sábado, 17 de septiembre de 2011

De sopa en sopa (Ejercicio)

por Dagoberto

   “Le quedan cinco semanas de vida” fue el vaticinio que le hiciera una gitana a mi novia, un mes antes de nuestra boda.
Entonces el viaje para pasar nuestra luna de miel en Tailandia fue estresante. Veintiún horas sin conciliar el sueño, por temor a un accidente del avión,
Al faltar treinta minutos para el aterrizaje, se encendieron los letreros de abrocharse los cinturones y casi de inmediato la aeronave inició una caída libre. Los gritos de pánico inundaron la cabina de pasajeros y Eva, mi flamante esposa, se prendió de mi brazo. Luego de unos segundos el avión se estabilizó; por la ventanilla vi el resplandor de los rayos alumbrando una masa de nubes grises, casi negras. Luego los truenos retumbaron muy cerca, al tiempo que se iniciaba una nueva caída; varias maletas cayeron de los portaequipajes, y los gritos ganaron en intensidad.
Cuando el avión se estabilizó instantes después, le pregunté a uno de los sobrecargos qué sucedía y él me contestó: —Hemos entrado en una tremenda sopa; el piloto está evaluando la situación para salir de la tormenta y aterrizar en un aeropuerto alterno.
Al escuchar estas palabras, Eva pellizcó mi brazo y me dijo: ¡Así que no creías en adivinas¡ Prometiste traerme al Paraíso. ¡Me has arrastrado al Infierno¡ Al ver sus lágrimas el remordimiento empezó a invadirme. 
   Escuchando el latido de mi corazón en  los oídos, vi que mi mujer cerró los ojos y se recostó en el respaldar de su asiento. Al cabo de quince minutos, durante los cuales solo se escucharon sollozos y rezos, pudimos aterrizar sin ningún percance.
Bangkok nos recibió con una lluvia torrencial; el cielo parecía desangrarse en chorros de agua y el rugido de los truenos se escuchaba una y otra vez. Mientras desembarcábamos, la lluvia cesó y el sol alumbró en todo su esplendor.   
Al día siguiente dejamos el hotel muy temprano, con las protestas repetidas de Eva por no poder desayunar. Ella estaba en su tercer mes de embarazo, con antojos todo el día. Tomamos un autocar vehículo de dos asientos jalado por el conductor que va corriendo para ir a la parada del autobús que nos llevaría al mercado flotante. Luego de dos horas en el bus, las casitas  de madera con techo de tejas a dos aguas se fueron perfilando, tras las hileras de árboles de bambúes. Los rayos del sol empezaban a calentar la mañana. Tras las casas, apareció un embarcadero al borde de una gran laguna. Navegando en sus aguas, montadas en barquitas de madera, mujeres de rostros  tostados y con sombreros de paja, nos invitaban a abordarlas. El violeta, rosado y amarillo de las sombrillas sobre las barcas, pintaban una hermosa estampa con el verde de las aguas y el manto violáceo del cielo.
Abordamos una de tamaño  mediana y nos sentamos bajo una sombrilla anclada al borde del bote con caña de bambú. La conductora nos ofreció un trago: sabía a whisky y mandarinas. Al partir, acompañada por un pequeño instrumento de cuerdas, comenzó a cantar: “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…”.La aplaudimos, y agradeció esbozando sonrisas con sus ojos rasgados, casi horizontales.
En el recorrido por los canales, las barquitas se acercaban, ofreciendo frutas, refrescos y  comidas calientes.  A Eva le provocó tomar una sopa y llamó a una de las conductoras; ésta colocó su barca junto a la nuestra. La mujer levantó la tapa de la olla y el aroma que emanó de ella era exquisito. Al acercarme pude ver su contenido: fideos,  verduras semejantes a la lechuga y trozos de carne. Mi esposa, que se pasaba la saliva, le preguntó qué contenía; la mujer respondió en su dialecto; no entendimos. Eva   repreguntó en inglés; obtuvo igual respuesta. Entonces la mujer tomó un lápiz, prendido detrás de su oreja derecha, trazó sobre un papel un dibujo y se lo mostró a Eva. Tuve que sostenerla, pues al verlo casi se desvanece. Me acerqué y vi la figura: era una serpiente.
