miércoles, 1 de junio de 2011

Esta soy yo

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Presentación de Graciela  (No es un cuento)

       Me llamaron Graciela sin consultarme y esto en mi recuerdo se remonta a no màs de cuarenta y tantos años. De haber podido elegir, me hubiese nombrado Madeleine y sería seguramente, la protagonista preferida de prestigiosos escritores.
       De cualquier modo y dada una personalidad que fui descubriendo cautivante y, en una interesante trayectoria de vida, fui cosechando amistades en todo el mundo, muchas de las cuales no se dieron por enteradas, lo que me llevó a pensar en mejorar mi conocimiento sobre idiomas extranjeros.
       De apariencia armónica aunque carente de grandes opulencias, deslumbro al sexo masculino cuando contoneándome, repiqueteo mis taquitos en las veredas*. Acostumbrada a despertar grandes pasiones, cuento en mi haber con un par de parejas, pero sólo una hija, claro, y como no podía ser de otra manera: la mejor. La más dulce, la más buena, la más linda.
       Estudiante destacada (vuelvo a mí), siempre. Me avoqué a desarrollar distintas carreras técnicas. También periodismo. Computación aplicada a ciencias contables. Alta Cocina y entre otras: Ceremonial y Protocolo. Lo que habla a las claras de mis apasionadas aunque un tanto desordenadas elecciones.
       Exacerbada mi imaginación con historias familiares de tesoros escondidos, y aventuras de las mil y una noches (dada una marcada ascendencia árabe), decidí ya en mi infancia, incursionar en la escritura. Es un intento que en la actualidad me quita el sueño, pero que sencillamente, no abandonaré. De la mano de Alfonsina Storni, Borges, Poe, Gabriel García Márquez, continúo descubriendo día a día el enorme placer que me provoca relacionarme con las letras. Aunque también para estimular en mi niña el enorme orgullo, que descuento, siente por mí.
       Atractiva, sensual, elegante, conformo una imagen exitosa, ganadora. Al punto que he acopiado varios títulos que me enorgullecen, como por ejemplo, el de Reina de la Primavera, en la escuela primaria.
       La mejor bailarina. Aprendí algo de danzas clásicas, folklore argentino, español, y tango. Con árabe tuve cierta dificultad a la hora de practicar la danza del vientre pues no había pasado tanto tiempo después de mi cirugía de cesárea.
       Tomé clases de canto, además, lo que agrega otra virtud para el que tiene la fortuna de conocerme. Deslumbro generalmente por la afinación y el tino que aplico en la elección de los temas. Lo que lógicamente les llevara a deducir cuan popular soy en mi círculo social.
       Amante de la estética, ejercito mis agraciadas formas en gimnasios tres veces por semana y, elijo cuidadosamente los alimentos que conforman mi dieta. Higiénica y saludable; sólo una sola pregunta me tortura: ¿Por qué estoy tan sola?
       Hija de José, pero no de María, sí de Norma, confieso que he vivido*, y los pocos errores que contabilizo, hoy son arrugas, cicatrices que me embellecen.
       Por todo lo expuesto, confieso:
Me gusta mi lugar; las noches de verano; cantar el himno nacional a los gritos; los vinos malbec refrescados; decir a tiempo cuánto amo; llorar hasta de risa. Y que VIVIR… NO ES PURO CUENTO.

*Silueta Porteña. Milonga
*Confieso que he vivido: memorias de Pablo Neruda.

Mujer de macetas llevar

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por Antonio

I
     Sos un perrito de tres colores, de tres distintos azules o de dos rojos y un verde. Pero no semáforo, sino de tonos lisos y difusos, como un ladrido cortito tipo pequinés, de esos que son puros saltos. No es para que lo tomes a mal. Ojalá yo fuera un bicho tan alegre. Soy más como un gato morrudo, de esos de entrecejo que miran cuando venís de lejos, listos para esquivarte, pero solo para junarte de un poco más allá... no perderte de vista... gato espiador. Pero no estábamos hablando de yo bicho. Estábamos en vos sol. ¿Sabías que difícil es acercarse y alejarse? No sonrías… sos más linda así... y entonces ya no te puedo decir más nada.  

II
 
    El otro día estaba acomodando un macetero en el living, medio en cuclillas. Entonces pasaste, sonreíste y saludaste... Levantando un brazo, lo llevaste de punta a punta, tipo señal de banderas... Cuando desapareciste por el lado derecho del ventanal grande, solo se vio tu mano, algo así como casi un segundo… Después solo quedé yo, viendo el recuerdo de ahí, de recién, saludando... Hasta que vino un perro cusco de esos oliendo jardines y me meó las caléndulas.


III

    Me encantó ayer el jean de las flores... Eran como dos macetas a tu lado, más bien dos macetas que te seguían.
Osvaldo dice: ridícula… Yo, que sos alegre. Además... además nada, son tus pantalones y son como tu sonrisa.
    Quizás dirías que voy muy lejos, pero los imaginé hechos un bollo, las flores sobresaliendo desde abajo de mi cama, al lado de mis mocasines negros y esa remera del mundial de Francia… Vestías solo tu sonrisa, en esas posiciones de las modelos, donde no se sabe si está sin ropa o solo escondiéndola... Y no, por más que me gustaría, no te veo desnuda.


IV

    Hoy es marzo. Siento que las hojas empiezan a amarillear y que el frío me apachurra un poco. Con los binoculares de mi tío te seguí cinco cuadras... después doblaste. Es raro ver que no sonreís. Digamos que cuando andás por ahí, de lejos, no sos vos y tu sonrisa. Solo una chica casi bonita, casi seria. Hay que tener en cuenta que yo veía que te ibas. Y ni siquiera te seguían tus macetas.


