jueves, 1 de septiembre de 2011

Volaron las palomas

Almejilo

No me queda duda de que el hombre se molestó, y con su gesto me lo hizo sentir. Al principio no encontré una explicación razonable para que ese muchacho me hubiera recibido con una mirada tan agresiva, que resultaba casi fulminante.
Esa mañana llegué temprano al aeropuerto. Andaba sin apuros porque sabía que tenía tiempo suficiente para esperar la salida de mi vuelo, que había sido programada para las ocho. Cuando bajé del taxi, el reloj marcaba apenas las siete y diez, y estoy seguro de que no gasté más de cinco minutos en la librería donde eché un vistazo a algunas revistas, di una rápida ojeada a un libro y compré un ejemplar del periódico del día. Después, con la valija colgando del hombro y el diario doblado bajo el brazo, me encaminé a buscar una silla en la sala central del puente aéreo, con el propósito de leer un poco mientras esperaba a que llamaran para el vuelo de retorno a la ciudad de mi residencia.
Fue entonces cuando topé con esa cara de pocos amigos y, sobre todo, con la mirada impresionante que me acompañó aún después de que pasé frente a él, y hasta cuando ocupé el asiento a su lado. Pensé de manera fugaz que no había justificación para merecer una mirada tan singular. Y aunque estaba seguro de que la agresión era injusta, preferí ser indulgente e imaginar, más bien, que su actitud de molestia era una respuesta a mi clara intención de acomodarme precisamente en esa silla. De todos modos, aunque no le estuviese gustando, eso fue lo que hice. Y fue peor aún para él, porque reconozco que con algo de brusquedad arrojé mi valija sobre la mesa que hacía de división entre los modulares de esa primera fila de asientos. Y, bueno –ya estaba decidido–, a pesar de su claro disgusto, me ubiqué allí, como quise, en el lugar que había escogido. Abrí mi periódico, y, por un momento, me olvidé del muchacho.
En lo alto, al frente de nosotros, había un televisor que comenzaba a repetir en resumen las últimas noticias de la noche anterior. Por un instante bajé el periódico y miré la pantalla. Aproveché también ese segundo, para hacer de soslayo un paneo visual sobre el muchacho. Según calculé, tendría unos quince o dieciséis años. No pasaba de allí. Calzaba de tenis y llevaba un bluyín desgastado. Cubría la parte superior de su cuerpo con una chaqueta, igual de raída, que tiraba a gris, aunque no podría decir con certeza que ese fuera su color definido. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los zapatos entrelazados, uno sobre el otro, como para facilitar el movimiento nervioso que alcancé a notar en sus piernas. Era muy evidente que algo había de inquietante en relación con ese joven.
Por los pasillos de la sala de espera desfilaban sucesivas y presurosas oleadas de gentes afanadas por diligenciar su embarcamiento. Mientras tanto, haciendo lo posible por desentenderme del entorno, yo intentaba concentrar mi atención en el periódico. Soy miope y sin lentes veo bastante bien de cerca. Lo que quiero enfatizar es que no necesito gafas para leer, motivo por el cual en esa ocasión las sostenía con mi mano derecha, entrelazadas con las páginas del diario. La nota periodística que me ocupaba reseñaba detalles de un ataque guerrillero que tuvo lugar el día anterior en una remota población del sur del país…
De pronto, mi concentración en la lectura se rompió. Algo que pareció sonar justo sobre mi cabeza, como si fuera el aleteo de una gigantesca bandada de palomas levantando vuelo, atrajo instintivamente mi atención. "¿Qué pasa?", alcancé a gritar. Y entonces escuché una repetición del ruido que me había perturbado.
En ese instante, solté el periódico y me puse las gafas. A mi lado, apuntando con una pequeña metralleta, mi mal encarado vecino disparaba hacia un objetivo ubicado como a diez metros de distancia. Era un hombre bien vestido, de bigote profuso y traje azul, que ya estaba de rodillas. Fue lo que de él alcancé a distinguir. Después, cayó de bruces, pesadamente, con los brazos abiertos. Al mismo tiempo, una mujer que venía con él comenzó a gritar pidiendo ayuda y se arrojó desesperada sobre el cuerpo del herido.
—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Ábranse!— alertó de inmediato un hombre uniformado.
Y luego agregó:
—¡Que no se escape…! ¡Deténganlo, deténganlo! ¡Disparen, si es necesario!}
Y eso fue lo que hicieron. Los disparos no se hicieron esperar. Muchos hombres corrieron. Diez o quince, no sé cuántos, se abrieron en torno del sicario y alrededor de mí; de esto me percaté al momento, en medio de un pánico súbito y creciente. Los disparos seguían sonando. Y ahora yo estaba allí, en medio de la confusión, indefenso y acorralado.
