jueves, 20 de octubre de 2011

Las putas (ejercicio)



Por Antonio Varela
Lucía
          Esa mañana el más puro azul explotaba de nubes gordas. La lluvia amenazando. Me ponía apática. No. Era más profundo. Desazón. La necesidad de que alguien me dijera que fue lo correcto. Lo hablaríamos al mediodía, compartiendo una piza. O lo que sea.
       Me había levantado tarde, vapuleada, cansada. Después que mamá me llamó repetidamente. Quería verlo. “¿Hoy no trabajas?”. “Sí”. Y me dijo y le dije varias veces. Mi prioridad era  recuperar fuerzas. Levantarme, desayunar bien, que sí, que vengo a almorzar…. No le dije que iría con él. Abrí la perfumería puntual. Me crucé al lado a escuchar sin ganas a la verdulera. Nada. Igual. Apenas una hora aguanté. Cuando me cansé de los silencios largos y de su olor agrio a papas le aclaré: “Me voy a dar una vuelta”. Creo que prestó más atención a los pájaros volando. Me fui. Tomé por el boulevard. Compré un chocolate que comí mientras cruzaba otra vez la plaza, con rumbo incierto. Sin darme cuenta a los cinco minutos estaba bajando por 9 de Julio. Tenía que verlo, saber que pensaba, porque en el viaje de vuelta no pronunció palabra. Cuando llegué a la biblioteca corría una brisa suave. Llevaba el cabello suelto. Antes de entrar peiné el pelo con los dedos, alisé los pliegues de la falda, acomodé la campera… me sentía en el primer día de clase. Con vestido “de domingo”, diría mi madre. Adentro no escuché ni el más mínimo sonido. Justo lo que esperaba. A esa hora estaba solo. Abrí con mi mejor sonrisa, intentando sorprenderlo, porque yo tenía que estar ofreciendo perfumes y sales de baño a las viejas crápulas del otro lado de la avenida. Mientras cerraba  la puerta me dieron ganas de patear a alguien. Ella estaba en el escritorio, leyendo un libro. Sus manos pálidas, con ese puto anillo que él le había regalado sostenían su cabeza. Los ojos pardos me miraban sin sorpresa. Avancé.
— ¿Está Santiago?
— No, salió... ¿Necesitás un libro?— lo dijo con su sonrisita falsa. Me temblaba el mentón, siempre pasa si estoy nerviosa. No sabía que decir y ella me escrutaba.
— ¿Qué hacés acá? — dije sin poder contenerme. Se paró lentamente, con sus pechos de armazón y espuma.
— Estoy. Siempre estoy disponible cuando el bibliotecario lo necesita— aborrecible. Su doble sentido me asqueaba. Todos saben que a veces cierran y pasan la tarde tirados entre los libros.
— Si, siempre tenés que estar disponible— me quedé mirándola, sopesando las palabras— por ahí ahora no va a hacer tanta falta. Él ya sabe que me tiene a mí…— ella empezó a temblar como una hoja. Su piel lechosa se puso más rosada en los cachetes. La verdad la estaba matando.
— ¿Lo hiciste?— dijo. Me quedé callada, estudiándola. Después de todo las dos sabíamos la respuesta.
— Por supuesto. Vos te regalaste mucho antes y no pienso dejarte ganar. ¿Creías que se iba a conformar con una calentona como vos?— nos quedamos calladas. En el fondo sabía que las dos nos sentíamos unas prostitutas.
— Cuando se sepa vas a ser la puta del pueblo— me escupió sin rabia.
— Si me dedicara te sacaría el puesto, pero yo solo soy puta de Santiago— agarré con bronca una libro del escritorio y me lo apoyé en el pecho como si fuera un escudo. Di  media vuelta y antes de llegar a la puerta le dije con desprecio.
–Perdé cuidado, el resto del pueblo te lo dejo— abrí la puerta y salí a la calle. El aire fresco hizo que aletearan mis narices. Me agarré el vestido con la mano del libro, por miedo a que lo embolsara alguna ráfaga. Con la otra busqué en la cartera la hebilla grande. Se había levantado viento.