Final

    La cosa empezó casi como un favor. La Vasca, del almacén La Covadonga del Valle, decidió que cuatro años de luto eran demasiados. Primero había trabajado como autómata. La partida del Vasco había sido muy dura. Después había trabajado como una marrana, el bajón anímico, menos la polenta que le ponía su marido, habían dejado al boliche casi en la ruina. Ahora que más o menos se había recuperado, decidió que venían vacaciones. Una semana, mínimo. Le pidió a Vero que la cubriera.
– No te voy a mentir, no te puedo pagar mucho. Es más si me quedo en la playa siete días, no te puedo pagar nada hasta que no cobren los municipales. Pero si no se desbandan las viejas no va a haber problemas. Tratalas bien que ellas no sacan fiado. Ah, te dejo una lista de los que no les podés fiar ni el aire, ojo con esos.
    El primer día se aburrió mortalmente. Era cierto que no sobraba la plata. Tampoco compraban mucho las viejas. Y era 22 del mes. Cuando cerró se apareció por la esquina de siempre. No se le escapaba una alegría y eso nos dejó bastante preocupados. Ya dije que ella es su sonrisa. Al otro día sin mediar acuerdo todos fuimos a hacer los mandados a lo de la Vasca. Es más, alguno se quedó a cebarle mate. Como había gente todo el tiempo, una vieja se cruzó a preguntar si había alguna oferta. En realidad vino a bichar para después contarle a la patrona. Pero la Vero la acomodó. Revoleó los ojos para ver las latas con más tierra. “Hay de oferta empanadas de vigilia”, le mandó. Y le empezó a hablar de las bondades de los peces, el omega 6, el 7, el 8 y el 9. La remató con que Jesus no multiplicó vacas precisamente. Le hizo un precio combo, que incluyó empanadas de humita para mañana. La vieja la pensó, pero al final llevó todo... era la primera vez que había una oferta en La Covadonga. Le pasó el dato a la hermana por teléfono. Para las cinco no tenía más atún, a las siete y cuarto vendió la última caballa. Saltaba de alegría. En el segundo día había quintuplicado la caja.
    La verdad era de no creer. Me había reservado el último turno para cebar mate así nos íbamos juntos. Entonces como golpe de gracia, cayó por el boliche el hijo de Gutiérrez, el del mercadito de la plaza. Se ve que les había llegado el rumor pero no esperaba encontrarse con nosotros, sino con la Vasca, que no lo conocía. Saludó y preguntó por la dueña. Era hacer tiempo nomás. Ya estaba descubierto. Vero dijo que había ido a hablar por teléfono. Agregó que a un proveedor. Y a boca de jarro le preguntó si venía por la oferta. Él dudó... dijo que buscaba pan. Era para morirse de risa, en su local tienen panadería y todo. “No te puedo creer que se quedaron sin pan para la cena. ¿De ningún tipo...? Mirá, el único que tengo es este lactal. Llevalo y después lo pagás, que no sé el precio.” El pobre se batió en retirada. No tenía muchas luces. De más está decir que al otro día se lo cobró el doble. Ni chistó.
    Cerró y nos quedamos. Preparó unos regios sándwiches con el pan que no le había vendido al otro y se puso a controlar todo. El curro del atún iba a ser difícil de repetir. Se fue atrás y se puso a revolver las cajas. Media escondida encontró una caja de jardineras. Para ensalada ya estaba fresco. Las apiló en el mostrador en forma de piramide. Cortó una caja y le puso el cartel. Decía guiso a la francesa. La miré. “Es con crema y papitas noisette... pero sale igual de rico con papas en daditos.”
     Como estaba tan contenta fuimos a tomar un helado. Limón y frutilla. Le gustaba pedir eso. Lo mio era dulce de leche y dulce de leche. Le dije que me gustaba la camisa y dio una vueltita antes de sentarse. Se reia, nada que ver con ayer. “Después vamos a ver a los chicos”, decidió. Nunca podía hablar mucho con ella, es un torbellino de palabras. Al menos los helados los tomaba conmigo.
     Fue una semana linda, porque con sus curros estaba vendiendo mejor que la Vasca. Es más, cuando se enteró se quedó una semana más en la playa. El lunes me dijo que si iba todos los días la iba a tener que ayudar. Y yo respondí que si la ayudaba, ella tenía que ser mi novia. Me salió así. Se puso a mirarme detenidamente. Me contestó que si no la ayudaba “al menos que los mates estuvieran calientes”. Fue como un balde de agua fría.
     A decir verdad cuando lo pensé cinco minutos no me pareció tan mala su contestación. No me había echado, me había pedido ayuda... solo me preocupaba que estaba muy seria. Seguimos así hasta las once y cuarto. Cuando se llenó me baje de una silla escalera donde me sentaba y empecé a atender. Yo despachaba, ella cobraba. Cuando quise acordar había un chiquito nomas, que compraba caramelos para la escuela. Eran las 12:55. No teníamos mucha variedad, así que se llevó todo masticables. Verónica le regaló un chupetín de coca cola. A los cinco minutos apareció con un mate espumoso. Estaba más que contenta... Sin perder la sonrisa me aclaró que esto no la hacía mi novia. Y me besó.

