domingo, 2 de octubre de 2011

Sin alternativas


por Graciela
Lo más triste de la vejez
es carecer de mañana.
Santiago Ramón y Cajal
(Premio Nobel de Medicina 1906)

Fue  sobrenatural.  Desde que él murió  la abuela andaba con miedo de dormir en la cama grande. Y ahí estaba yo para protegerla. Había transcurrido un mes de su partida cuando apareció. Todavía lo llorábamos.   Esa noche, tomadas de la  mano como cada vez que me quedaba con ella,  para que no se sintiera sola, para no sentirme sola, sin mirarnos, desconsoladas, nos quedamos dormidas. La luz  que nos despertó fue muy intensa, las dos gritamos para que la otra lo supiera; él se acercó,  ¡me besó en la mejilla tan grato!, como  en simultáneo lo hizo con ella, nos arropó, como solía hacerlo, y luego partió. Para siempre.

A los seis años hube de mudarme del pueblo. Al que mas extrañé fue al abuelo. Tan vital, tan expeditivo; nos llamaba a mis primos y a mí cuando  tenía servido el desayuno.  Inolvidables despertares, tanta algarabía. Luego todos  a la escuela. Cursaba el segundo grado de un colegio de campo.  Maira y yo dormíamos en la misma habitación. Marcos y Luis en la del final de la propiedad.   Enorme,  de ésas que siempre están llenas de sol, con olor a sol. El abuelo levantaba la persiana que daba al norte y era como la autorización para que unas calandrias serenateras nos deleitaran cada vez. Higienizarnos -no olviden las orejas- las tostadas, el mate cocido, las disputas con mi primos. Luego todo cambió.

 Papá, mamá yo vivíamos al lado de su casa. Pero él me crió. Maira, Marcos y Luis habían perdido a sus padres en un accidente  y vivían con los abuelos, pero por circunstancias que sólo el corazón reconoce, era yo su preferida y lo adoraba.  Adoraba el olor de su colonia, aquella voz tan particular, el humor del hombre sin urgencias, el que no necesita gritar ni enojarse para calmar tanto brío. El que sabe de historias sin desperdicios, de pájaros, de árboles, de vida.
A papá lo trasladaron por trabajo a una gran ciudad; de ésas que representan progreso. Yo comencé con problemas de conducta. Andaba lloriqueando  todo el tiempo y sólo de noche volvía a ser feliz, cuando entrando por una puerta mágica  podía regresar a él.
Las cuestiones económicas mejoraron para mi familia y las prioridades  cambiaron. Pasó un año hasta que pudimos volver al pueblo. No pude reconocerlo. Me decían: dale un beso al abuelo, sentate en su falda, contale de la casa nueva. Aquél hombre envejecido, canoso, triste, no era mi abuelo.
Escuché por ahí que se había jubilado. Yo ya tenía siete y no entendía mucho. La abuela se quejaba de que era un gruñón, que se ponía terco, intolerante. Andaba siempre como buscando sentarse. Se volvió lento.  Yo seguía llorando pero un poco menos. Aunque inconsciente,  presentía que con su partida, iba  a perder todo lo bello que sólo él me reconocía.
Yo volví a los ocho, a los nueve y, a mis diez se murió. Como se habían muerto sus pares. Los que lo fueron resignando a un camino sin vuelta atrás. Los que lo hicieron tomar conciencia de su decadencia, su improductividad y, se fue entregando. Desde su enorme sapiencia supo que no  le servía a esta sociedad tan tecnológica, si ni siquiera aceptaba  hablar por teléfono. Entendió a  la muerte  como no tan lejana,  y admitió que era viejo, casi un estorbo. No encontró un espacio para seguir, el lugar  para un viejo, un tiempo, ni para su historia.

Seguí sin poder reconocerlo hasta aquella noche en que volvió para despedirse. Tan joven como entonces,  con el pijama a rayas que tanto  le conocía, y ese andar intenso, tanto,  como la luz que se lo fue llevando.

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