domingo, 16 de octubre de 2011

Marcelo, el hermano (Ejercicio)


Pandora


Marcelo tenía veintidós años cuando dejó su puesto en la empresa de su padre, después de una fuerte discusión. Era irresponsable, inconsecuente y despreocupado. Por más que sus progenitores le reprendiesen, no había cambio alguno en su carácter inmaduro. Pasó mucho tiempo enfrascado en desacuerdo con sus padres, intentando convencerles que su camino estaba en las Bellas Artes. Cuando por fin logró el consentimiento de ambos, asistió a las clases durante el primer año y luego abandonó la facultad.
—¿Cómo piensas vivir? —preguntaba su padre constantemente cuando discutían— ¿Cómo piensas crear una familia, un futuro?
—No pienso casarme, papá.
—¿Y qué, vas a vivir siempre dependiendo de nosotros? —voceó el padre— No viviremos para siempre. —bajó la cabeza y le dio la espalda— Será mejor para todos que te vayas.
Marcelo quedó paralizado al escuchar aquellas duras palabras de los labios de su padre, pero era cierto. Lo estaba echando de casa. Desde que tenía memoria, recordaba su padre trabajando, llegando en casa a altas horas de la noche, siempre con papeles en mano y el maletín a rebozar. Levantó un hogar sólido para él y su hermana pequeña, Paula.
Aquel día, Marcelo subió a su habitación para recoger sus pertenencias, pero al pasar por delante de la puerta del cuarto de su hermana, decidió entrar. La encontró sentada en el suelo de una esquina, abrazada a sus rodillas y la cabeza baja. Estaba llorando. Seguramente, había escuchado toda la discusión. Era normal que se escondiera en el alto de las escaleras del segundo piso, para escuchar los reproches de su padre para con su hermano, cuando al final de la tarde se encerraban en el despacho, siempre después de cenar.

Marcelo se arrodilló a su lado.

—Muñeca, —siempre le llamaba así— papá me ha echado de casa. Así que me voy.
La adolescente de diecisiete años le saltó en el cuello.
—No te vayas por favor. —suplicó.
—Tengo que hacerlo, si no papá nunca me respetará. Ya lo entenderás cuando seas mayor. —le alisó el pelo—Te prometo mandar una carta a la semana para contarte como me van las cosas.
Después le secó las lágrimas, le dio un beso en la frente y se fue a su habitación. En menos de una hora, se había marchado, dejando un padre furioso por su tozudez, una madre disgustada por perder su predilecto y una hermana desesperada y frustrada.
Estuvo unos días viviendo con un amigo, luego dejó Senlis y fue a París, donde estuvo trabajando en los cafés del Barrio Latino, en la plaza de Sain Michel, pegado a un canal del Sena. El Barrio Latino, también considerado como el Barrio Gay de Paris, esta a escasos metros de Notre Dame, cruzando el Sena, es uno de los lugares más animados de las tardes-noches parisienses. Y sus calles y callejuelas estás plagados de bares y restaurantes de los cinco continentes. Allí trabajaba Marcelo y también allí vivía, en la calle, hasta que conoció a Marisa, una española que pasaba sus vacaciones en Francia.
La joven lo invitó a su habitación, en el hotel que se hospedaba y Marcelo aceptó. Llegaba todas las madrugadas, borracho y algo colocado. Alguna que otra vez, Marisa, pasaba por el Café Bruleire Lanni y le esperaba, luego iban por allí a emborracharse juntos y conseguir algo para colocarse.
Después de la partida de Marisa, Marcelo volvió a estar por las calles, pero ya tenía el dinero suficiente para salir del país. Así que se fue a España.
Cuando llegó en Barcelona, encontró a una joven muy diferente. Maestra de lengua en un instituto, se presentaba una mujer correcta de lunes a viernes; día claro que se desbocaba por las calles de la ciudad, acompañada de Marcelo, que tenía por costumbre llevar una botella de vino encima. Trabajó de barrendero, transportista, peón, camarero y segurata en discotecas nocturnas.
Entonces, Marisa, fue trasladada para un instituto en Málaga. Ofreció a Marcelo la posibilidad de quedar con el piso, pero él no tenía trabajo seguro y luego no cumpliría con el alquiler. Resolvió acompañarla al sur e intentar la suerte por allá. De allí, se fue a Setúbal, ciudad costera al sur de Portugal. Fueron tres meses sin noticia alguna de Marcelo, para exaspero de su madre, que lo tenía como favorito.
Cuando por fin envió alguna noticia, fue en nombre de Paula. En sus cartas, narraba sus aventuras, que siempre eran llenas de emociones. Para su hermana, Marcelo simbolizaba el “Indiana Jones” de las películas.
Cuando volvió a enviar noticias, éstas venían desde el otro lado del Atlántico. Mandaba postales y fotos de logares que había estado. En Ecuador, estuvo viviendo seis meses en Quito. Allí vivió del turismo y de lo que conseguía sacar en el mercado de Otavalo. Ya en Perú, estuvo otros seis meses en Machu Picchu. Estuvo en Ayacucho, Moquegüa y de allí atravesó el océano Pacífico y aterrizó en Nueva Guinea, luego Filipinas y China. Allí, crió raíces por así decir. Estuvo un año entero. Para entonces habían pasados cinco largos años.
En una de sus visitas a Shimizu, un pueblo cercano al pueblo de Fuji, Japón, conoció a Toshio; una joven oriental de veinticinco años, natural de Shibata, y con quien solidificó una estrecha amistad, que luego pasaría a un noviazgo y terminaría en un matrimonio feliz.

