miércoles, 1 de junio de 2011

Jóvenes e inocentes

por Pandora

       Cuando el detective Salvador Bosco llegó al callejón, la policía ya tenía acordonada toda la zona. Los curiosos se amontonaban a la entrada de la callejuela, con la esperanza de ver algo más.
       También estaban las principales cadenas de televisión y algunos periódicos.
       Salvador se abrió paso por entre la gente y llegó a la barrera, donde un policía de mediana edad le dio el paso.
       ―Es algo horrible. ―le comunicó el agente― Tiene la garganta dilacerada y hay sangre por todos lados.
       Salvador meneó la cabeza sin decir palabra.
       Caminó con pasos tranquilos hasta el cadáver.
       Era una adolescente de aproximadamente trece años. Estaba boca abajo, con la cabeza ladeada. Aunque se podía apreciar claramente el corte en el cuello, que dejaba la cabeza colgando de un hilo.
       Salvador sacó del bolsillo de la chaqueta unos guantes de látex y se los puso. Luego cogió una pinza grande, se agachó y comenzó a inspeccionar el cadáver.
       Llevaba una chaqueta vaquera, pantalones cortos, medias finas y botas altas. Era rubia, y se veía las pecas en el mochete.
       ―¿Dónde esta el forense? ―preguntó Salvador, sin quitar los ojos de la adolescente.
       ―Estoy aquí, Bosco. ―contestó el médico, saliendo de detrás de un contenedor.
       Salvador se incorporó y por primera vez desvió la vista del cadáver.
       ―¿Qué me puedes contar, Adrián?
       Adrián llevaba muchos años en el cuerpo de policía como médico forense, y había trabajado en más casos con Salvador Bosco que con cualquier otro detective. Se podría decir que su relación ya era más que de compañeros de trabajo.
       Era un hombre de sus cincuenta y tres años, corpulento, con una barba ya canosa y mal recortada. Sus gruesas gafas dejaban escondidos un par de ojos azules y cansados.
       Se había separado hacía trece años y su ex mujer le había quitado más de la mitad de sus bienes.
       ―Verás Bosco, la hora de la muerte es entre las dos y tres de la madrugada. La causa es clara, le cortaron el cuello con algo muy afilado, cortó la tráquea, esófago y todo. Tiene la cabeza colgando de apenas tres centímetros de piel, por la parte posterior del cuello.
       ―¿La han identificado? ―indagó Salvador.
       ―Aun no. Sabemos que, en esta zona, actúan algunas prostitutas y no sabemos aun si era una de ellas…
       Antes que pudiera terminar, Salvador meneó la cabeza en gesto desaprobador.
       ―Por Dios, Adrián, es solo una niña.
       En este momento llegó el capitán del Décimo Tercer Distrito,        Víctor Manuel Vazcaran, que saludó a Salvador con un cordial apretón de mano.
       Luego, hizo una señal para que Salvador le acompañara.
       ―Salvador, estamos delante de un claro caso de asesinatos consecutivos. Esta es la cuarta joven que encontramos.
       ―¿Crees que puede ser un asesino en serie?
       Víctor rascó la oreja, costumbre que tenía desde la adolescencia, cuando estaba nervioso.
       ―Todo indica que sí. La primera joven fue hallada en el parque nacional, en medio de una senda. Estaba de la misma posición que todas. Echada boca abajo con la cabeza ladeada.
       Salvador escuchaba atentamente al capitán y apuntaba en su libretita lo que juzgaba importante.
       ―La segunda, la encontraron en el baño de la estación central del metro. ―volvió a rascar la oreja ― No entiendo como logró el asesino dejar el cuerpo de la joven en el baño, ya sabes como es el movimiento en la estación central.
       Comenzó a caer una fina lluvia en la madrugada de otoño.
       ―La tercera, la encontraron en medio de la plaza del Butantã.        ―siguió el capitán.
       ―Y ahora esta. ―se limitó a concluir Salvador.
       El capitán Vazcaran meneó la cabeza en forma de confirmación.
       ―¿Y por qué solo ahora me habéis informado?
       ―La orden vino desde arriba, Salvador. Hasta ahora no nos habían dado permiso para involucrarte en la investigación.
       Salvador terminó de tomar nota de lo que era importante para él y se dirigió nuevamente adonde estaban el forense ordenando la retirada del cadáver.
       ―Adrián, cuando tenga el informe de la autopsia, quiero que me la envíe urgente.
       Dicho esto, Salvador se giró en los talones y se marchó.
       Aquella mañana le había comenzado bien, hasta que el capitán Vazcaran le comunicó la decisión de los superiores de mantenerlo fuera hasta una cuarta víctima.
