domingo, 16 de octubre de 2011

Cubiertos de primera (Ejercicio)


Benita

¿Qué estás haciendo? -dijo Sofía con los ruleros puestos, desabillé y pantuflas.
Lo que ves, estoy retirando todos los cubiertos –levantó la mirada Juan Ignacio, y rengueando siguió con su trajín.
Pero, ¿cuáles vas a poner? –Sofía, chillando casi sin respiración.
Voy a poner los cubiertos buenos. Ya te conozco, pusiste los de segunda porque contratamos mozos y pensás que los van a tirar cuando levanten el servicio –Juan Ignacio siguió sin interrumpir la acción.
Y así será. ¡Imaginate lo que diría mamá si desarmáramos el juego bueno!
Lo de siempre, lo que diría aunque todo salga perfecto “Esto fue una porquería”
¡Me estás dando la razón! –Sofía elevaba cada vez más el tono
¡No! Lo que digo es que de cualquier forma lo dirá, entonces que lo diga con razón –Juan ya había terminado de recogerlos.
¡No! ¡Dejá los cubiertos!
¡No! ¡Aprendé a vivir! Si cometés el gran error de casarte, por lo menos, ¡tirá la casa por la ventana!

Sí, sí, mucho disfrute, pero veo tu cara de resaca y tu renquera de perro.
¿Perdón? Esta no es renquera de perro, esta es renquera real y doliente. Anoche, después de que tu prolijo prometido nos abandonara en plena despedida de solteros, seguimos de candombe con los muchachos, nos pasamos un poco de copas y metí la pata en un pozo. ¡Mi pata está coja a toda honra!
¡Gran hazaña! ¿Y eso es “vivir la vida”? –Sofía casi no pudo disimular una sonrisa.
¡Claro que sí! Ya que vas a cerrar tu ataúd, por lo menos, que el último día de soltería feliz, sea con cubiertos de primera. Aunque también deberías haberte emborrachado conmigo anoche –dijo Juan con esa sonrisa encantadora, su sello personal.
─¡Uf!, excelente consejo de hermano mayor. “Cerrar el ataúd, emborracharse”- Sofía salió de la habitación meneando la cabeza y dejando una estela de resignación.

Aunque Juan Ignacio quería parecer indolente, su angustia por el inminente casamiento de su joven hermana, lo tenía a mal traer.
No hacía mucho que la llevaba de la mano al jardín de infantes. Y esas pequeñas y blancas  manos seguían teniendo la virtud de hacerlo sentir protegido.