Aquel día, Paula llegó a su casa por la noche y su madre aún la esperaba despierta.
—Ha llegado una carta de Marcelo. —informó la madre no más verla entrar— ¿Puedes abrirla y decirme si mi hijo esta bien?
En sus primeras cartas, la madre no pudo esperar y abrió las correspondencias que venían direccionadas a Paula. Hubo una gran discusión y la mujer prometió no volver cometer tal error. No abriría ninguna carta que no fuera para ella, la madre.
Paula abrió y mientras leía, su madre pudo cerciorarse de que la expresión del rostro de la joven iba cambiando. Dejó que la carta cayera de entre sus manos y sin decir palabra se fue a su habitación.
La madre recogió el papel del suelo y leyó:

Hola Muñeca,
Tengo buenas noticias. Me voy a casar. Ella es japonesa y ya estamos viviendo juntos, además vas a ser tía.
Dilo a los viejos la buena nueva y escríbeme para contar como se lo tomaron.
Esta será mi dirección a partir de ahora.
Besos. Nano.

“Nano” era como trataba Paula a su hermano desde pequeña, cuando aún no podía pronunciar su nombre.
Sus padres querían desheredarlo por tal locura. Primero había salido por el mundo, apenas mandaba noticias y ahora esto. Los padres no podían imaginar su hijo casándose sin la presencia de la familia. No, el problema no era este, el problema era que Marcelo se casaba sin el consentimiento de sus progenitores que, a su vez, se olvidaban de que el muchacho ya había crecido y que ahora era un hombre. Solo no lo hicieron por que Paula se lo impidió, amenazando con dejar la empresa si lo hiciesen.
Mientras tanto, Marcelo se estabilizó en Shibata, ciudad donde nacieron sus dos hijos Ohto y Miang.
Él y Toshio trabajaban en la industria del pescado en salazón y llevaban una vida sencilla, muy diferente a su cuñado Obushi, que trabajaba en una grande industria de tecnología. La cual buscaba expandirse en el mercado internacional. Marcelo vio allí la posibilidad de involucrar la empresa de su padre en un gran negocio. Además, su hermana había tomado el frente y las cosas iban mucho mejores. Pensó que él podría sacar una buena tajada si lograba hacer negocios con los japoneses. Así que sin más pérdida de tiempo, arregló todo para una entrevista.
—¿Marcelo, así que tu padre enviará un representante? —preguntó Obushi un día de visita.
—Sí. Es bien probable que envíe a mi hermanita.
Obushi torció el gesto preocupado.
—¡Una mujer! No sé, estará arriesgando mucho. Sabe como son conservadores los representantes de mi empresa. Tal vez sería mejor que mandara un hombre para tratar con hombres.
—Obushi, mi hermana es muy competente, en tan solo cinco años, ha triplicado el capital de la empresa de mi padre y también han expandido en territorio internacional.
Tuvieron que esperar dos años para que Paula pisara Japón. En el día de su llegada, la familia de Marcelo se desplazó hasta el aeropuerto de Tokio, solo para recibirla.
—Mira Ohto, Miang, aquella mujer es tu tía Paula. Es hermana de papá. —apresuró Marcelo en decir a sus hijos orgulloso de ella.
Toshio estaba nerviosa, no sabía si su cuñada la aprobaría. Se había enterado, por su esposo, la reacción que habían tenido sus suegros cuando recibieron la noticia del matrimonio y no parecían entusiasmado con el nacimiento de los nietos.
Después de pasado el primer trago, se dirigieron al Pacific Hotel Shiroishi, donde cenaron en familia. Ella estaba preocupada en demostrar a su cuñada que era buena esposa y excelente madre. Pasó toda la velada pendiente de su familia. Casi agradeció cuando su esposo quiso retirarse. Al final era unos cuantos kilómetros más hasta la ciudad de Shibata y ya era por la noche.
En el camino de regreso, Marcelo no calló ni un solo instante, hablando de su hermana. “Que era muy delicada cuando pequeña.” “Que siempre fue la mejor de la clase.” “Que era igual que su padre en los negocios.” “Que estaba muy linda.” “Que era lista, etc, etc, etc…”