Jóvenes e inocentes

por Pandora

       Cuando el detective Salvador Bosco llegó al callejón, la policía ya tenía acordonada toda la zona. Los curiosos se amontonaban a la entrada de la callejuela, con la esperanza de ver algo más.
       También estaban las principales cadenas de televisión y algunos periódicos.
       Salvador se abrió paso por entre la gente y llegó a la barrera, donde un policía de mediana edad le dio el paso.
       ―Es algo horrible. ―le comunicó el agente― Tiene la garganta dilacerada y hay sangre por todos lados.
       Salvador meneó la cabeza sin decir palabra.
       Caminó con pasos tranquilos hasta el cadáver.
       Era una adolescente de aproximadamente trece años. Estaba boca abajo, con la cabeza ladeada. Aunque se podía apreciar claramente el corte en el cuello, que dejaba la cabeza colgando de un hilo.
       Salvador sacó del bolsillo de la chaqueta unos guantes de látex y se los puso. Luego cogió una pinza grande, se agachó y comenzó a inspeccionar el cadáver.
       Llevaba una chaqueta vaquera, pantalones cortos, medias finas y botas altas. Era rubia, y se veía las pecas en el mochete.
       ―¿Dónde esta el forense? ―preguntó Salvador, sin quitar los ojos de la adolescente.
       ―Estoy aquí, Bosco. ―contestó el médico, saliendo de detrás de un contenedor.
       Salvador se incorporó y por primera vez desvió la vista del cadáver.
       ―¿Qué me puedes contar, Adrián?
       Adrián llevaba muchos años en el cuerpo de policía como médico forense, y había trabajado en más casos con Salvador Bosco que con cualquier otro detective. Se podría decir que su relación ya era más que de compañeros de trabajo.
       Era un hombre de sus cincuenta y tres años, corpulento, con una barba ya canosa y mal recortada. Sus gruesas gafas dejaban escondidos un par de ojos azules y cansados.
       Se había separado hacía trece años y su ex mujer le había quitado más de la mitad de sus bienes.
       ―Verás Bosco, la hora de la muerte es entre las dos y tres de la madrugada. La causa es clara, le cortaron el cuello con algo muy afilado, cortó la tráquea, esófago y todo. Tiene la cabeza colgando de apenas tres centímetros de piel, por la parte posterior del cuello.
       ―¿La han identificado? ―indagó Salvador.
       ―Aun no. Sabemos que, en esta zona, actúan algunas prostitutas y no sabemos aun si era una de ellas…
       Antes que pudiera terminar, Salvador meneó la cabeza en gesto desaprobador.
       ―Por Dios, Adrián, es solo una niña.
       En este momento llegó el capitán del Décimo Tercer Distrito,        Víctor Manuel Vazcaran, que saludó a Salvador con un cordial apretón de mano.
       Luego, hizo una señal para que Salvador le acompañara.
       ―Salvador, estamos delante de un claro caso de asesinatos consecutivos. Esta es la cuarta joven que encontramos.
       ―¿Crees que puede ser un asesino en serie?
       Víctor rascó la oreja, costumbre que tenía desde la adolescencia, cuando estaba nervioso.
       ―Todo indica que sí. La primera joven fue hallada en el parque nacional, en medio de una senda. Estaba de la misma posición que todas. Echada boca abajo con la cabeza ladeada.
       Salvador escuchaba atentamente al capitán y apuntaba en su libretita lo que juzgaba importante.
       ―La segunda, la encontraron en el baño de la estación central del metro. ―volvió a rascar la oreja ― No entiendo como logró el asesino dejar el cuerpo de la joven en el baño, ya sabes como es el movimiento en la estación central.
       Comenzó a caer una fina lluvia en la madrugada de otoño.
       ―La tercera, la encontraron en medio de la plaza del Butantã.        ―siguió el capitán.
       ―Y ahora esta. ―se limitó a concluir Salvador.
       El capitán Vazcaran meneó la cabeza en forma de confirmación.
       ―¿Y por qué solo ahora me habéis informado?
       ―La orden vino desde arriba, Salvador. Hasta ahora no nos habían dado permiso para involucrarte en la investigación.
       Salvador terminó de tomar nota de lo que era importante para él y se dirigió nuevamente adonde estaban el forense ordenando la retirada del cadáver.
       ―Adrián, cuando tenga el informe de la autopsia, quiero que me la envíe urgente.
       Dicho esto, Salvador se giró en los talones y se marchó.
       Aquella mañana le había comenzado bien, hasta que el capitán Vazcaran le comunicó la decisión de los superiores de mantenerlo fuera hasta una cuarta víctima.
       Eran pasadas las once de la mañana cuando Salvador cruzó la puerta de la comisaría del Décimo Tercer Distrito. Fue directamente a la sala del capitán y le pidió todo lo que tenían de las víctimas anteriores.
       Luego se encerró en la sala de conferencia y comenzó a analizar cada caso.
       En el primero, la joven era morena, catorce años. Estudiante de la ESO en un colegio concertado. Hija única de una familia de clase media alta. Padre médico, madre profesora de la Universidad de São Paulo.
       La segunda víctima, adolescente de trece años, atleta, también estudiante de la ESO, en un colegio público. Vivía con su madre, separada desde hacía dos años. El padre vivía en otro estado y había sido informado del suceso.
       Se había presentado en comisaría el mismo día por la tarde que le avisaron del suceso con su hija.
       La tercera joven, quince años, rubia, ojos azules, de nacionalidad europea. Hacía seis meses que estaba en el país como alumno de intercambio.
       La cuarta víctima, drogadita rehabilitada, vivía con su padre, alcohólico. Sufría abusos constantemente por parte de su padre.
Salvador ya estaba desquiciado. Mal había comenzado y ya estaba con el humo saliéndole por las orejas.
       No había coincidencia alguna entre las víctimas. Solamente que eran adolescentes.
       Volvió a examinar cada caso. Entonces se percató de que sí había una coincidencia.
       Todas frecuentaban la misma discoteca, la Piano’s.
       Aun que viviesen en partes distintas del municipio, se encontraban en el mismo local una o dos veces por semana. En los fines de semana.
