miércoles, 1 de junio de 2011

¿Por qué?

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por Fernando

       No hay ninguna razón que justificase la actitud de Helena. Busqué con cuidado todo tipo de argumentos, descartando sucesivamente cada uno de ellos, incluso volviendo sobre alguno que pudiera haberse modificado por la lógica de uno posterior o la aparición de algún nuevo factor o condicionante. Y si justificar su proceder me resultó, a la luz de la minuciosa reflexión, un imposible, el tratar de comprender el por qué de su proceder se constituyó una quimera. Siete justificativos resultaron no inherentes a la naturaleza de Helena, otros tantos fueron descartados por poseer una condición que en los hechos no se presentaba, dos se desecharon por inverosímiles.       
       Tal y como sucedieron las cosas, el único camino que me quedaba era el de meterme en la piel de Helena, adentrarme en sus pensamientos, penetrar en sus sufrimientos, bucear en sus anhelos, esperanzarme con sus ilusiones, abatirme con sus debilidades, deleitarme con sus gozos, compartir sus proyectos, recorrer sus rutinas, sobrellevar sus fracasos. ¿Cuál habría de elegir como punto de partida de mi viaje al interior de mi amada? Sin duda había de ser aquello que más conocía. En esta categoría se podría ubicar la rutina, los anhelos y los fracasos. El primero por haber compartido cinco intensos años de su vida, el segundo y el tercero sencillamente porque me los ha expresado. Sin embargo, elegí el primero, que era de rigurosa objetividad y, sin duda, mucho más completo que los otros dos.
       Helena gusta de despertarse temprano, las cortinas de su departamento permanecen levantadas, de modo que el alba penetra en su habitación y le anuncia el momento de levantarse. El desayuno es escueto pero reposado, una gran taza de café negro, un par de tostadas, queso descremado y las secciones de espectáculos, cultura, sociedad y algo de política del diario La Nación, eventualmente, cambia la lectura cuando un libro la ha atrapado. Por el transcurso exacto de sesenta minutos trota alrededor de la plaza de la Misericordia y concluye con una veloz ducha bien caliente. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Plaza de Mayo. Saluda a regañadientes al portero, al de seguridad que no deja de insinuársele, a la recepcionista que no soporta porque dice que es una chismosa, a unos cuantos compañeros pedantes y solamente sonríe cuando se cruza con Miriam, su amiga y confidente. Archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. A la una, con Miriam, caminan hasta la plaza Arlt para comer una manzana, un yogurt o alguna barrita de cereal, y conversar de hombres, de novelas y chismes farandulezcos. De las dos a las cinco archiva, tipea, corrige, despacha y recibe carpetas llenas de papeles grises. En su retorno, para viajar sentada, espera un subte más, coquetea visualmente con un rubio habitué del horario, lee un libro, casi siempre un thriller. Camina hasta el supermercado chino, compra lácteos, verduras, pastas y de vez en cuando carne. Se desparrama en el sillón, toma café, mira la novela de las siete y algo del noticiero, apaga la tele, prepara la comida, siempre con verduras, toma una copa de vino blanco frío, pone la mesa, come con lentitud exasperante, lava la vajilla. De nuevo se desparrama en el sillón, me llama por teléfono, me cuenta lo mismo de todos los días, el calor del subte, el idiota de seguridad, el insoportable del jefe y sus arbitrariedades, los novios efímeros de Miriam, los papeles grises. Suspira lejana, me pregunta sobre mi día, su voz es tenue, cansada. Me saluda, me dice que me ama, suena sincera pero triste. Se duerme con el libro en su regazo, apaga la luz a las tres. Cuatro días repite cada uno de sus actos casi a la perfección, el quinto es igual hasta las cinco. Con Miriam y alguna otra compañera aprovechan el after hour, toman cerveza, destrozan a alguna mujer, suspiran a algún hombre, conjeturan sobre la novela, chismosean de la farándula y anhelan vivir como las de Sex and de City. El sábado todo arranca igual. Camina unas cinco cuadras hasta la estación del subte que la dejará en Boedo. Almuerza con su mamá, hablan de la rutina, de mí, sufren la ausencia de su padre. Vuelve a casa, duerme hasta las siete, se levanta, toma café, me llama, combinamos el lugar y horario de encuentro, se ducha, tarda una hora en arreglarse, a veces hora y media si no le gustó la imagen que le devolvía el espejo. Nos encontramos, cenamos, bailamos, nos acurrucamos en mi departamento. Dejo las persianas levantadas, el sol la despierta primero a ella y me zamarrea infructuosamente durante veinte minutos. Compro facturas, tomamos mate, vamos a casa de mis viejos a comer asado. Duermo la siesta, ella conversa con Marta, mi mamá. Me levanto, tomamos mate, la acompaño hasta la casa, cenamos empanadas. Me despido.
       Hasta aquí repasada la rutina, no divisaba la solución de mis preguntas. Me sumerjo en sus anhelos.