Selena

          El sol hacía más de una hora que levantaba la humedad de la noche anterior. Frío subiendo por el jean, por los huesos. El falso lunes lo sentía en mis ojos mal dormidos. Las calles estaban apenas animadas, sólo algunos corriendo tarde a la delegación o a estudiar. Parecían deambular como sin sentido, pero apurados. Esa pesadez de fin de semana largo que querían sacarse de encima. Por mi parte había esperado este día con un insomnio infatigable. Quizás la única que había deseado que llegara. Un escozor en la nariz, en los ojos... El deseo de que ellos en la excursión por el río no se animaran. Que pudieran ser felices o al menos no ser condenados en un pueblo chico tan oscuro como su propia imaginación colectiva. El bien o el mal que no dependen de una acción, sino del juicio “exacto” de dos o tres vecinas mientras barren las veredas..

          Lo encontré en la biblioteca. Lo saludé y me esquivó: — Tengo que ir hasta la Delegación ¿podés quedarte?— Quería hablarle, sentirlo contándome el viaje como cuando me leía esos cuentos antológicos. Asentí con la cabeza y se fue. Quedé como apagada, las manos enguantadas sobre el escritorio, rodeada por el murmullo continuo que eran el mayor de los Ñanqueo y los mellizos. La mañana empezó a deslizarse entre San Martín, una discusión sobre si las mulas usan o no herraduras y los apodos de la maestra de Lengua. Apenas se fueron el silencio fue viento y calefactor tibio. Sola. El libro de préstamos eran garabatos incomprensibles. Comencé a recorrer las líneas de sus firmas, como tantas veces, descubriendo su humor cada vez. Una a una, cada devolución. Había terminado hacía un rato cuando llegó Lucía. Entró buscando, perforando los libros, la hilera de estantes. Su mano no soltaba el picaporte.

 — ¿Santiago?— dijo casi mirándome. Y la pregunta no era para mí, sino con la esperanza de que él estuviera hundido y semiperdido entre libros de aventuras, física o historia. Hubo un momento en el que tuvo que mirarme, obligada.

— No está. Fue a la Intendencia— estoy segura que pensó en irse, como yo pensé en Santiago que se había ido (o escapado) antes que ella. Entonces se puso roja, decidida. Titubeó, al fin abandonó la puerta. — Lucia... — Sus pupilas también me parecen rojas, como si ella fuera una foto con flash. Siento aquel escozor en los ojos que ahora baja hasta mi boca, con una maldita certeza que me obliga a saber... — ¿Lo hiciste?
— Sí— ahora su mirada se ponía más firme, quizás creyéndome vencida.
— Estás loca. Lo vas a perder
nadie se casa con una puta— se lo dije sin pasión, con verdadera tristeza. Lo había perdido ella y yo ya lo tenía perdido desde el día en que acepté su juego.
— Él ahora es mío. No te le acerques— caminó alrededor de la mesa. Su cuerpo estaba tenso, tampoco hablaba con pasión. La columna recta, el mentón bajo, no llevaba sostén, los pezones me apuntaban bajo el vestido — Sé que vos también lo hiciste…
— Una no pierde lo que no quiere... — y me lo repetía mentalmente para convencerme... no me creía y la verdad que me importaba. Cuesta amar en un asqueroso pueblo donde todos saben lo que deseás, necesitás y lo que vas a tener mucho antes que lo pienses.
–No sos menos reventada que yo. Él me dijo que te gustó— me buscaba, intentaba escarbar alguna herida. Quería que reaccionara...
–Sigue arañando mi ventana cada noche... — apoyó su mano en la mesa. En su mirada había sorpresa.
–O sea que es cierto... — no es tan tonto. Santiago no le había dicho nada. Dejé que se revolviera, que sus tripas y cerebro explotaran, hasta hacerse insoportable. Yo miraba el piso, tenía ganas de llorar.
— No, no es cierto
nadie se casa con una puta— me odié, pero a medias tenía razón. Ella también me odiaba. Un odio sin esfuerzo y sin ganas.
— Lo amo... Y siempre vendrá a mi puerta— abrazó el libro que estaba sobre la mesa y se fue.
— ¡Lucía!— La llamé porque no quería que odiara, yo odiaba desde hacía mucho y dolía… que él no quería a nadie, no importaba lo que sintiéramos. Decirle también o sino, que no lo amaba y que no podía, porque él no amaba a nada tanto como para huir de todo, de este pueblo olvidado; que ni siquiera lo intentaré nunca eso de llevármelo; que me conformaría con su voz, los cuentos y él entre los estantes, violándome cuantas veces quisiera. Y todas esas cosas que se me ocurrieran para que no odiara ni se convirtiera en una puta. Cuando comencé a llorar, Lucía estaba en la vereda de enfrente.