       Eran pasadas las once de la mañana cuando Salvador cruzó la puerta de la comisaría del Décimo Tercer Distrito. Fue directamente a la sala del capitán y le pidió todo lo que tenían de las víctimas anteriores.
       Luego se encerró en la sala de conferencia y comenzó a analizar cada caso.
       En el primero, la joven era morena, catorce años. Estudiante de la ESO en un colegio concertado. Hija única de una familia de clase media alta. Padre médico, madre profesora de la Universidad de São Paulo.
       La segunda víctima, adolescente de trece años, atleta, también estudiante de la ESO, en un colegio público. Vivía con su madre, separada desde hacía dos años. El padre vivía en otro estado y había sido informado del suceso.
       Se había presentado en comisaría el mismo día por la tarde que le avisaron del suceso con su hija.
       La tercera joven, quince años, rubia, ojos azules, de nacionalidad europea. Hacía seis meses que estaba en el país como alumno de intercambio.
       La cuarta víctima, drogadita rehabilitada, vivía con su padre, alcohólico. Sufría abusos constantemente por parte de su padre.
Salvador ya estaba desquiciado. Mal había comenzado y ya estaba con el humo saliéndole por las orejas.
       No había coincidencia alguna entre las víctimas. Solamente que eran adolescentes.
       Volvió a examinar cada caso. Entonces se percató de que sí había una coincidencia.
       Todas frecuentaban la misma discoteca, la Piano’s.
       Aun que viviesen en partes distintas del municipio, se encontraban en el mismo local una o dos veces por semana. En los fines de semana.
       Inmediatamente fue hablar con el capitán.
       ―¿Pudisteis comprobar que todas las jóvenes se encontraban en el mismo local los viernes y los sábados? Frecuentaban la discoteca Piano’s.
       ―Salvador, ya estuvimos en este lugar, las jóvenes entrar con carnet falsos y no hay demasiado control. Pero mismo así no encontramos nada que pudiera apuntar a un sospechoso.
       ―Sabemos que el asesino actúa a cada seis o siete días. ―analizó Salvador ―Sabemos que las jóvenes frecuentaban esta discoteca. Sólo nos falta encontrar la persona que estuvo con las cuatro jóvenes y encontraremos al asesino.
       Dicho esto, Salvador no esperó la respuesta del capitán y salió del despacho como alma que se lleva el diablo.
       Llegó a la puerta de la discoteca pasada las tres de la tarde.        Sentía que su estómago le reclamaba la comida saltada por los estudios de los informes.
       El local estaba cerrado al público, pero mismo así, vio que una mujer terminaba con la limpieza y dejaba la puerta abierta.
Salvador entró.
       El local era una discoteca normal y corriente. Miró alrededor y pudo comprobar que había muchas mesas en la parte superior de la enorme pista de baile.
       Caminó hasta la barra que quedaba al otro lado de la pista, donde un barman reponía las botellas vacías.
       ―Buenas tardes, soy el detective Salvador Bosco. ― dijo enseñando la placa - ¿Conoces algunas de estas chicas?
       El barman se acercó y miró con desprecio las fotos que le enseñaba Salvador.
       ―No. ―contestó y se marchó.
       Salvador esperó pacientemente a que el barman volviera a pasar por allí. Y antes mismo de que pudiera razonar, saltó sobre la barra y agarró al barman por el cuello de la camisa y le atrajo hasta sí.
       ―Le he preguntado si conocía una de estas chicas, pero aun no he terminado contigo. ― dijo.
       El barman estaba asustado. Se le veía los ojos abiertos como platos.
       ―Ya, ya le he, he di, dicho que no las conozco. ―tartamudeó el barman.
       ―¿Quién podría conocerlas mejor que un barman? Así que abre esta bocaza y suelta lo que sabes o te arrepentirás.
       ―Ya estuvieron la policía aquí, y ya les dije lo que sabía. ―dijo el joven temblando.
       Salvador era paciente. De sus muchos años en el cuerpo, solo había perdido la cabeza una vez.
       Cuando había llegado a su casa y había encontrado a toda su familia, mujer y dos hijas, asesinadas en el salón.
Desde entonces, Salvador Bosco era el mejor detective de toda la historia de la policía de Brasil.
       Se dedicaba por completo. Veinticuatro horas al día para cada caso y no descansaba hasta encontrar el culpable.
       Ya le habían jurado de muerte tantas veces que ya había perdido la cuenta, sin embargo, seguía vivo y atrapando a los delincuentes.
       ―Vamos a dar una vuelta para que te aclare las ideas. ―dijo en el mismo momento que sacaba al barman por encima de la barra.
       Luego lo arrastró hasta el aparcamiento de la discoteca, donde sacó su pistola.