Toshio en pensamiento, le pedía que se callara un poco. Deseaba preguntar si su cuñada la había aprobado, pero Marcelo no le dio oportunidad. Los niños, de tanto parloteo se durmieron nada más salieren de Shiroishi.
Al día siguiente, Marcelo salió muy temprano y fue buscar a su hermana en el hotel. Estaba entusiasmado con la posibilidad de mostrar un poco de su nuevo mundo a quien tanto lo admiraba y a quien él tanto quería.
—Estuve investigando un poco y Obushi, hermano de Toshio me ha dicho que estos dos clientes están en el mismo edificio de oficinas, aquí en Shiroishi. Podrás liquidarlos en un día y disfrutaremos el resto del tiempo, a costas de papá, claro, del programa que te he preparado. —sugirió Marcelo.
—No creo que sea buena idea. Ya sabes como es papá con las finanzas. —espetó ella como disculpa.
Marcelo la dejó en el portal del edificio de oficinas y fue a trabajar. Cuando salió para comer, hizo un viaje perdido. En la oficina le informaron de que Paula había ido a comer con los ejecutivos.
No tranquilo, volvió luego más por la tarde y la esperó en recepción. Cuando vio a su hermana salir con una sonrisa, a pesar de la cara cansada, sabía que lo había conseguido, pero no pudo dejar de molestarla, como solía hacer cuando aún era una niña.
—¿Difícil negociación, hermanita? —le preguntó Marcelo.
Pareció escuchar un gruñido, pero no le importó, era su hermana.
—Toshio quiere que vengas a cenar con nosotros. —Marcelo intentó otra vez comenzar un diálogo.
Entonces Paula dijo que no estaba con ánimo para fiestas. Había lidiado muchas horas con los japoneses y estaba cansada. Fue cuando paró y se volvió. Miró a Marcelo directamente a los ojos.
En aquel momento un frío gélido recurrió su espina dorsal.
—Nunca pensaste en nadie más que en ti mismo. No pensaste en cómo sería mi vida después de cinco años dedicados a estudios, pues ahora llevo siete dedicados al trabajo. Mientras tú salías por el mundo a vivir aventuras…
En aquel momento su cabeza dio mil vueltas. ¿Qué pasaba con su hermana? Se había transformado en una mujer sí, pero amargada y triste. ¿Sería culpa de él, Marcelo? Mil preguntas le atravesaron el cerebro en un segundo, mientras su hermana descargaba sobre él, más de una década de furia reprimida.
En todo el camino de regreso al hotel, intentaba encontrar las palabras para expresar lo que sentía, pero le fue imposible. Al final, resolvió callar.
Cuando paró el motor delante del Hotel, su fría hermana se despidió como quien se va para siempre. Dispensó sus servicios de chofer y desapareció en el interior del recinto. No hubo ni una mirada hacía atrás.
Marcelo se marchó a su casa en Shibata. Se sentó en la terraza de su piso, después de acostar a los niños y perdió su mirada el la nada de un cielo vestido de negro.
Detrás de él estaba Toshio con una cerveza en la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó la mujer.
Marcelo le contó todo que le había dicho su hermana y toda su inquietud espiritual.
—No te preocupes, esta nerviosa por que tu padre ha puesto mucha confianza en ella y no quiere defraudarle. Es una mujer fuerte, pero bajo toda esta fortaleza es frágil y te necesita. Siempre te ha necesitado, mismo cuando estabas lejos. Ahora es distinto, estas aquí y ella quiere castigarte por haberla abandonado. Por haber escogido a mí y a tus hijos.
Las palabras de Toshio siempre eran acertadas. La mujer tenía un sexto y séptimo sentidos aflorados. Siempre había sido así. Era como una bruja japonesa que solo por mirar las personas sabía quien era de fiar y quien no.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Marcelo.
—Debes ir a la cama, descansar para ir por tu hermana mañana.
Así hizo él. Salió en la madrugada y viajó hasta Shiroishi. Estaba en el coche, delante del hotel cuando un primero temblor se hizo sentir. Inmediatamente, salió del coche y entró en el hotel. Miró en dirección a los ascensores. Estaban parados. Miró en la recepción y los agentes allí dispuestos ya estaban tomando las medidas necesarias.