       Inmediatamente fue hablar con el capitán.
       ―¿Pudisteis comprobar que todas las jóvenes se encontraban en el mismo local los viernes y los sábados? Frecuentaban la discoteca Piano’s.
       ―Salvador, ya estuvimos en este lugar, las jóvenes entrar con carnet falsos y no hay demasiado control. Pero mismo así no encontramos nada que pudiera apuntar a un sospechoso.
       ―Sabemos que el asesino actúa a cada seis o siete días. ―analizó Salvador ―Sabemos que las jóvenes frecuentaban esta discoteca. Sólo nos falta encontrar la persona que estuvo con las cuatro jóvenes y encontraremos al asesino.
       Dicho esto, Salvador no esperó la respuesta del capitán y salió del despacho como alma que se lleva el diablo.
       Llegó a la puerta de la discoteca pasada las tres de la tarde.        Sentía que su estómago le reclamaba la comida saltada por los estudios de los informes.
       El local estaba cerrado al público, pero mismo así, vio que una mujer terminaba con la limpieza y dejaba la puerta abierta.
Salvador entró.
       El local era una discoteca normal y corriente. Miró alrededor y pudo comprobar que había muchas mesas en la parte superior de la enorme pista de baile.
       Caminó hasta la barra que quedaba al otro lado de la pista, donde un barman reponía las botellas vacías.
       ―Buenas tardes, soy el detective Salvador Bosco. ― dijo enseñando la placa - ¿Conoces algunas de estas chicas?
       El barman se acercó y miró con desprecio las fotos que le enseñaba Salvador.
       ―No. ―contestó y se marchó.
       Salvador esperó pacientemente a que el barman volviera a pasar por allí. Y antes mismo de que pudiera razonar, saltó sobre la barra y agarró al barman por el cuello de la camisa y le atrajo hasta sí.
       ―Le he preguntado si conocía una de estas chicas, pero aun no he terminado contigo. ― dijo.
       El barman estaba asustado. Se le veía los ojos abiertos como platos.
       ―Ya, ya le he, he di, dicho que no las conozco. ―tartamudeó el barman.
       ―¿Quién podría conocerlas mejor que un barman? Así que abre esta bocaza y suelta lo que sabes o te arrepentirás.
       ―Ya estuvieron la policía aquí, y ya les dije lo que sabía. ―dijo el joven temblando.
       Salvador era paciente. De sus muchos años en el cuerpo, solo había perdido la cabeza una vez.
       Cuando había llegado a su casa y había encontrado a toda su familia, mujer y dos hijas, asesinadas en el salón.
Desde entonces, Salvador Bosco era el mejor detective de toda la historia de la policía de Brasil.
       Se dedicaba por completo. Veinticuatro horas al día para cada caso y no descansaba hasta encontrar el culpable.
       Ya le habían jurado de muerte tantas veces que ya había perdido la cuenta, sin embargo, seguía vivo y atrapando a los delincuentes.
       ―Vamos a dar una vuelta para que te aclare las ideas. ―dijo en el mismo momento que sacaba al barman por encima de la barra.
       Luego lo arrastró hasta el aparcamiento de la discoteca, donde sacó su pistola.
       ―Si quieres mantener lo que tienes entre piernas, es mejor que hables, chaval, de lo contrario, te dispararé en esta polla sucia que tienes y te dejaré aquí para que te desangre.
El barman sabía que aquel hombre con cara de psicópata hablaba en serio. Decidió cantar.
       ―Conocía a dos de las chicas de las fotos. ―dijo.
Salvador volvió a sacar las fotos y las entregó al barman.
       ―Esta. ―enseñó la foto de la primera víctima ―Venía todos los viernes y todos los sábados. Me acuerdo por que bebía mucho, demasiado para una joven de dieciocho años…
       ―Catorce, tremendo hijo de puta, esta joven tenía sólo catorce años. ― le gritó Salvador.
       ―Siempre me enseñaba un carnet, donde decía que ella tenía dieciocho años. No estoy aquí para juzgar quien miente o no. Estoy para servir copas. Mucho hago en pedir el carnet.
       Salvador bufó. ¿Sería de esta vez que perdería la paciencia? ¡No! Salvador respiró dos o tres veces antes de volver a hablar.
       ―¿Con quién estaba? ¿Qué viste que me pueda servir de ayuda?
       ―No he visto nada, tío…
       ―No soy tu tío. Soy detective. Detective Salvador Bosco. Y es mejor que me diga algo y rápido.
       El barman mostró la foto de la última víctima.
       ―Esta chica, también la conozco. Solía venir de vez en cuando, a lo mejor a cada quince días. Lo recuerdo por que era una excelente bailarina. Una vez que conseguía el chute se metía en pista y estaba hasta que cerrábamos.
       ―¿Con quien venía?
       ―No lo sé. A una, sólo le servía copas y a la otra, la miraba bailar. Nada más.
       Entonces Salvador le pidió las cintas de vigilancia.
       ―Ya están con la policía, todas.
       Salvador le dio un puntapié en la espinilla, guardó la pistola y se marchó.
       Estuvo el resto de la tarde y de toda la noche viendo las cintas de seguridad.
       En todas ellas aparecía un joven vestido de negro y collarín. Parecía un cura. Siempre estaba hablando con las jóvenes, pero desaparecía antes de que ellas se marcharan. En las cintas, el “cura”, por llamarlo así, no tenía ningún roce con las víctimas. Sólo se le veía hablando con ellas, sin siquiera tocarlas.
       En algunas ocasiones les quitaba la copa de las manos. Nada más.
       Salvador decidió buscar al cura.
       El viernes por la noche, se plantó en la puerta de la discoteca a esperar que apareciera el misterioso cura.
       No tardó en aparecer. Llegó solo en un scort descapotable, aparcó y se miró al espejo retrovisor para colocar bien el cabello negro.
       Salvador le interceptó de camino a la portería.
       ―Buenas noches, padre. ―dijo acercándose a grandes zancadas.
       ―Buenas noches, hijo. ¿En que puedo ayudarle?
       Salvador no se lo podía creer. Un cura de sus treinta años llamándole hijo.
       ―Verás padre, soy el detective Salvador Bosco ―se presentó―. Me gustaría hablarle sobre algunas de sus amiguitas…
       El cura extrañado le preguntó de qué amiguitas hablaba.
