernos, los empleadores y los trabajadores sobre temas de interés común relativos a las políticas económicas y sociales, no sé porqué y sin evitarlo, reviví las palabras de Akela cuando al momento de someter a consideración la admisión de Mowgli un humano, en  la manada  dijo:
—¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan al Pueblo Libre los mandatos de cualquiera que no sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!
Fuera de mi universo de fantasías, me explicaba mi profesor de sociología (un tipo que más bien parecía un bohemio)  que el diálogo social conlleva diferentes formas. Puede tratarse de un proceso tripartito, en el que un gobierno participa como ente autorizado en el diálogo, o también  en relaciones bipartitas instauradas exclusivamente entre los empresarios y los trabajadores con o sin la participación del gobierno. La concertación pudiera ser  informal o institucionalizada, o una combinación de ambas dándose en el ámbito nacional, regional o de empresa, además con carácter de interprofesional o sectorial, o ambas.
Para tal concepción ¿Cómo no me iba a servir de base lo aprendido tras la participación de Baloo, Bagheera, Akela, mamá loba y la propia manada en la escena anteriormente descrita?
Indudablemente que a muchos años de su paso por este mundo, uno de nuestros mejores maestros fue Kipling.
En segunda instancia, creo que análogamente  contribuyó a convertirnos en dementes pues una vez que nos adentramos en El libro de las tierras vírgenes quedamos con una sensibilidad única para interpretar sonidos y situaciones extrañas en nuestras vidas de montunos.
Escucha lo que está cantando ese grillo —me susurraba Frank y zas y que me ponía a decodificar la fina ejecutoria  de aquel saltamontes y de agregado, la sinfonía de armónicos arpegios que nos ofrecían cada día, diminutos maestros musicales en la espesura del campo.
Frank y yo, viajamos por tanta plenitud natural que llegó el momento en que fue mi persona la que lo tomó de la mano y le dijo ven, ven que están los árboles llamando a la lluvia. Escúchalos como gritan alegres. Están felices. 
Aquella vez, con incontenible euforia, abrió los brazos y simulando ser un aeroplano, en imaginario vuelo corría de un lugar para otro vociferando sí, sí, están loquísimos.
Sí, estaban locos, pero menos que yo que con los años, seguí a Frank en todas sus locuras. Especialmente en todos aquellos relacionados con el dominio mental, la levitación y la proyección astral.
Una mañana de esas en las que las cigarras anuncian la llegada de la Semana Mayor, días en que las viejas del pueblo se reunían en los patios de sus casas para preparar dulces de marañón, asar  panecillos y rosquitas de colores y elaborar una lista de golosinas  con las cuales respaldar el recogimiento espiritual que se iniciaba desde el lunes santo hasta el sábado de gloria, Frank y yo disputábamos arriba de un árbol de ciruela traqueadora, el atrapar aquellos insectos del orden Hemiptera que la ciencia también  define como cigarras, pero que en nuestro lenguaje pueblerino simplemente se llaman “Totorrones” le grité mira.
¿Mira de qué? Me increpó desafiante —lo que quieres es distraerme para quitarme mi totorrón.
No, mira le insistí
¿Qué? me volvió a gritar para luego quedar boquiabierto al voltear la cabeza hacia donde le señalaba.
Desde el cielo cual grandes palomas blancas, descendían una infinidad de ancianas conocidas y desconocidas por nosotros.
Iban bajando sutiles y lentamente. Me dio la impresión de que no querían que su arribo fuera escuchado por nadie.
Se posaban alegres pero no en un mismo sitio. Cada una se iba alojando en patios diferentes.
Allí en cuclillas, se acomodaban cerca de las que molían el maíz, de las que envolvían las empanadillas de atúnen hojas de Bijao. En fin, de las que hacían de los días santos, todo una mística liturgia de fervor para el Mártir del Calvario. Se acomodaban sin ruido alguno, supongo que por no perturbar a las viejas que paralelo a llevar las voces de mando en las consagradas faenas, encausaban a las jóvenes para que prosiguieran en el futuro con los rituales de ese espacio del año.
—Son las muertas —exclamó asombrado el Frank —son las muertas  —repitió.
— ¿Y cómo los sabes? —cuestioné intrigado.
—Alelado —respondió — ¿No reconoces a tu abuela Vicenta?
— ¿Dónde está? —le pregunté
—Tonto, al lado de tu abuela Lorenza
— ¡Dios, sí es verdad! Es la mamita de mi mama.
—Mira —prorrumpió, contagiándome con su exclamación —están bajando la niña Teresita con su hermana la niña Mercedes.
Y era cierto, las dos señoritas octogenarias  que molían el mejor café del pueblo, descendían magnetizadas sobre el patio en que a falta de hijos, habían criado sobrinos, sobrinas, los hijos e hijas de los sobrinos, ahijados y un cúmulo de parientes y arrimados.
El cielo se colmaba ante nosotros con una bandada de ángeles de cabezas canas. Tanto fue aquello, que Frank se apeó a toda prisa y conmovido por aquel maravilloso espectáculo que solo él y yo parecíamos captar, vociferó —ven,  vamos a ver si mi abuelita Goya también bajó.
Cuán grande fue su alegría al percatarse que la madre de su abuela también estaba allí, que no pudo contener las lágrimas. Nunca volví a ver a Frank llorando como ese día.