—¡Póngase el brazalete, compañero!, gritaba un hombre…
Y otro decía:
"¡En círculo, en círculo…! ¡Que no se escape! ¡No lo dejen ir!"
Mientras tanto, la gente en los pasillos corría atropellándose, asustada, buscando algún amparo a lado y lado del salón. Yo no podía hacer lo mismo porque no tenía para dónde correr. Estaba liquidado: ¡me sentía un hombre muerto!
Intimidado por el pánico, agarré mi valija y, creo que sin pensarlo, me tiré al suelo. Como pude, me arrastré buscando alguna protección bajo la misma silla en que había estado sentado. ¡Pero qué protección, por Dios! No podría haber encontrado un lugar más vulnerable, al lado de un sicario rodeado de francotiradores y pretendiendo vanamente escampar de una lluvia incesante de disparos.
Tendido en el piso, tenso, inseguro, acobardado y más pálido que un canario, escuché de pronto un repentino grito de dolor y un "hijueputazo" pluralizado que retumbó como un quejido o, tal vez, como un reclamo. El muchacho cayó frente a mí, entre el televisor y las sillas. Tenía al parecer una herida en la pierna. A ras de mi mirada, en el piso, veía yo la metralleta, y a un lado, regados por el suelo, numerosos casquillos que me parecieron enormes. Gigantescos. El pánico –quizás– hacía que los viera de ese tamaño descomunal…Y muy cerca del arma estaba mi periódico, en completo desorden.
Cuando el muchacho cayó, los escoltas corrieron a cerrar el círculo. Uno que otro seguía disparando. Las balas pegaban en el piso y silbaban. El jovenzuelo se retorcía, quejándose y aferrando sus manos en torno de la pierna herida. Un escolta, casi sobre él, descerrajó sin consideración un tiro a quemarropa. La bala le dio en el brazo izquierdo, cerca del hombro. El cuerpo brincó impresionantemente, y cayó desmadejado. El que acababa de disparar se acercó un poco más y con el pie alejó la "mini uzi". Al mismo tiempo, un enjambre de escoltas se abalanzó sobre el muchacho para inmovilizarlo. El hombre que parecía ser el comandante ordenó:
—¡Pónganle rápido las esposas y escúlquenlo…!
Solo en ese momento me di cuenta de que muy cerca, a mi izquierda, uno de esos hombres con brazalete apuntaba con su arma a mi cabeza. Cuando lo descubrí, se me heló la sangre —si es que ya no estaba helada—. Un corrientazo corrió por mi cuerpo en tanto mi cerebro luchaba por aclarar la turbia confusión. "¡Señor… señor!", grité hacia ese hombre, haciendo esfuerzos por hilvanar alguna explicación que pareciera convincente. "¡Yo no tengo nada que ver con esto!", dije. Pero todo fue inútil. El hombre no me atendió. Ni siquiera sé si fue que, en medio del barullo, no pudo escuchar.
Y en esas, sobrevino algo providencial. Un policía del servicio de vigilancia del aeropuerto, con revólver en mano, se aproximó al escolta que me apuntaba, y le preguntó si podía ayudarle. Él le respondió:
—¡Claro! ¡Hágase cargo de él! ¡Cuídelo!
De inmediato, el policía, siguiendo las instrucciones, levantó hacia mí el cañón de su arma. Yo, desesperado, aunque creo que impulsado por mi instinto de conservación, saqué otra vez fuerzas de donde no las tenía y de nuevo grité, suplicante:
—¡Agente! ¡Agente!... ¡Ayúdeme, por favor! Yo no tengo nada que ver con esto… ¡Ayúdeme!
—¿Y usted quién es?, me preguntó.
—Un pasajero… Un pasajero que nada tiene que ver con lo que está pasando aquí—, le respondí. Y levanté mi mano derecha para que viera el tiquete aéreo, que luego lancé hacia sus pies como si fuera un desesperado pasaporte de salvación. Acto seguido le mostré también mis manos abiertas para evidenciarle que yo estaba desarmado.
 El policía –conmovido o apiadado; eso es cosa que solo Dios podría saber–, estiró hacia mí su brazo derecho y ayudó para que me levantara. Él mismo me sustrajo del corazón de esa escena y me condujo hacia uno de los lados del pasillo, donde permanecía agolpada una enorme cantidad de gentes, entre asustadas y curiosas. Unas pocas de ellas salieron del tumulto a encontrarme y me recibieron conmovidas, haciendo lo posible por darme algo de tranquilidad. Alguien –no supe quién- me ofreció un vaso de agua que yo bebí de un solo sorbo.
La noche de ese día, en el reposo de mi casa, vi en el informativo de la televisión los testimonios gráficos que acompañaron el despliegue noticioso de lo ocurrido. En el piso, unas manchas de sangre. Al lado, pisoteadas y dispersas, varias hojas del que fue mi periódico. El espaldar de la silla donde estuve sentado aparecía atravesado en diagonal por tres impactos de bala.

