jueves, 1 de septiembre de 2011

David

Cris
—Caro, llamó la abuela ¿Podés ir al súper a hacerle las compras?
—Sí, má. Termino de acomodar los apuntes de la facultad y voy.
Carolina no sabía si juntar papeles, coraje, resignación o fastidio. Al fin la abuela Tita  era la madre de su madre; se preguntó cuándo, en qué momento se de la vida uno termina por hacer a un lado los deberes filiales o el simple placer de hacer algo por sus progenitores.
Los 96 años de Tita hacían que dependiera de un andador para desplazarse;  su lucidez mental su don de gentes, su impecable presencia, su campo cultural e iniciativas eran envidiables.
Caro tomó el 176 que la dejaba a dos cuadras del supermercado , a una de la casa de su abuela. Compró todo lo que pedía la lista y agregó por su cuenta unas masas finas, un mimo para la anciana.
 Desde la esquina cercana al chalet de Tita vino un gran auto estacionado en la casa. Modelo nuevo, marca de buena cotización en el mercado. Su abu tendría visitas…
Al llegar vio todas las luces encendidas, los cortinados apenas entreabiertos; suave música selecta armonizando los espacios, rosas de delicada fragancia en la mesa para el té, preparada para tres personas, con su mejor vajilla Limoges. Tita lucía como en sus mejores tiempos (había sido una bellísima mujer) y el  invitado, ya instalado…¡sorprendente!: de no haber sido ella profesora en Artes, su asombro no habría sido mayor al encontrar al mismísimo David de Michelángelo sentado a la mesa de su abuela.
—Pasá, pasá, Caro. Estábamos esperándote para iniciar con el té.
Colocó las masas finas en una fuente, las ubicó junto a otras delicias y tomó asiento.
Una sensación inexplicable aturdía a la joven, no podía discernir entre realidad y fantasía. Pero el hombre estaba ahí, podía oírlo, palparlo si se atreviera.
—Conocés al señor ¿verdad, querida? Ella es Carolina, mi nieta.
—El placer de saludarla y conocerla, señorita…
—De igual modo, caballero. Comprenderá sin duda usted mi incertidumbre… Pensarlo en Italia, en un museo, sobre un pedestal y que estemos aquí dialogando supera cualquier fantasía… o delirio.
Tita contemplaba complacida a los jóvenes dialogando; la sonrisa le iluminaba el rostro. Mientras tanto, con el rabillo del ojo iba registrando a los curiosos que “sin querer” miraban hacia el interior de la vivienda. Imaginaba con picaresca alegría los comentarios que correría: “¡Un hombre desnudo en casa de Tita!!... ¡Y qué musculatura, qué perfil, la piel brillosa como…ahhhh!!”
— No comprendo cómo llegó aquí-—dijo por fin Caro, con la intriga trazando surcos en su rostro, pequeñas líneas paralelas en su entrecejo y adelantando sus labios sobre su boca.
—Usted no cree en las brujas ¿verdad? Pero que las hay…las hay
—Disculpe, me parece que no estamos para sandeces. ¿Me haría el favor de ponerse de pie, en la misma postura en que se lo conoce?
— La comprendo... a medias. Usted busca una explicación racional a mi presencia en esta casa. ¿Pensó en cuántas veces su abuela me vio en el Museo y que a su edad y con su capacidad financiera bien pudo darse el lujo de sacarme “a pasear” un poquito, como lo hacen con las obras de Dalí o de otros artistas?
David irguió sus tres metros de altura, colocó la pierna izquierda en contraposto para asegurar el equilibrio; cargó la honda sobre su hombro del iguallateral, dejó caer su brazo derecho finalizado en una mano algo mayor que la proporción requerida. Sus ojos perdieron la luz, su rostro de concentró en la proximidad del ataque a Goliat. La majestuosidad del mármol de Carrara y el ideal griego de belleza se concretaron ante Carolina.
— ¡Tal cual! Detalle por detalle. No cabe ni la más mínima duda—dijo la joven con ojo de experta— Gracias. Disculpe, ¿puedo ofrecerle algo para cubrirse?
—¡Ja,jaj,jajjj! Soy David, no la Maja de Goya que visten y desvisten según pruritos de época.
—Permítame preguntarle acerca de su rictus, preparado para el ataque a Goliat… Se contradice con su voz clara, la serenidad de su trato y expresiones.
—Seamos realistas, mujer. De un gran bloque de mármol de Carrara, otros dos escultores no pudieron sacar más que desechos. Miguel Ángel  me esculpió por pedido y salí como salí. Yo no soy yo. No conocí a Goliat. Esas son historias bíblicas.
El té y las confituras iban desapareciendo de la mesa entre palabra y palabra y los curiosos fuera de la casa de Tita iban en aumento. Las mujeres miraban con poco disimulada  excitación y los hombres, sintiéndose cada vez más mínimos,  casi pigmeos.
—¡Qué situación, David! En el museo no pasará desapercibida su falta.
—No pienso volver, querida. Ya dejé la mi réplica, que estaba afuera, en mi lugar. En todo caso, nadie se molestará mucho por una réplica.
—¿Qué piensa hacer entonces de su vida?
—Hum…¿le parece que podría desarrollarme como stripper?...
La picardía en los ojos de la abuela Tita, con su gesto de satisfacción iluminando su rostro; el asombro en los de Carolina que no llegaba a conjugar la belleza griega en una acción tan mundana y el “síííí” desaforado y prolongado de las voces femeninas del exterior resolvieron la situación.

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