Sus padres no se divorciaron, no hacía falta, se separaron de su hijo e hicieron vida de solteros. Una despreciable actitud que no hizo feliz a nadie. Las fiestas en las que ellos participaban tampoco llenaban el vacío, sobrevivían  monótonamente a una vida desobligada y regalada de personas sin otra preocupación que la de respirar.
Cuando diez años después nació Sofía, él ya sabía manejarse en su mundo. Sabía a quién acudir para cada una de las contingencias y todo sucedía con placidez. El llanto de esa luminosa bebé solo fue un obstáculo menor en la dicha de sentir que había otra persona más en su misma situación. Sin proponérselo, casi sin pronunciarlo, hizo un juramente: “jamás dejaría sola a esa niña”. Nunca extrañó lo que no tuvo, pero sabía con certeza que lo que tenía no era lo correcto. Sofía no sufriría por abandono.
Juan Ignacio echó sobre su espalda el deber de preservar el bienestar y seguridad de la hermosa y dulce pequeña. Él nunca lo sintió como una obligación, fue tan natural como su propio desamparo. El desgano pertinaz de su madre y la indiferencia despectiva de su padre, lo acompañaron desde su primer suspiro. La atención cariñosa de la Nana y el chismorreo sigiloso de las mucamas y el chofer fueron su canción de cuna. Le urgía, evitárselo a su hermana. Quería preservarla de cualquier desilusión. Se empeñó en que ella se sintiera especial, única, elegida, atendida.
Se convirtió en un halcón, no permitió que nadie la tocara –a excepción de la Nana- sin que él estuviera presente. Las puertas de sendas habitaciones estaban enfrentadas y él le pidió al chofer que corriera su cama para poder mirar desde ahí la cuna de su hermana. Hasta cuando su madre, en excepcionales ocasiones, la levantaba en brazos, él no se separaba de su lado.
De bebé, Sofía no despegaba los ojos de él, lo buscaba ansiosa cuando escuchaba su voz,  reía hasta el hipo cuando jugaba con ella. La tibieza que Sofía inculcó en el corazón de Juan hizo que él viera su soledad desde un ángulo absolutamente distinto. Hizo que esa soledad se fuera diluyendo lenta pero tenazmente. Nunca más estaría solo.
Sufrió tremendo impacto cuando internaron a Sofía en un colegio de monjas y solo podía verla los fines de semana y fiestas de guardar. Pero no tenía autoridad para evitarlo, bien claro lo dejaron sus padres cuando él hizo una escena que dio cuenta de varios platos, vidrios y macetas, y aún así, no triunfó en su afán.
Los años de adolescencia de ella, por lo tanto, los separó físicamente. Pero él, aunque ya iba a la Universidad, no dejaba pasar un día sin hablarle por teléfono y hasta escribirle cuando lo ocasión lo ameritaba. Las monjas sabían que cualquier contratiempo o necesidad de Sofía, sería rápidamente atendido por el joven Juan más que por los padres mismos. Y así como de responsable era para los asuntos de Sofía, tanto más irresponsabilidad para con su propia vida.
Aprendió de muy joven a transitar las noches de parranda. Era número fijo en cualquier celebración y cualquier celebración no era tal sin su presencia. Lo llamativo de esta vida alocada era que cualquiera que mirara un poco más allá de la fachada, vería a un joven que lo único que hacía era llenar su vacío con ruido. A diferencia de sus padres, él no solo estaba preocupado por respirar, su vida estaba pendiente de la dicha de su hermana, sin su hermana, perdía el rumbo.
Cuando Sofía llegó de ese retiro de cinco años, volvió siendo una educada, prolija y sumisa mujercita. Esto molestó a Juan. Pretendía para su hermana una vida llena de felicidad y relajo. Pero ella se empecinaba en ser absolutamente encantadora y responsable.
Juan debió resignarse al carácter tranquilo de su hermanita. No pasó demasiado  tiempo del regreso de Sofía para que un educado caballero se prendara de semejante belleza.
Juan lo puso a prueba. Hizo que su red de contactos intentaran seducirlo, lo atrajeran a la vida nocturna o por lo menos, lo hicieran caer en alguna tentación. Esteban ignoró cualquier invitación en donde no estuviera incluida Sofía.
Juan investigó, por su cuenta, las finanzas de Esteban, su linaje, su carácter y hasta su conducta en la secundaria.
Esteban logró conquistarlo a ambos.
Pasado el tiempo prudencial, Esteban y Sofía se comprometieron y ya estaban con el casamiento en puertas.
“Nada puede salir mal”, pensaba Juan. Sofía debía tener una bella boda y aunque lo desgarrara, ella debía irse a vivir con su marido dejando a Juan tan desolado que únicamente pensaba en emborracharse, como la noche anterior. Pero no importaba, importaba el bienestar de ella y sabía que la entregaba en buenas manos. Todo debía ser perfecto, la mejor celebración, los mejores cubiertos.


¿Por qué, siendo el día más feliz de mi vida, siento esta tristeza en el corazón?
Juan debe estar pensando que lo abandono. Me podrá hacer el papelito de despreocupado y superado, pero a mí no me engaña. Guardarle un secreto me corroe –pensaba Sofía mientras comenzaba los preparativos finales del peinado  y maquillaje.
La primera imagen conciente que recuerdo son los ojos de Juan. Juan atento, Juan protector, Juan pendiente, Juan todo seriecito y con recursos inagotables –sonreía recordando las mil y una que le hizo pasar a su hermano. No había capricho que él no atendiera.
Creo que mamá y papá debieron hacerse a un lado para que Juan no los mordiera si me acaparaban.
Debe ser muy triste la vida de alguien que no tenga un hermano como él. Debe ser muy solitaria la vida sin alguien con quien contar incondicionalmente.
No, a mí no me engaña. Él está creyendo que lo voy a dejar en la estacada.
Nadie puede tener mejor suerte que yo. Nadie tiene mejor familia, nadie puede tener mejor novio.
Cuando Esteban me llevó a elegir la casa donde viviremos, me dijo que eligiera la que más me gustara con la condición de que debía tener un lugar para Juan. Cuando esta tarde le digamos que nuestra casa de huéspedes es para él, estoy segura que no podrá negarse. ¡No voy a dejar que se niegue! Nunca lo abandonaría. Juan, sin mí no sería Juan. Yo sin Juan no sería feliz.
Voy a dejar que  ponga los cubiertos buenos, es lo que menos me importa hoy.
Tengo a Esteban, tengo a Juan, que mamá se guarde los cubiertos.

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