       ―Si quieres mantener lo que tienes entre piernas, es mejor que hables, chaval, de lo contrario, te dispararé en esta polla sucia que tienes y te dejaré aquí para que te desangre.
El barman sabía que aquel hombre con cara de psicópata hablaba en serio. Decidió cantar.
       ―Conocía a dos de las chicas de las fotos. ―dijo.
Salvador volvió a sacar las fotos y las entregó al barman.
       ―Esta. ―enseñó la foto de la primera víctima ―Venía todos los viernes y todos los sábados. Me acuerdo por que bebía mucho, demasiado para una joven de dieciocho años…
       ―Catorce, tremendo hijo de puta, esta joven tenía sólo catorce años. ― le gritó Salvador.
       ―Siempre me enseñaba un carnet, donde decía que ella tenía dieciocho años. No estoy aquí para juzgar quien miente o no. Estoy para servir copas. Mucho hago en pedir el carnet.
       Salvador bufó. ¿Sería de esta vez que perdería la paciencia? ¡No! Salvador respiró dos o tres veces antes de volver a hablar.
       ―¿Con quién estaba? ¿Qué viste que me pueda servir de ayuda?
       ―No he visto nada, tío…
       ―No soy tu tío. Soy detective. Detective Salvador Bosco. Y es mejor que me diga algo y rápido.
       El barman mostró la foto de la última víctima.
       ―Esta chica, también la conozco. Solía venir de vez en cuando, a lo mejor a cada quince días. Lo recuerdo por que era una excelente bailarina. Una vez que conseguía el chute se metía en pista y estaba hasta que cerrábamos.
       ―¿Con quien venía?
       ―No lo sé. A una, sólo le servía copas y a la otra, la miraba bailar. Nada más.
       Entonces Salvador le pidió las cintas de vigilancia.
       ―Ya están con la policía, todas.
       Salvador le dio un puntapié en la espinilla, guardó la pistola y se marchó.
       Estuvo el resto de la tarde y de toda la noche viendo las cintas de seguridad.
       En todas ellas aparecía un joven vestido de negro y collarín. Parecía un cura. Siempre estaba hablando con las jóvenes, pero desaparecía antes de que ellas se marcharan. En las cintas, el “cura”, por llamarlo así, no tenía ningún roce con las víctimas. Sólo se le veía hablando con ellas, sin siquiera tocarlas.
       En algunas ocasiones les quitaba la copa de las manos. Nada más.
       Salvador decidió buscar al cura.
       El viernes por la noche, se plantó en la puerta de la discoteca a esperar que apareciera el misterioso cura.
       No tardó en aparecer. Llegó solo en un scort descapotable, aparcó y se miró al espejo retrovisor para colocar bien el cabello negro.
       Salvador le interceptó de camino a la portería.
       ―Buenas noches, padre. ―dijo acercándose a grandes zancadas.
       ―Buenas noches, hijo. ¿En que puedo ayudarle?
       Salvador no se lo podía creer. Un cura de sus treinta años llamándole hijo.
       ―Verás padre, soy el detective Salvador Bosco ―se presentó―. Me gustaría hablarle sobre algunas de sus amiguitas…
       El cura extrañado le preguntó de qué amiguitas hablaba.
       Salvador le invitó a acompañarle a comisaría y el cura aceptó.
       Una vez allí, Salvador le enseñó las fotos de las jóvenes muertas, las cintas de vigilancia donde se veía claramente sus conversaciones con las adolescentes.
       ―Solamente intento sacarlas de este mundo de perdición ―declaró el cura―. Hablamos, pero luego las dejo que piensen en lo que digo. Nada más.
       ―Verás padre, no me lo creo en nada de lo que me has contado. Usted podría estar afuera esperándolas para secuestrarlas y luego matarlas.
       ―Jamás ―grito el cura―. Soy un siervo de Dios, jamás podría quitar la vida de una persona, y menos aun a una joven indefensa.
       ―Esta usted detenido padre, por el asesinato de las cuatro jóvenes. Todo lo que diga será usado en tu contra, si no tienes abogado, se te asignará uno de oficio. ―dijo Salvador mientras abría la puerta para dejar paso a dos agentes.
       Una vez solo en la sala de conferencia, Salvador Bosco no se sentía totalmente convencido de su detención. Había algo que le fallaba.
Había visto las cintas de vigilancia muchas veces y no acababa de comprender qué podría ser.
       Decidió verlas una vez más.
       Entonces encontró lo que buscaba. Detrás del cura, en diversas ocasiones estaba aquel hombre. A veces se presentaba de perfil, a veces de espalda, pero le era muy conocido a Salvador Bosco.
       Inmediatamente salió de la sala de conferencia e irrumpió en el despacho del capitán.
       ―No es el cura. ―dijo.
       El capitán atónito se levantó de la silla.
