sábado, 20 de agosto de 2011

Atrapados en el ascensor (Ejercicio)

Dagoberto

—Dobre dien — di las buenas tardes en ruso mientras inclinaba mi  pecho hacia adelante tratando de evitar interponerme en el recorrido de la puerta del ascensor, que comenzaba a cerrarse.  Una vez cerrada, debido a que la pequeña cabina  estaba llena, no pude girar y me mantuve mirando hacia el fondo de la misma, de espaldas a la puerta. El ambiente estaba inundado por los olores inconfundibles de  salchichas y pan recién tostado.
—Dobre dien  —contestaron una tras otra dos voces, una masculina y una femenina.
Al  dirigir mi vista hacia atrás, buscando el lugar de donde provinieron las voces, me encontré en la esquina izquierda con los ojos rasgados de un hombre robusto, quien supuse había contestado primero; su cara era ancha, su piel  rojiza y llevaba abrigo negro y una chapka—gorra de piel de conejo —  marrón oscuro. A su costado, hacia el centro, estaba la mujer, quien creí había respondido luego; era una joven muy bella, de no más de veinticinco años, de facciones muy delicadas y ojos ámbar con pintas negras, que vestía casaca de cuero crema  y chapka blanca. Parada a su derecha se ubicaba una mujer  madura de ojos azules provista de gorro y de guantes de lana celeste. Detrás de ellos un espejo biselado de forma rectangular del ancho de la cabina reflejaba sus espaldas y cabezas abrigadas.