2 comentarios:

  1. No me queda duda de que la historia está muy bien escrita, es clara y tiene los ingredientes necesarios como para atrapar al lector. Y de hecho lo atrapa. No obstante, en mi opinión, el final es flojillo. La historia se reduce a una anécdota. El narrador vive esta experiencia terrible en un aeropuerto y luego vuelve sano y salvo a su casa. Estaría faltando una vuelta de tuerca.
    El primer párrafo genera expectativa y cumple con lo que promete, pero no deja de ser un parche, una especie de gancho, un recurso eficaz, es cierto, aunque muy usado. Un artificio. No se pierde nada si lo quitamos, y quedaría más natural. Es una propuesta.
    Lo raro de esta historia es que un sicario vaya a matar a un tipo dentro de un aeropuerto, puesto que, como se sabe, los aeropuertos suelen estar minados de agentes de seguridad y policías. ¿No es un poco kamikaze la actitud de este joven asesino? ¿Qué necesidad tenía de usar una metralleta uzi para matar a un solo hombre? ¿Cómo pasó el control se seguridad? ¿O es que esa sala de espera está antes de los controles? He viajado poco en mi vida, pero me parece que si uno está esperando un vuelo, ya pasó por todas las revisaciones correspondientes.
    Se pone demasiado énfasis en el muchacho, a tal punto que no nos sorprende verlo con una metralleta: es lo menos que podía llevar encima. Sería bueno que el lector se sorprendiera un poco, y una manera de lograrlo es no insistir tanto con el “perfil de asesino” de este muchacho. Frases como esta, que aparecen cuando ya avanzamos en la narración, me están sobrando: “Era muy evidente que algo había de inquietante en relación con ese joven”. Es como si el narrador (¿o autor?) le instalara una sirena roja en la cabeza a este muchacho.
    Muy pertinente la mención de la noticia sobre el ataque guerrillero en el sur del país. Esta clase de detalles nos prepara el terreno para lo que vendrá.
    Si el muchacho estaba de brazos cruzados, y en ningún momento cuando se lo describe se menciona un bolso o una mochila, ¿de dónde saca la metralleta?
    Bellísimo el título.

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  2. Empiezo con tu cuento, Almejilo, porque esta vez he decidido empezar de abajo hacia arriba de los publicados en el blog.

    Una historia narrada en primera persona, que en una sala de espera de un aeropuerto tiene la “suerte” de sentarse al lado de un joven que acaba sacando un mini uzi y asesina a un hombre con traje, y segundos después el narrador se encuentra en un fuego cruzado de los policías y francotiradores que acorralan y acaban hiriendo al joven, mientras que el narrador logra salvarse milagrosamente y convence a un policía que no tiene nada que ver con el de la metralleta. El título, después de haber leído el cuento, me hizo dudar si estaba frente a una ironía o a una historia.

    Almejilo, tienes un cuento muy interesante entre tus manos pero creo que puedes sacarle mucho más. A continuación, espero aceptes lo que puedo llegar a apuntarte desde mi posición de aprendiz para que el relato resulte más creíble:

    -Si el joven tenía cara de pocos amigos, ¿por qué decide sentarse a su lado?

    -Cuando el joven utiliza la mini uzi, aparte del enorme susto, ¿no queda temporalmente medio sordo?

    -Los policías aparecieron demasiado rápido, me recuerda a esas películas de “atrapen al malo” donde hay un policía en cada esquina listos para defender y actuar. Lo mismo ocurre con el grupo de francotiradores, ¿o acaso existía un alerta?

    -El narrador salió ileso, y el lector puede creer en los milagros, eso es factible, pero que el narrador resulte totalmente libre de sospecha con tan solo mostrar su ticket de avión y mostrando su cara de inocente… la verdad que no convence.

    -Al lector le falta información que considero valiosa, por ejemplo, quién era el hombre del traje, por qué lo asesina el joven, cuál es el motivo, etc.

    Tienes una buena historia para contar.

    Un saludo, Susy

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