       ―¿Qué quieres decir Bosco, cómo no es el cura?
       Salvador tomó asiento y procuró explicar al capitán.
       ―El cura sólo era un medio para escoger la víctima. El verdadero asesino es diestro y en todo el momento pude fijarme que el cura es zurdo. Mientras él hablaba con las jóvenes, el verdadero asesino, estudiaba el terreno y a que joven podría llevarse.
       ―¿Bosco, cómo esta seguro de esto?
       ―Muy simple, el individuo aparece en casi todas las cintas, es un individuo rencoroso con el sexo opuesto, pues sufrió el desprecio de su mujer e hijas.
       El capitán no perdía palabra, aún que estaba algo confundido.
―Toda su vida fue un desastre, primero con su madre, que le abandonó por ser drogadita, luego su abuela, quien le crió, con el fallecimiento. Cuando por fin, pensó haber encontrado la estabilidad, casándose y criando una familia, su esposa le abandonó, se marchó con sus hijas y le sacó todo lo que había levantado para ellas. Llevaron los bienes y no le dieron las gracias, al contrario, le dieron una orden de alejamiento.
       El capitán en este momento se puso blanco, con la boca abierta, fue sentándose en su silla. No podía dar crédito a las palabras de        Salvador Bosco, pero eran ciertas. Sólo una persona conocedora del tema sería capaz de dar un corte tan limpio y certero.
       El capitán llamó a dos agentes que le acompañara al laboratorio forense.
Salvador también fue. Pero no había nadie. Estaba todo desierto.
       Entonces el capitán mandó que fueran a casa del Dr. Adrián.
       Y allí fueron encontrados los trofeos que el Dr. se llevaba de sus víctimas. Unos pendientes, una prenda íntima, unas medias, una pulsera y una cadena.
       ―Capitán, aquí hay cinco trofeos y de momento tenemos cuatro víctimas en el depósito ―–razonó Salvador―. Tiene una nueva víctima.
       ―¿Donde podría estar? ―se preguntó el capitán.
       Salvador llamó a la ex mujer de Adrián y le informó lo que sucedía. Preguntó si podría saber donde se llevaría Adrián a una novia, víctima, pero la ex mujer no le supo informar.
       ―Solo sé que a Adrián le fascinaba las historias de las sectas secretas y adoradores del diablo. ―concluyó la ex mujer por teléfono antes de colgar.
       Pero fue lo suficiente para Salvador que no más colgar, cogió un mapa de la ciudad y marcó en él los hallazgos de las anteriores víctimas.
       Era claramente una estrella de cinco puntas.
       Marcharon inmediatamente al puerto deportivo.
       ―¿Bosco, esta seguro de que es este el lugar? ―inquirió el capitán
       ―Sí capitán, la estrella se completa en este punto.
Hubo un despliegue de la policía por todo el puerto en busca del Dr. y la víctima, pero cuando lo encontraron, ya era demasiado tarde para la joven.
       Adrián estaba envuelto en una gran mancha de sangre. Estaba colocando a su última víctima en la misma postura que las demás.
       ―Adrián, entrégate ―le gritó Salvador―. Será mejor para todos.
       ―Jamás ―contestó el médico―. Prefiero la muerte.
       ―Adrián, estas enfermo, déjame ayudarte, amigo ―le dijo Salvador.
       ―No Bosco, nadie puede ayudarme ya. Soy un fracaso, siempre lo he sido. Nadie nunca me ha llevado en serio. Nunca. Estas jóvenes se reían de mi cuando les invitaban a ir a mi casa, o a salir por allí. Me llamaban abuelo, viejo, carcamán. Crees que puedo vivir así y dejarlas reírse de los mayores. No. Alguien tenía que enseñarles un poco de educación.
       ―Adrián, déjame acercar y hablaremos, amigo. ― a Salvador, las palabras se le trababan en la garganta al ver su amigo y compañero de trabajo de tantos años en aquel estado de decadencia.
       ―No Bosco, aquí termina todo. ― diciendo esto, sacó la pistola del cinturón y apuntó en dirección a los policías.
       Dio un primero disparo y los agentes, sin vacilar, abrieron fuego, descargando una lluvia de balas sobre aquel hombre.
       A las cinco de la madrugada, después de seis días de investigación, el detective Salvador Bosco cerraba otro caso.
       De esta vez, el asesino, su único y mejor amigo, yacía en el suelo del puerto deportivo, como un asesino que había sido. Había privado a cinco jóvenes de llegar a su mayoridad. Y había recibido como premio también la muerte.
       El capitán Vazcaran le dio una leve palmadita en el hombro y un lo siento entre diente.
       Salvador Bosco se alejó de la escena intentando disimular las lágrimas que insistían en abrir camino por sus mejillas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.