 Santiago
          La despedí con un beso más largo de lo que hubiera querido. Sentía el cuerpo caliente temblar de frío y ya me había dado cuenta que no podría decirle mañana que había sido bueno, que qué lindo y que hasta ahí. Seguro se me cuelga del cuello con cualquier excusa cuando este alguna de esas copetudas que le compran chucherías… Con la formidable seguridad de que sería una semana corta, pero muy difícil de sobrellevar, me fui a dormir directamente a la biblioteca... y que me despertara el primero que llegara.
          Dormir fue solo el intento. Recordaba su cuerpo exacto, temible en su perfección. Le había hecho el amor cuando ya estaban los bolsos del regreso, cuando ya me había felicitado a mi mismo por haber vencido el deseo de violarla cada noche, hermosa en su mansedumbre bajo mis caricias. Y todo pasó muy rápido, sin sacarle la ropa, por miedo a esa pasividad que confundí con desgano. Ella se me había ofrecido en los últimos besos, poniendo mi palma fría sobre sus pechos hinchados, con esa dureza excitante que le daban sus 25 años. Pero fue solo eso y su cuerpo temblando. Su pasividad se me presentó como la más absoluta sumisión. No creo que hayan sido más de cinco minutos. Pero quería más, estaba desesperado, más sabiendo que la combi salía en diez minutos. Ella se había quedado quieta, aun recostada sobre la mesa, boca abajo. Fue entonces que me sentí un fauno mitológico, entregando una virgen al sacrificio... Porque era exactamente esa la visión. La sangre manchaba la tabla y chorreaba por sus piernas. Le pregunté si estaba indispuesta... las formas de mil disculpas cruzaban por mi mente. Todas llevarían horas. O tal vez toda una vida. Se enderezó con mucho esfuerzo, creo que la ayudé tomándola del brazo, aunque es más factible que estuviera idiotizado agarrándome la cabeza. Solo dijo que necesitaba cambiarse... no hubo quejas, ni reproches. Se desvistió y ese cuerpo más perfecto en su visión que al tacto me despertó un frenesí, que me convertía en un pobre hombrecito desesperado... alguien que solo podía vivir poseyéndola. Y el desgraciado de Héctor había empezado a tocar bocinazos. Se quedó mirando el bolso. Yo ya no existía, porque la vergüenza le impedía medir en ese momento lo hecho y lo que vendría. Al final, después de recorrer con la vista la habitación, envolvió todo en una camisa y lo metió en el fondo del bolso grande. Entonces me imaginé eso, la prueba de su doncellez, manchando la cámara digital o tal vez el taper azul, donde vinieron las empanadas de su madre...
          Todo el viaje de vuelta estuvo abrazada a mí. Y a todos me parecía verles cara de “yo sabía que se la volteaba”. Cerraba los ojos y un momento después los tenía abiertos, viendo como subía el vapor de mi respiración. Conocía a Lucía desde hace siete años... ocho. Dos antes de que la vieja le pusiera la tienda, para que no se vaya. El negocio o el estudio. Y ya entonces había elegido quedarse cerca mío. Recién hoy cerraba el círculo de sucesos sueltos que siempre había mirado como ajenos. Los muchachos rechazados, el estudio, un porvenir que no fuera este pueblo chato... Selena... Se habían peleado aun mucho antes que Selena fuera mi amante... Al final de ese laberinto, Lucía, años esperando para que la haga mujer... Me daba asco por no haberme dado cuenta, por ser un macho estúpido, típico... si había soñado mil veces que la llevaba a la cama y en todos habían sido noches perfectas. Con cenas, con velas, en la mejor habitación de un hotel que conocí en Mendoza, en la perfumería rodeada de los aromas más frescos, los que a ella le fascinan.  Y lo peor es darme cuenta que ella es mía para siempre. Una posesión absoluta que me asusta. Me dormí con ese miedo.