Entonces hubo otro temblor. De esta vez, escuchó los frenazos de los coches en el exterior y algún que otro golpe. Los ventanales de la parte delantera se hicieron añicos. Miró el techo y vio algunas grietas, aunque pequeñas. Corrió hacía los ascensores y comenzó a apretar los botones.
Un joven se le acercó por detrás.
—Señor, no funcionan. Tenemos un sistema de bloqueo para los ascensores al menor temblor.
Entonces escuchó la voz de su hermana que gritaba. Estaba dentro del ascensor. Miró al joven y le cogió por los hombros.
—¿Cómo podemos sacar a las personas que están presas en los ascensores? —preguntó Marcelo sacudiendo al joven.
—No lo sé señor, soy nuevo aquí. —dijo el joven botones con cara de espanto— Hable con el gerente o el recepcionista.
Marcelo estaba desesperado. No podía dejar que pasara nada a su hermana pequeña. Primero, porque era su hermana pequeña. Segundo, porque le había acusado en la noche anterior de algo que no era su culpa y necesitaba aclarárselas. Tercero, porque había llegado muy lejos para acabar así, no lo merecía.
Junto a otros empleados del hotel, Marcelo subió a la segunda planta, donde se había parado el ascensor. Él seguía escuchando a su hermana gritar. Con una llave especial, lograron abrir las puertas externas. Luego silencio. Entonces alguien apareció con una pata de cabra y forzaron las puertas internas. Lograron abrir un espacio de unos cinco centímetros.
—¿Paula, estás bien? —preguntó Marcelo.
La respuesta vino en una súplica. —No, necesito salir.
Emprendieron una ardua tarea, pero lograron entre todos abrir las puertas del ascensor. Vio como un hombre oriental, de mediana edad, con un traje azul oscuro, sacaba a su hermana con la ayuda de un joven. Estaba casi desvanecida. La cogió en brazos y bajó las escaleras.
Era como si el fin del mundo estuviera haciéndose presente en aquel mismo momento. Pasó por los ventanales con cristales rotos y llegó a la calle donde todo era desastre.
Los gritos, llantos, coches siniestrados, bocas de incendios reventadas. Los ojos de Paula fueron abriendo despacio. Ella dijo algo que Marcelo no entendió, peor paró de repente.
Marcelo vio a su coche en medio de un brutal accidente. Inmediatamente corrió la mirada en busca de algo y encontró. Un coche parado, con la puerta abierta y el motor arrancado. Dentro no había nadie. Metió a Paula en el asiento del copiloto y se sentó al volante. No le importaba a quien pertenecía el coche, solamente pensaba que debía salir de allí. Sí, Marcelo robó el coche de alguien y se dirigió a Shibata.
Cuando llegaron a su casa, vio la nota que Toshio le había dejado, avisando de que estaban todos en casa de su padre.
La casa del suegro era de una sola planta, en un terreno amplio, con mucho menos posibilidades de que un techo le cayera sobre la cabeza de nadie. Allí estuvieron viviendo, Marcelo, su familia, y sus suegros, Paula, Obushi y su esposa. Desde allí acompañaron todo el desastre de Japón. Y día a día Marcelo intentaba convencer a su esposa a que abandonase Japón.
—Será una buena oportunidad para conocer a mis padres y que ellos conozcan a ti y a los niños. —decía Marcelo a modo de disculpa para persuadirla
—No me gusta la idea de dejar a mis padres aquí. —respondió ella— Ni a mi hermano.
—¿Y por qué no nos vamos todos? —sugirió Paula.
Sí, era una idea. Solo tendrían que convencer a sus suegros y a su cuñado para que abandonasen Japón. Fueron siete días de lucha para conseguir los documentos pertinentes y el visado, mismo porque el país estaba arrasado. Pero valió la pena.
Siete días después del desastre estaban todos embarcando, rumbo a Senlis, Francia. A una nueva tierra, con nuevas costumbres y una nueva esperanza.
—Será un buen lugar para educar a los niños… —pensó Marcelo en voz alta cuando tomó asiento en el avión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.