       Salvador le invitó a acompañarle a comisaría y el cura aceptó.
       Una vez allí, Salvador le enseñó las fotos de las jóvenes muertas, las cintas de vigilancia donde se veía claramente sus conversaciones con las adolescentes.
       ―Solamente intento sacarlas de este mundo de perdición ―declaró el cura―. Hablamos, pero luego las dejo que piensen en lo que digo. Nada más.
       ―Verás padre, no me lo creo en nada de lo que me has contado. Usted podría estar afuera esperándolas para secuestrarlas y luego matarlas.
       ―Jamás ―grito el cura―. Soy un siervo de Dios, jamás podría quitar la vida de una persona, y menos aun a una joven indefensa.
       ―Esta usted detenido padre, por el asesinato de las cuatro jóvenes. Todo lo que diga será usado en tu contra, si no tienes abogado, se te asignará uno de oficio. ―dijo Salvador mientras abría la puerta para dejar paso a dos agentes.
       Una vez solo en la sala de conferencia, Salvador Bosco no se sentía totalmente convencido de su detención. Había algo que le fallaba.
Había visto las cintas de vigilancia muchas veces y no acababa de comprender qué podría ser.
       Decidió verlas una vez más.
       Entonces encontró lo que buscaba. Detrás del cura, en diversas ocasiones estaba aquel hombre. A veces se presentaba de perfil, a veces de espalda, pero le era muy conocido a Salvador Bosco.
       Inmediatamente salió de la sala de conferencia e irrumpió en el despacho del capitán.
       ―No es el cura. ―dijo.
       El capitán atónito se levantó de la silla.
       ―¿Qué quieres decir Bosco, cómo no es el cura?
       Salvador tomó asiento y procuró explicar al capitán.
       ―El cura sólo era un medio para escoger la víctima. El verdadero asesino es diestro y en todo el momento pude fijarme que el cura es zurdo. Mientras él hablaba con las jóvenes, el verdadero asesino, estudiaba el terreno y a que joven podría llevarse.
       ―¿Bosco, cómo esta seguro de esto?
       ―Muy simple, el individuo aparece en casi todas las cintas, es un individuo rencoroso con el sexo opuesto, pues sufrió el desprecio de su mujer e hijas.
       El capitán no perdía palabra, aún que estaba algo confundido.
―Toda su vida fue un desastre, primero con su madre, que le abandonó por ser drogadita, luego su abuela, quien le crió, con el fallecimiento. Cuando por fin, pensó haber encontrado la estabilidad, casándose y criando una familia, su esposa le abandonó, se marchó con sus hijas y le sacó todo lo que había levantado para ellas. Llevaron los bienes y no le dieron las gracias, al contrario, le dieron una orden de alejamiento.
       El capitán en este momento se puso blanco, con la boca abierta, fue sentándose en su silla. No podía dar crédito a las palabras de        Salvador Bosco, pero eran ciertas. Sólo una persona conocedora del tema sería capaz de dar un corte tan limpio y certero.
       El capitán llamó a dos agentes que le acompañara al laboratorio forense.
Salvador también fue. Pero no había nadie. Estaba todo desierto.
       Entonces el capitán mandó que fueran a casa del Dr. Adrián.
       Y allí fueron encontrados los trofeos que el Dr. se llevaba de sus víctimas. Unos pendientes, una prenda íntima, unas medias, una pulsera y una cadena.
       ―Capitán, aquí hay cinco trofeos y de momento tenemos cuatro víctimas en el depósito ―–razonó Salvador―. Tiene una nueva víctima.
       ―¿Donde podría estar? ―se preguntó el capitán.
       Salvador llamó a la ex mujer de Adrián y le informó lo que sucedía. Preguntó si podría saber donde se llevaría Adrián a una novia, víctima, pero la ex mujer no le supo informar.
       ―Solo sé que a Adrián le fascinaba las historias de las sectas secretas y adoradores del diablo. ―concluyó la ex mujer por teléfono antes de colgar.
       Pero fue lo suficiente para Salvador que no más colgar, cogió un mapa de la ciudad y marcó en él los hallazgos de las anteriores víctimas.
       Era claramente una estrella de cinco puntas.
       Marcharon inmediatamente al puerto deportivo.
       ―¿Bosco, esta seguro de que es este el lugar? ―inquirió el capitán
       ―Sí capitán, la estrella se completa en este punto.
Hubo un despliegue de la policía por todo el puerto en busca del Dr. y la víctima, pero cuando lo encontraron, ya era demasiado tarde para la joven.
       Adrián estaba envuelto en una gran mancha de sangre. Estaba colocando a su última víctima en la misma postura que las demás.
       ―Adrián, entrégate ―le gritó Salvador―. Será mejor para todos.
       ―Jamás ―contestó el médico―. Prefiero la muerte.
       ―Adrián, estas enfermo, déjame ayudarte, amigo ―le dijo Salvador.
       ―No Bosco, nadie puede ayudarme ya. Soy un fracaso, siempre lo he sido. Nadie nunca me ha llevado en serio. Nunca. Estas jóvenes se reían de mi cuando les invitaban a ir a mi casa, o a salir por allí. Me llamaban abuelo, viejo, carcamán. Crees que puedo vivir así y dejarlas reírse de los mayores. No. Alguien tenía que enseñarles un poco de educación.
       ―Adrián, déjame acercar y hablaremos, amigo. ― a Salvador, las palabras se le trababan en la garganta al ver su amigo y compañero de trabajo de tantos años en aquel estado de decadencia.
       ―No Bosco, aquí termina todo. ― diciendo esto, sacó la pistola del cinturón y apuntó en dirección a los policías.
       Dio un primero disparo y los agentes, sin vacilar, abrieron fuego, descargando una lluvia de balas sobre aquel hombre.
       A las cinco de la madrugada, después de seis días de investigación, el detective Salvador Bosco cerraba otro caso.
       De esta vez, el asesino, su único y mejor amigo, yacía en el suelo del puerto deportivo, como un asesino que había sido. Había privado a cinco jóvenes de llegar a su mayoridad. Y había recibido como premio también la muerte.
       El capitán Vazcaran le dio una leve palmadita en el hombro y un lo siento entre diente.
       Salvador Bosco se alejó de la escena intentando disimular las lágrimas que insistían en abrir camino por sus mejillas.