          A las ocho y veinticinco apareció doña Francisca de Ibañez a renovar un libro. Me despertó en medio de un sueño que ahora se negaba a mi memoria. Me esforzaba y no podía recordarlo. Y sentía cada vez más que era algo importante, casi revelador... Me obstinaba y movía la cabeza despacio, tratando en vano de iluminarme. Doña Francisca me miraba seria (o asustada). Se estaba yendo cuando llegaron los mellizos. Ellos se rieron en mi cara. Sospeché por un instante y me pareció ver a todo el pueblo hablando por teléfono, toda la noche. Hasta que uno de ellos se sacudió todo el pelo, entrecerró los ojos y dijo “¡Qué hacen los melli!” poniendo voz rasposa. Claro, la vieja se espantó. Y esa inocencia tan directa de los chicos me hizo ver qué se asustaba de mi peor cara de la mañana. Seguía sin recordar detalles del sueño perdido, pero el axioma resultante estaba frente a mí: una virgen no toma pastillas. Y había quedado claro que no estaba indispuesta. Sentí la puerta y pegué un salto. No era Lucía. Sixto Ñanqueo. Los melli lloraban de la risa. Me fui a lavar la cara. Cuando volví Selena estaba en mi escritorio, mirando hacía el bolso grande que sobresalía detrás del segundo estante. –Tengo que ir a casa a cambiarme y después a ver al delegado... Vuelvo en una hora, cuarenta minutos— asintió apenas con la cabeza. Fue lo primero que se me ocurrió. Además tenía olor a ella. El sexo de Lucía invadiendo todo. Cuando salía, me volví apenas. Le pedí por favor que me esperara. Corrí a casa y me bañé. Las ideas me asustaban. No sabía si estaba preparado o si quería estarlo. Tomé un papel de la impresora. Con letra casi rasante escribí “renuncio” y lo metí en un sobre. Tome el bolso y lo di vuelta en el canasto de la ropa sucia. Metí la ropa que encontré con cierto olor a limpio y salí. No llegué a la calle. Volví y rompí el sobre. En la parte de abajo de la hoja puse “irrevocable”. La metí en otro sobre, saqué el auto y salí para la delegación. Se lo dejé a la secretaria. Aceleré hacia la perfumería. Hacía cálculos mentales a mil por hora, además imposibles porque me faltaban certezas. Sabía cuando era el período de Selena, es más, sé a qué hora toma las pastillas, pero eso no me indicaba nada de los tiempos de Lucía. Cuando llegué, ni siquiera había bajado el toldo. Golpeé varias veces. Era una tapera. Se asomó la verdulera y se quedó mirando, mientras se frotaba las manos con un trapo marrón. No decía nada, solo estaba ahí. Volví a golpear, entonces calculé que le había contado todo a esa tipa y que por eso me miraba, después me acordé que ninguno de estos locales tiene teléfono, me calmo  y me digo que tranquilamente la llamó a la casa... No, Lucía no habla de  estas cosas por teléfono. “Lucía se fue para la plaza”— me dijo al fin y se metió adentro. Empecé a dar vueltas en el auto. La biblioteca queda para el otro lado. No me fue a ver a mí. Tal vez a la farmacia. No, a qué. Es virgen... era. No se cuida, no tiene conciencia de que es una mujer fértil. De que pude tener un par, como los melli... Dios mío. Entonces me decido por la otra opción. Lucía tal vez volvió a la casa... ¡No sé cómo reaccionan! Selena no era virgen. Es más ella trajo los forros la primera vez. Y ahora que lo pienso nunca le hice el amor con una cena, con velas... Doblé en 9 de Julio, le debía muchas ocasiones especiales a Selena. No recordaba cuando había sido la primera vez... nunca habíamos celebrado aniversario de nada. No era de su estilo. ¡Pero qué idiota, si todas las mujeres quieren ser especiales, tener días especiales! No podía perderla. Tenía que llegar antes que las viejas chusmas. A esta hora doña Francisca de Ibañez le debe estar diciendo a la vecina que le contó antes, que ella me sintió “olor a sexo de mujer”. Y mucho perfume, porque “la perfumera se pone de los frascos que están a la venta”. Lo mínimo que van a decir. Tras cada nuevo pensamiento mi desesperación crece... por un segundo me pongo a pensar que por lo incomoda de la posición, la ropa molestando... si, hasta casi me convenzo de que debo haber eyaculado más de la mitad afuera. Estaciono en la esquina y corro hasta la biblioteca. Selena no me perdonaría. Si lo sospechara se aguantaría, pero si lo confirma... el viento se arremolina y levanta las hojas y los papeles del fin de semana largo. Pienso que tendría que barrer y después me grito que soy un boludo... Entonces la veo por la ventana, parada... No. Esa es Lucía. Abraza un libro y parece que están a punto de agarrarse de los pelos. Imagino los gritos. Los chicos no deben entender nada. O peor. Entienden todo, si a veces parece que me llevaran cuadras de ventaja. Retrocedo. Me quedo un segundo, en suspenso, y las miro impávido. Están petrificadas y creo que Selena llora. Se lo dijo. Corro al auto y acelero. No puedo más. Si me apuro, tal vez antes del mediodía llegue a la ruta tres.

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