El paseo incluía una parada en el mercado ubicado en los alrededores. Para dejar la barca,  coloqué un pie en una llanta de auto, que atada al borde evitaba las colisiones de los botes con los maderos, y era el primer punto de apoyo en la subida. Cuando le tocó el turno a mi esposa, le extendí la mano y tras varios intentos fallidos, al fin se decidió a dar el salto hacia la llanta. En ese momento la barquita se alejó y mi esposa cayó a las aguas. Varios lugareños se lanzaron al agua y  la sacaron mojada hasta la cabeza. Sus cabellos rubios empapados e impregnados de algas, me hicieron recordar los fideos y verduras en la olla de sopa de serpiente. Luego de cambiarse la blusa recorrimos el mercado: elefantes de marfil, sables con empuñadura de marfil, tallados en madera, y una infinidad de vestidos de seda.
A mi esposa la seducían los olores que despedían los puestos de comida. Nos acercamos a uno de ellos; lucía abarrotado de clientes. De una gran olla humeante, colocada sobre una brasa, un hombre servía una sopa con papas y arroz. Los comensales, sentados en algunos bancos dispuestos alrededor, la bebían con avidez apenas se las alcanzaban servidas en platos hondos. Pedimos dos y tomamos asiento. Bebimos la sopa con fruición; estuvo deliciosa. Al saborear la carne no nos pusimos de acuerdo si era de pato o de cordero; su coloración era bastante oscura. Le dije a mi esposa que quizás era de un pato pekinés o regional y por eso el color era distinto; en fin estuvo muy buena. Concluida la merienda,  y mientras esperábamos el vuelto, se acercaron al puesto dos turistas. Uno de ellos parecía explicarle al otro algo sobre la comida. Aunque hablaban en inglés, me aventuré y le pregunté, en español, al que daba las explicaciones, si sabía de qué animal era la carne que acompañaba la sopa. El joven volteó, me miró mientras se acomodaba los lentes de sol y en su rostro se iba dibujando una sonrisa. Entonces, muy suelto de huesos me dijo: Es de perro. Al oírlo, un sabor extraño se apoderó de mi boca, y sentí como si una sustancia corrosiva descendiera de mi garganta hacia el estómago. Al voltear, vi que Eva se alejaba corriendo tomándose la boca luego me contaría que tuvo sensación de náuseas y buscaba una fuente de agua—. Fui tras ella y una vez juntos, buscamos algún refresco para ahogar el amargo sabor que nos invadía. Con un vaso con jugo de naranja en la mano dimos unos pasos y nos detuvimos, algo más serenos, junto a otro puesto abarrotado de gente. Una joven nos ofreció un plato; a primera vista lo que había en él se asemejaba a pasas o a alguna fruta seca cocida. Miramos la sartén de donde servían los platos; en ella un cocinero echaba gusanos amarillentos y verdosos; los gusanos se retorcían al tocar el aceite; estaban vivos cuando caían a la sartén. Salimos despavoridos a esperar la barca.
Luego de quince días inolvidables, retornamos a nuestro país, en un viaje en el que traté de disipar el temor de mi esposa, ya que no se había cumplido el vaticinio. Yo pude dormir algunas horas; mi esposa no pegó los  ojos un solo instante.
En el aeropuerto nos recibió mi suegra y la hermana mayor de mi mujer. Los cuatro tomamos el tren que nos llevaría en un corto viaje al pequeño pueblo donde residíamos. A los veinte minutos de iniciado el viaje una explosión, producto de una bomba o quizás de un choque, nos hizo volar por los aires.
Esto cuento lo escribí en base a los relatos hechos por mi cuñado y amigo de toda la vida, en mis visitas diarias al hospital. Él, luego del accidente, ocurrido cinco semanas atrás, permanece en cuidados intermedios.  Tiene lesiones en la columna vertebral y en la médula espinal; posiblemente no vuelva a caminar.  Para no agravar su pena no se le ha contado la verdad sobre la suerte de mi hermana Eva.

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