Inédito encuentro con Tomasa

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por María Domingo

       Hoy he salido de compras. Es sábado por la mañana. Hace un día precioso. Las calles saturadas de gente, miran los animados escaparates.
       Voy en busca de una amiga. He quedado con ella en una moderna cafetería.
       Distingo una buena mujer vestida de negro. Le embarga un gesto grisáceo y triste. En su rostro se detecta sufrimiento marcado en sus pliegues las penurias que la vida le ha regalado. Parece perdida entre el gentío. Se mueve con indecisión.
       Alza su mirada hacia mí. Creo que ha detectado mi presencia. Esboza una linda sonrisa, la cual ha humedecido mis sentidos. Se aproxima y me susurra:
       ―Por favor, ¿puedes indicarme el camino para ir a mi casa?
He sentido un hachazo en mi magullado corazón.
Un nudo en mi garganta impedía que mi voz surgiera al exterior. Mi tristeza marcó el espejo de mi alma.
       Creo oportuno mostrar naturalidad y afecto ante aquella dulce mujer, a pesar de mi bloqueo confuso.
       ―¿Está sola?
       ―Creo que sí ―contestó.
―No sé preocupe. Yo la ayudaré a volver a su casa.
Ignorante de cómo salir de tan caótica situación, lo principal, inicialmente es calmarla, luego ya veré como salir de semejante embrollo.
       ―¿Cómo se llama?
       ―Creo… Tomasa
       ―Bueno no importa, que más da el nombre.
       ―¿Tiene hijos?
       ―Sí.
       ―¿Cómo es su casa?
       ―Muy bonita. Vivo con mucha gente de mi edad. ¡Ah no! ¡Esa no! Quiero ir a la de mis padres, mi madre me espera a comer.
       ―¿Dónde están sus hijos?
       ―No lo sé. Me acuerdo mucho de mi madre. ¿Puedes llevarme con ella?
       Comienzo a encajar las piezas de un puzzle del cual desconozco, pero a la vez que tranquiliza a Tomasa me orienta para recomponerlo.
       ―¿En su casa hay algún jardín? ¿Salen de paseo?
       ―En la de mi madre no. Pero ¡Sí! veo un bonito césped. Paseamos, algunos en sus sillas de ruedas.
       ―¿Cómo te llamas, maja? – Insinuó Tomasa
       ―Micaela.
       ―¡Ah!
       Ya tengo datos suficientes. Por lo menos se me ha ocurrido una posible solución, para ayudar a Tomasa.
       ―¿Cómo te llamas, maja?
       ―Micaela, ya se lo he dicho, ¿no lo recuerda?
       ―¡Ah sí!
       Vamos a ir a un lugar, que le va a encantar, venga conmigo, vera...
       Caminamos, dialogamos ambas, ella disfruta de mis preguntas, pese a que muchas no puede responderme, pero sigue mi dialogo o por lo menos eso intenta. Tomo conciencia de cada detalle de la cálida tertulia, me intriga enormemente su actitud. Ansiosa por proteger a esa entrañable mujer.
       Ella, en su dulce ignorancia me aporta una sensación única, peculiar. En mi descubrimiento mientras charlo. Detecto anhelo desmesurado por llegar a su destino, a su afable casa.
       Llegamos a una calle ancha y soleada. Una casa grande con una entrada con escaleras y una rampa. Por la expresión de Tomasa observo que aterrizamos en su domicilio.
Sale una señorita con un pijama blanco, se trata de una de las cuidadoras.
       ―¡Tomasa! ¿Dónde te has metido? ¡Granuja! ¡Te has escapado otra vez!
       Sosegada, un aroma con leves pinceladas de tranquilidad acaricia mi alma.
       Contemplo a Tomasa. Le invade una expresión apagada, sus ojos brillan húmedos, espolvorean unas gotas de desaliento.
       ―Tranquila cariño. – Le coge de la mano la muchacha y se pierden en la claridad de una alegre galería.
       ―Espera un momento―me indican.
       Se presenta una mujer de mediana edad, alta y muy espabilada.
       ―Hola soy la directora del centro. Quiero darte las gracias.
Tomasa es muy inteligente. Busca continuamente la forma de salir. Han salido al paseo y se ha escondido. ¡Menudo disgusto! Muchas gracias, de nuevo.
       ―No sé preocupe. Mis deseos se han centrado en descubrir su paradero. Sin datos, no es apropiado abandonarla.
       ―¿Cómo has sabido que. ?
       ―He seguido su pista. En su amable compañía he detectado pequeños detalles. Sus cometarios repetitivos han sido una pista que me ha llevado a ver que está en una fase de su enfermedad primaria y su viaje por su niñez ha sido la clave. La forma de hablar de su casa me ha traído hasta aquí.
       ―La verdad me ha impresionado, ¡Estoy fascinada! –Exclamo la Directora del centro.
       Percibo la emoción acumulada en aquellas acogedoras palabras y le expreso mis impresiones.
       ―Me ha regalado un apasionante paseo. Seducida por su ignorancia e olvidadizos detalles momentáneos, ha calado en mi esencia su ternura. Dándome vida, porque he visto en sus ojos esperanza al sentir mi compañía y apoyo. He intentado colarme en sus sentimientos, y he descubierto a un personaje que la acapara, el Alzheimer.

¿Por qué?