       Banalmente, repite lo de que anhela vivir como uno de los personajes de la serie Sex and de City, aunque más como un juego, creo, pues ha dicho infinidad de veces que ser mamá la haría muy feliz, pero por alguna razón, y aquí mezclo anhelo y debilidad, no se siente preparada para enfrentar la maternidad. Veo una luz aquí, profundizo: ¿Qué puede hacerla pensar que no está preparada? Podríamos decir: tiene tan sólo veinticinco años, pero no parece un argumento sólido, hay mujeres que son, y lo hacen con suficiente prestancia, madre desde pequeña edad, adolecentes que maduran con rapidez. También podríamos argüir su temor al sufrimiento, el parto podría acobardarla. Tampoco debemos descartar que se trata de una persona muy independiente y que hace uso de sus libertades en forma plena, como bien ha quedado expresado en la rutina diaria, y que cargar con la responsabilidad de la crianza de un hijo le restaría autonomía, la limitaría. Creo haber abordado, con la maternidad, uno de los posibles disparadores, aunque no descarto los miedos al sufrimiento, me inclino más por el lado una de vida condicionada. La dualidad “quiero ser y dejar de ser para” la ha trastornado o al menos la ha conflictuado, emprender un embarazo, implica ya desde la misma naturaleza, compartir, dividir cromosomas (aunque ello sea imperceptible), compartir (repito porque no encuentro otro sinónimo que exprese mejor el hecho) durante meses el propio cuerpo, compartir el tiempo, los espacios, alegrías, sufrimientos, temores. Yo tampoco la he ayudado demasiado con comentarios del tipo: “¡Qué lindos son los chicos… de los demás”
       También he agregado, dentro de sus anhelos, uno que, no por más general resulta menos fuerte en ella, y hablo de la Felicidad, así escrito con mayúscula, porque hemos conversado largo y tendido de ello y sin duda es insoslayable en ella (¿en quién no?). Está claro que ni el recorrido ni la meta que nos lleva a la felicidad es para cada persona el mismo, por tanto hablar de felicidad para Helena significa realizarse, cuestión difusa si se quiere, realizarse en lo laboral, acceder a un cargo gerencial, realizarse como madre (con los reparos ya mencionados), realizarse como mujer, sexual y afectivamente hablando (desde una visión moderna, aunque, según mi entender, incompleta, pues en su naturaleza misma lleva inscripta su función materna, función que mes a mes su propio cuerpo le recuerda). En la enumeración se agregó el mantener una familia unida. Finalmente después de muchas vueltas y a pesar del enunciado, concluí que la felicidad para Helena no dista demasiado de la del común de los mortales.
       De los fracasos determiné que, en lo laboral, aunque el camino es largo, perder por dos veces consecutivas la posibilidad de tomar un cargo superior ha sido frustrante para ella. En esto y en la maternidad quedó circunscripto, a mi entender, los, hasta ahora, fracasos. Y de ello se desprendió que haberse realizado como mujer y tener una familia unida son con claridad sus gozos mayores, y los menores, algunas de esas pequeñas rutinas ya relatadas.
       Dentro de sus proyectos seleccioné: un auto, departamento propio, retomar los estudios universitarios y escribir un libro. Ninguno de ellos, a mi entender, le quitó el sueño.
       Hasta aquí he hablado de anhelos, ilusiones, debilidades, gozos, proyectos, rutinas y fracasos, me restaba adentrarme en sus sufrimientos. El primero que determiné es el de haber perdido a su padre dos años atrás, fue un golpe duro, eran muy unidos, desde entonces ha sufrido mucho la falta. Otro es la dificultad que tuvo para mantener su figura esbelta, siempre la hizo sufrir el yogurcito y la manzanita, saber que una caloría de más le haría perder la forma. No encontré ningún otro que resultase significativo.
       Como se ve, he estudiado y repasado con amplitud su vida sin encontrar una razón, causa o justificativo lo suficientemente contundente para explicar por qué Helena me asesinó hace dos días empujándome por el balcón de su casa mientras yo cambiaba una lamparita subido a la escalera. La verdad es que pasé dos días de angustia, de desolación y por más que exprimí mi inteligencia al límite de sus posibilidades no pude encontrar el por qué. Pero una razón había escapado a mis análisis. Hoy por la mañana me ha visitado Gabriel y me ha dicho que, aunque el jefe no le ha revelado los pensamientos de Helena —al parecer por aquí se reservan estos datos hasta que mueres—, él ha escuchado, por allí abajo, que han comentado en los noticieros que liberaron a Helena, que un joven voyeur que la espiaba habitualmente ha presentado una filmación del momento en que me empuja por el balcón, en la que se ve con claridad que se tropieza con el marco de la ventana y cae sobre la escalera provocando mi salto al vacío, que Helena ha confirmado con su declaración que al correr hacia la baranda, porque Tomás, el gatito cachorro que le regalé, estaba asomando su cabeza peligrosamente entre los barrotes, se tropezó.
       Pensar que tuve que insistirle tanto para que aceptara a Tomás, convencerla de que un animalito le haría compañía y que en esos momentos en que la soledad duele, la consolaría. Por aquí me han hablado de destino, de la voluntad del eterno, aunque yo no puedo sacarme de la cabeza lo que decía mi papá: “Juan Carlos, dejate de joder con los animales”.

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