Así, año tras años, cada semana santa era algo que revestía mayor solemnidad para mi amigo y yo.
Fue un tiempo preciso para hacernos comprender que todas esas damas de blanco, eran nuestras abuelas o nuestra parentela. Vientres a quienes por legado pertenecíamos. Cientos de mujeres de diversas generaciones que sin hacerse notar, volvían cada año a rejuvenecer gratos momentos de unión familiar para alimentación de sus almas.
En esa secuencia de inefables visiones y ya no por simple deducción, fui reconociendo a mi tatarabuela Leonarda, a su madre Brígida y a una cadena más de desconocidos rostros.
Todo aquello fui igual por muchos años repito y a la vez agrego, hasta que don Chepe,  el de la tienda del pueblo, instaló el primer televisor en su local.
Frank y yo somos testimonio de cómo aquel aparato cambió el rumbo de nuestra historia. Asiduos concurrentes de las anuales visiones, podemos asegurar que traer el primer televisor don Chepe al pueblo, fue suficiente para que sus familiares no salieran ese año al patio para hacer las acostumbradas faenas de Semana Santa.
Y hay que ver que cuando fueron bajando los angelitos viejos que pertenecían a aquel hogar. Encontraron el patio vacío y anduvieron de árbol en árbol dando tumbos cual pájaros heridos. Entonces con lastimeras muecas uno a uno se devolvió con el viento, para no volver jamás.
Y así como a la casa de don Chepe llegó la televisión, igualmente esta se fue apoderando de la humildad de nuestros hogares, trayendo nuevas expectativas y con ellas, nuevas formas de enfocar la vida.
Claro que aquel pesado aparato, grande y costoso para aquel tiempo también nos abrió puertas que nos comunicaban con otras latitudes. Por ejemplo, una vez se suscitó una discusión en un panel de invitados que se me impregnó en la mente para siempre. Que se me grabó en el cerebro y que me impulsó a transformaciones radicales en mi vida y en la manera de ejercer influencia sobre otros.
Se trataba de un foro sobre un tema totalmente desconocido para mí. Allí se iba a discernir sobre la equidad. Según el moderador, se trataba de ver a la misma como una necesidad fundamental de igualdad en toda sociedad.
En nuestro caso y como campesinos acostumbrados a aceptar un primer ciclo escolar como mucho, tener acceso a iguales oportunidades de estudios y superación que individuos de otras esferas sociales.
Igualmente, que nuestras mujeres no fueran expuestas a la marginación y discriminación por sus condiciones de féminas. Es cierto que para aquellos momentos no existían esos temas que hoy nos sobran como la igualdad de género, liberación femenina, asociaciones de mujeres profesionales ni cosa parecida, por lo que hablarnos de mejores proyecciones para los humildes y máximo para las mujeres, fue algo que rotundamente me emocionó sin tener explicación del porqué.
Con “Yo quiero a Lucy”, “La Ley del Revólver” “El Investigador Submarino” y otras atracciones televisivas, nosotros, (y digo nosotros porqué yo como tantos otros nos arrobamos frente a esa pantalla en blanco y negro) fuimos cómplices de que una a una nuestras viejas, fantasmas del tiempo, dejaran de llegar a nuestras moradas.
Tristemente confieso que la televisión mató parte de lo sublime de nuestras vidas, pero que también nos abrió nuevas perspectivas en un mundo real y fiero.
“¿Te acuerdas? Le leo a Frank y adivino que detrás de esas seis letras de alguien que además de Psiquiatra se especializó en los procesos de la vida en sociedad, se esconde algo más que hacer las paces con el ánimo de tomarnos unos tragos.
“¿Te acuerdas? Y pienso que muchos de poderlo hacer, cuestionarían que de dónde Frank y yo, sacamos ese poder de ver a nuestras viejas. De ser así, les contestaría que creo que como niños, estábamos con nuestras mentes con altos niveles de receptividad. No es que hubiésemos sido unos fenómenos o nada por el estilo. Quien se nutre de muchos temas sobre el comportamiento humano, sabe que apenas si usamos una pequeña porción del cerebro y que todo el mundo está en capacidad de tratar de dejar al mundo, mejor que cuando nos aceptó como huéspedes.
Los cambios sociales, el desarrollo, la erradicación de la pobreza, la integración de la humanidad y las naciones es cuestión de abrir nuestras mentes y objetivos paren entrelazarnos en un solo  haz en común.
La productividad y la competitividad descansan en la buena voluntad del ser humano; La políticas y el fomento para el diálogo social, tripartismo y equidad sobre la decisión de nosotros en cuanto a compartir una sociedad más justa y equitativa. Todo radica en querer hacer las cosas bien y para el bien de todos.
El ver a nuestras viejas por muchos años, nos sirvió para evaluar de dónde veníamos y hacia donde podíamos caminar y por eso, porque conozco a Frank, porque conozco sus locuras, sus alegrías y sus tristezas, huelo que me quiere inducir a que con la llegada de la semana santa, nos pongamos en el patio de nuestro terruño de ensueños a envolver empanadillas de atún en hojas de Bijao, a hacer unas dulces cocaditas, unas sabrosas rosquitas de colores, unos ricos panecillos o cualquier otro aperitivo que sirva de motivación para reencontrarnos con aquellas queridas viejas, con aquellas queridas viejas lejanas y añoradas que poco a poco, que poco a pocos, que poco a poco, se nos fueron alejando con el viento…

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