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por Fernando

       No hay ninguna razón que justificase la actitud de Helena. Busqué con cuidado todo tipo de argumentos, descartando sucesivamente cada uno de ellos, incluso volviendo sobre alguno que pudiera haberse modificado por la lógica de uno posterior o la aparición de algún nuevo factor o condicionante. Y si justificar su proceder me resultó, a la luz de la minuciosa reflexión, un imposible, el tratar de comprender el por qué de su proceder se constituyó una quimera. Siete justificativos resultaron no inherentes a la naturaleza de Helena, otros tantos fueron descartados por poseer una condición que en los hechos no se presentaba, dos se desecharon por inverosímiles.       
       Tal y como sucedieron las cosas, el único camino que me quedaba era el de meterme en la piel de Helena, adentrarme en sus pensamientos, penetrar en sus sufrimientos, bucear en sus anhelos, esperanzarme con sus ilusiones, abatirme con sus debilidades, deleitarme con sus gozos, compartir sus proyectos, recorrer sus rutinas, sobrellevar sus fracasos. ¿Cuál habría de elegir como punto de partida de mi viaje al interior de mi amada? Sin duda había de ser aquello que más conocía. En esta categoría se podría ubicar la rutina, los anhelos y los fracasos. El primero por haber compartido cinco intensos años de su vida, el segundo y el tercero sencillamente porque me los ha expresado. Sin embargo, elegí el primero, que era de rigurosa objetividad y, sin duda, mucho más completo que los otros dos.
       Helena gusta de despertarse temprano, las cortinas de su departamento permanecen levantadas, de modo que el alba penetra en su habitación y le anuncia el momento de levantarse. El desayuno es escueto pero reposado, una gran taza de café negro, un par de tostadas, queso descremado y las secciones de espectáculos, cultura, sociedad y algo de política del diario La Nación, eventualmente, cambia la lectura cuando un libro la ha atrapado. Por el transcurso exacto de sesenta minutos trota alrededor de la plaza de la Misericordia y concluye con una veloz ducha bien caliente. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Plaza de Mayo. Saluda a regañadientes al portero, al de seguridad que no deja de insinuársele, a la recepcionista que no soporta porque dice que es una chismosa, a unos cuantos compañeros pedantes y solamente sonríe cuando se cruza con Miriam, su amiga y confidente. Archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. A la una, con Miriam, caminan hasta la plaza Arlt para comer una manzana, un yogurt o alguna barrita de cereal, y conversar de hombres, de novelas y chismes farandulezcos. De las dos a las cinco archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. En su retorno, para viajar sentada, espera un subte más, coquetea visualmente con un rubio habitué del horario, lee un libro, casi siempre un thriller. Camina hasta el supermercado chino, compra lácteos, verduras, pastas y de vez en cuando carne. Se desparrama en el sillón, toma café, mira la novela de las siete y algo del noticiero, apaga la tele, prepara la comida, siempre con verduras, toma una copa de vino blanco frío, pone la mesa, come con lentitud exasperante, lava la vajilla. De nuevo se desparrama en el sillón, me llama por teléfono, me cuenta lo mismo de todos los días, el calor del subte, el idiota de seguridad, el insoportable del jefe y sus arbitrariedades, los novios efímeros de Miriam, los papeles grises. Suspira lejana, me pregunta sobre mi día, su voz es tenue, cansada. Me saluda, me dice que me ama, suena sincera pero triste. Se duerme con el libro en su regazo, apaga la luz a las tres. Cuatro días repite cada uno de sus actos casi a la perfección, el quinto es igual hasta las cinco. Con Miriam y alguna otra compañera aprovechan el after hour, toman cerveza, destrozan a alguna mujer, suspiran a algún hombre, conjeturan sobre la novela, chismosean de la farándula y anhelan vivir como las de Sex and de City. El sábado todo arranca igual. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Boedo. Almuerza con su mamá, hablan de la rutina, de mí, sufren la ausencia de su padre. Vuelve a casa, duerme hasta las siete, se levanta, toma café, me llama, combinamos el lugar y horario de encuentro, se ducha, tarda una hora en arreglarse, a veces hora y media si no le gustó la imagen que le devolvía el espejo. Nos encontramos, cenamos, bailamos, nos acurrucamos en mi departamento. Dejo las persianas levantadas, el sol la despierta primero a ella y me zamarrea infructuosamente durante veinte minutos. Compro facturas, tomamos mate, vamos a casa de mis viejos a comer asado. Duermo la siesta, ella conversa con Marta, mi mamá. Me levanto, tomamos mate, la acompaño hasta la casa, cenamos empanadas. Me despido.
       Hasta aquí repasada la rutina, no divisaba la solución de mis preguntas. Me sumerjo en sus anhelos.
       Banalmente, repite lo de que anhela vivir como uno de los personajes de la serie Sex and de City, aunque más como un juego, creo, pues ha dicho infinidad de veces que ser mamá la haría muy feliz, pero por alguna razón, y aquí mezclo anhelo y debilidad, no se siente preparada para enfrentar la maternidad. Veo una luz aquí, profundizo: ¿Qué puede hacerla pensar que no está preparada? Podríamos decir: tiene tan sólo veinticinco años, pero no parece un argumento sólido, hay mujeres que son, y lo hacen con suficiente prestancia, madre desde pequeña edad, adolecentes que maduran con rapidez. También podríamos argüir su temor al sufrimiento, el parto podría acobardarla. Tampoco debemos descartar que se trata de una persona muy independiente y que hace uso de sus libertades en forma plena, como bien ha quedado expresado en la rutina diaria, y que cargar con la responsabilidad de la crianza de un hijo le restaría autonomía, la limitaría. Creo haber abordado, con la maternidad, uno de los posibles disparadores, aunque no descarto los miedos al sufrimiento, me inclino más por el lado una de vida condicionada. La dualidad “quiero ser y dejar de ser para” la ha trastornado o al menos la ha conflictuado, emprender un embarazo, implica ya desde la misma naturaleza, compartir, dividir cromosomas (aunque ello sea imperceptible), compartir (repito porque no encuentro otro sinónimo que exprese mejor el hecho) durante meses el propio cuerpo, compartir el tiempo, los espacios, alegrías, sufrimientos, temores. Yo tampoco la he ayudado demasiado con comentarios del tipo: “¡Qué lindos son los chicos… de los demás”
       También he agregado, dentro de sus anhelos, uno que, no por más general resulta menos fuerte en ella, y hablo de la Felicidad, así escrito con mayúscula, porque hemos conversado largo y tendido de ello y sin duda es insoslayable en ella (¿en quién no?). Está claro que ni el recorrido ni la meta que nos lleva a la felicidad es para cada persona el mismo, por tanto hablar de felicidad para Helena significa realizarse, cuestión difusa si se quiere, realizarse en lo laboral, acceder a un cargo gerencial, realizarse como madre (con los reparos ya mencionados), realizarse como mujer, sexual y afectivamente hablando (desde una visión moderna, aunque, según mi entender, incompleta, pues en su naturaleza misma lleva inscripta su función materna, función que mes a mes su propio cuerpo le recuerda). En la enumeración se agregó el mantener una familia unida. Finalmente después de muchas vueltas y a pesar del enunciado, concluí que la felicidad para Helena no dista demasiado de la del común de los mortales.
       De los fracasos determiné que, en lo laboral, aunque el camino es largo, perder por dos veces consecutivas la posibilidad de tomar un cargo superior ha sido frustrante para ella. En esto y en la maternidad quedó circunscripto, a mi entender, los, hasta ahora, fracasos. Y de ello se desprendió que haberse realizado como mujer y tener una familia unida son con claridad sus gozos mayores, y los menores, algunas de esas pequeñas rutinas ya relatadas.
       Dentro de sus proyectos seleccioné: un auto, departamento propio, retomar los estudios universitarios y escribir un libro. Ninguno de ellos, a mi entender, le quitó el sueño.
       Hasta aquí he hablado de anhelos, ilusiones, debilidades, gozos, proyectos, rutinas y fracasos, me restaba adentrarme en sus sufrimientos. El primero que determiné es el de haber perdido a su padre dos años atrás, fue un golpe duro, eran muy unidos, desde entonces ha sufrido mucho la falta. Otro es la dificultad que tuvo para mantener su figura esbelta, siempre la hizo sufrir el yogurcito y la manzanita, saber que una caloría de más le haría perder la forma. No encontré ningún otro que resultase significativo.
       Como se ve, he estudiado y repasado con amplitud su vida sin encontrar una razón, causa o justificativo lo suficientemente contundente para explicar por qué Helena me asesinó hace dos días empujándome por el balcón de su casa mientras yo cambiaba una lamparita subido a la escalera. La verdad es que pasé dos días de angustia, de desolación y por más que exprimí mi inteligencia al límite de sus posibilidades no pude encontrar el por qué. Pero una razón había escapado a mis análisis. Hoy por la mañana me ha visitado Gabriel y me ha dicho que, aunque el jefe no le ha revelado los pensamientos de Helena —al parecer por aquí se reservan estos datos hasta que mueres—, él ha escuchado, por allí abajo, que han comentado en los noticieros que liberaron a Helena, que un joven voyeur que la espiaba habitualmente ha presentado una filmación del momento en que me empuja por el balcón, en la que se ve con claridad que se tropieza con el marco de la ventana y cae sobre la escalera provocando mi salto al vacío, que Helena ha confirmado con su declaración que al correr hacia la baranda, porque Tomás, el gatito cachorro que le regalé, estaba asomando su cabeza peligrosamente entre los barrotes, se tropezó.
       Pensar que tuve que insistirle tanto para que aceptara a Tomás, convencerla de que un animalito le haría compañía y que en esos momentos en que la soledad duele, la consolaría. Por aquí me han hablado de destino, de la voluntad del eterno, aunque yo no puedo sacarme de la cabeza lo que decía mi papá: “Juan Carlos, dejate de joder con los animales”.

La urna

por Roberto C

     Es sábado por la tarde, estás en tu casa y te preparas para reposar la comida tomando una siesta; el vino que con que acompañaste tus filetes te mantiene adormilado. De súbito suena el teléfono...
     —Diga...
     —Hola, Luis, habla Rafael. Te llamo para decirte que el marido de Ángela acaba de fallecer...
     —¿?
     —Lo velan en la agencia Las Villas de San Jerónimo.
     Aturdido por la noticia, como acto reflejo miras tu reloj; son apenas las seis y media de la tarde: muy temprano para lo que te espera de día.
     —Qué le pasó?
     —¿Te acuerdas?, andaba muy enfermo y, pues ni modo, no aguantó. ¿Vas a ir?
     —Sí, pero más tarde.
     —Todavía tienen que prepararlo y eso tarda como tres horas. Nos vemos en la agencia como a las diez.
     —Bueno, no vemos.
     No asimilas bien la noticia, te impresionó más la llamada fuera de la rutina que la noticia misma: tu fin de semana de asueto expiró.
     Decides descansar un rato antes de ir, sabes que tendrás que estar despierto hasta entrada la madrugada...
      Son las ocho de la noche, despiertas de tu siesta y te arreglas con ropa para funeral: pantalón gris, camisa blanca, saco negro, sin corbata (no quieres parecer demasiado formal). Sales en tu auto rumbo a la agencia, pasas por ahí todas las mañanas cuando vas al trabajo, tomas la misma ruta, como animal de costumbres, hasta ahora haces conciencia de la funeraria, no habías imaginado que serías visitante. Llegas demasiado rápido, entre semana tardas casi una hora y hoy lo hiciste en 20 minutos. —Si siempre estuviera así— murmuras.
      Dejas tu auto con el “valet” y buscas el directorio. Tienes que subir al segundo piso, sala once. Tomas el elevador, vas solo, tu imagen se refleja al infinito en los espejos encontrados. La puerta abre hacia un gran salón recibidor. Un cubo de luz con una gran bóveda al centro limita cuatro pasillos a su derredor. Sales y quedas admirado por la decoración general. Te asomas por el barandal y miras el piso de mármol de la planta baja. Oscuras puertas corredizas con vitrales en cristal biselado transparente con figuras geométricas te rodean, soberbia elegancia. Buscas la sala once, está al lado de la cafetería. Entras y no ves a nadie conocido. Sólo algunos cariacontecidos sentados en una salita de recepción
      —Buenas noches, dices a todos y a ninguno
      —Buenas noches, te contestan por compromiso.
      Cruzas hasta la sala principal y te sientas en un gran sofá de cuero marrón.
      De otra sala como cubículo sale Ángela; al verte hace una mueca que quiere ser una sonrisa. Se te acerca y no te das cuenta que ya te tiene abrazado, sollozando en tu hombro. No entiendes lo que dice; mascullas algo que ni tú mismo sabes qué significa. En tu auxilio llega otro visitante y Ángela te libera.
      Te acomodas en solitario en una butaca hasta el fondo de la capilla a media luz, pero mirando directo al velatorio. Todavía no traen el ataúd. Tampoco hay flores. No quieres comprar un ramo, se vería ridículo entre tanta soledad. Los cirios son lámparas de neón que parecen llamas movidas por el viento. Quedas hipnotizado por las flamas eléctricas. No te das cuenta de que tu amigo Rafael te está saludando.
      —Qué onda, Luis, hazme caso
      —¡Ah!, disculpa, no te había visto. ¿Cómo estás?
      —Más o menos. Qué mala onda, ¿no?
      —Psss, suele suceder
      Empieza a reunirse más gente, miras el reloj: pasadas de las once...
      Ves grupos de tres, cuatro, por todos lados; unos, solemnes hablan a media voz, mientras que otros, como si estuvieran de fiesta. Caminas entre ellos para enterarte de qué hablan. Con los que te conocen intercambias saludos breves. Te preguntas cuándo traerán el féretro. Nadie parece extrañarlo.
La base del velatorio se llena con arreglos florales, no te diste cuenta cómo lo fueron cubriendo; ahora sería ridículo traer tu insignificante ramo. De pronto descubres una pequeña computadora portátil que presenta escenas de la vida del fallecido. Te quedas mirando el avance de las fotografías: de vacaciones, en su trabajo, en fiestas.
      —Cómo han cambiado los funerales. Le comentas a Rafael.
      —¿Qué dices?— responde distraído, viendo a unas jóvenes reunidas como si estuvieran en una disco, de riguroso luto, pero relumbrantes de pedrerías de fantasía y dejando mucho a la imaginación.
      —Que cómo han cambiado las costumbres: no hay muerto presente, pasan un show en una PC; la gente, como de fiesta: sólo falta la rifa y al alipúz, Cómo te envidio, Chava. Yo ya me voy y regreso a la incineración— dices con evidente enfado.
      —Me despides de los demás. Abandonando la capilla.
      Te cuesta trabajo salir, por todos lados hay grupos platicando, contando chistes, muy pocos conmovidos; la mayoría están más por obligación que por solidaridad con los deudos. De seguro al salir se van a un antro — sigues pensando.
      En la salida tropiezas con otros visitantes. No soportas el ambiente festivo de la concurrencia. Regresas malhumorado a tu casa. Confirmas que ya no hay respeto para la gente, no encuentras a Ángela para despedirte.


      No has dormido pero te levantas tarde, tienes que regresar a la agencia; te bañas esperando que el agua fría te reanime. Decides darte una ducha caliente. Te arreglas de una manera informal aunque respetando los colores. Te vistes de pana azul marino.
      Desayunas ligero, esperas que la cremación no tarde mucho y puedas comer las codornices que tanto te gustan acompañadas de un vaso de vino blanco. Llegas a la funeraria y te extraña que el estacionamiento esté casi vacío. Te diriges a la capilla y encuentras que la ceremonia ya ha terminado. Buscas a Rafael y a Ángela, Los encuentras rodeados de otros amigos que ya se despiden. Ángela tiene una urna en sus manos. Te sorprende verla muy elegante, su cara no refleja cansancio, ha de haberse dormido en su casa. Sólo tiene los ojos enrojecido por el llanto
      —¿Qué vas a hacer con las cenizas? Le dices
      —Llevarlas a casa
      —¿Estás segura? ¿No sería mejor ponerlas en un nicho en una iglesia?
      —No
      —¿De veras? Tómalo con calma y piénsalo
      —Ya lo decidí
      —¿Mmm y?
      —¿Y qué tal que yo quiero que sea mi fantasma?