Iván, mi acompañante y colega, situado a mi costado izquierdo marcó el piso veintitrés; el hotel Leningrado en Moscú, donde estábamos hospedados, tenía veintiocho pisos; lo habíamos elegido por su cercanía a una estación de tren, a menos de cincuenta metros de distancia. Desde esa estación, todas las mañanas, antes de las siete, salíamos rumbo a la localidad de Kashira, a una hora de viaje, donde se ubicaba un complejo de reparación de aviones Antonov.  Estábamos siendo entrenados desde tres semanas atrás en el sistema mecánico e hidráulico del avión.
Corrían los primeros días de enero de uno de los años finales de la década del setenta. A esas horas de la noche, la nieve había  envuelto con un manto blanco las calles de la ciudad  y  la temperatura en el exterior había descendido a menos diez grados centígrados; en la cabina, que contaba con sistema de calefacción, la temperatura era bastante agradable, debía bordear los veintidós grados.
Cuando el ascensor  inició su movimiento lento acompañado del  chirrido de los cables de acero rozando sobre las poleas, observé  que entre mi colega  y el hombre de cara ancha estaba parada una adolescente robusta de mejillas coloradas de no más de quince  años, y por el espejo vi que a mi derecha se encontraba un octogenario de cabello cano que llevaba gorra con visera blanca  y lentes de montura dorada. Segundos después, cuando el ascensor había subido unos ocho pisos, una mujer treintañera que estaba ubicada delante de mí me dirigió algunas palabras; no comprendí lo que decía; Iván me tomó del brazo para decirme en voz baja que me estaba pidiendo permiso. En ese instante, la cabina  se detuvo en el piso diez, y tuve que bajar para cederle el paso a esta mujer; tras ella bajó un hombre de cabellos rubios desordenados, con largo abrigo beige, que estaba parado a su derecha, y que llevaba una bolsa de papel  marrón y  un paraguas color verde oscuro. Al bajarse ambos se llevaron consigo el olor a pan y a salchichas.  
Se reinició el movimiento del ascensor y pude ver a través del espejo, que se vieron iluminados en el display,  encima del panel de control, en una secuencia rápida, uno tras otro,  los números once, doce  y trece; de inmediato se apagó el trece y la cabina cayó lentamente unos metros; los gritos de pánico de las tres mujeres inundaron el ambiente y el ascensor se detuvo; sentí levemente los latidos de mi corazón en los oídos, mientras se hacía un silencio expectante, como aquel que precede a una tormenta.
No se escuchó un solo ruido durante unos instantes; entonces el hombre de la piel  rojiza dijo unas palabras  y avanzó, desplazando a la adolescente robusta  que estaba delante de él, hasta situarse al lado del pequeño panel de control,  al costado izquierdo de mi compañero. Con un pañuelo blanco se secó el sudor que caía de su frente, y  vi que llevaba en sus manos un ejemplar del diario Izvestia. Entonces presionó varias veces el botón del intercomunicador de emergencia y comenzó a hablar:
—Somos siete personas atrapadas entre el piso doce y trece; vengan pronto a ...
El hombre no pudo terminar la frase; en eso se apagó la luz interior, unos gritos ahogados  se volvieron a  escuchar  y  luego se hizo un silencio total; entonces se sintió el ruido que produce un líquido al caer en chorro sobre el piso. Se escuchó a continuación una voz femenina en tono de súplica; Iván me susurró en el oído que la mujer  madura pedía disculpas por no haber podido contener la orina.
Pasaron no más de un par de minutos y mi acompañante me pidió el maletín de herramientas y dijo:
—No vamos a esperar a que nos rescaten, voy a trepar al techo.
Sacó del maletín una pequeña linterna y la puso en mis manos; se hizo de dos desarmadores y un alicate,  y  los colocó en los bolsillos de su overol azul. Pidió que lo alumbrara en su ascenso; mientras apoyaba una de sus botas  sobre mis manos entrecruzadas, tomó con las suyas la baranda de pasamanos de metal  a  su lado para impulsarse hacia arriba. Cuando estuvo el  techo a su alcance, con el desarmador más grande, levantó con cuidado, una tras otra,  tres láminas de vinilo del techo y me las fue alcanzando; momentos después el haz de la linterna iluminaba sólo sus piernas y pies colgando; ya estaba sentado sobre uno de los bordes del techo.
Le entregué la linterna a mi compañero,  y casi al instante, mientras el haz de luz dejaba de iluminar  nuestras cabezas, se le escuchó decir:
—La abertura está a pocos metros, voy a intentar salir por ella.
Mientras en la cabina todos se mantenían callados, sentí la respiración agitada de la mujer madura.  Luego ella mencionó que sufría de claustrofobia  y se  le escuchó finalmente decir algunas  palabras  en tono suplicante; supuse que estaba elevando una oración.
—Ya pude salir  —dijo Iván luego de un par de minutos expectantes—. Estoy en el piso trece,  está totalmente a oscuras; todo el edificio está a oscuras—agregó.
—Diles a todos que tienen que salir por aquí—gritó luego—.Yo los alumbraré desde aquí.
Les hablé en mi  incipiente ruso, y se escuchó la voz del octogenario que dijo   que él era muy viejo para intentarlo, que esperaría a los rescatistas; en seguida la mujer madura  dijo que ella no lo haría.  La adolescente entre sollozos apenas pudo articular algunas palabras: “Soy muy gorda para subir”.  La mujer luego agregó: “¡Aún no puedo morir! No puedo dejar a mi hijo solo; es muy pequeño para enfrentarse a la vida”.
No habían pasado ni cinco segundos, cuando sentí que la joven de ojos ámbar, situada delante de mí, me tomaba del brazo, y pedía que la ayudara a subir mientras me percaté que se agachaba; supuse que se estaba despojando de su calzado. Crucé mis manos y casi de inmediato su delgado pie envuelto en nylon se apoyaba en ellas; al ayudarla a elevarse aspiré su perfume de violetas. Vi su delgado cuerpo, alumbrado por el haz  de la linterna, trepar hacia el techo, en un par de movimientos felinos, como sólo lo puede hacer una gimnasta entrenada.
—Ya está conmigo la señorita— se le escuchó decir a mi colega—; que suba el siguiente.
Tuve que redoblar el esfuerzo para ayudar al hombre de piel rojiza a subir  hasta el borde del techo; era muy pesado. Cuando se disponía a alcanzar la mano de Iván  para ser elevado, llegó hasta nosotros el ruido del traqueteo de los cables deslizándose sobre las poleas. El sonido se hizo estridente,  la cabina se sacudió con fuerza  y comenzó a caer lentamente y luego tomó mayor velocidad; entonces  se desprendieron láminas del techo sobre nuestras cabezas. Mientras el ascensor caía al vacío, acompañado por un griterío desgarrador, algunas imágenes de mi niñez junto a mis padres y hermanos pasaron por mi mente, como si fuera una película muda y me encomendé a Dios y a mi madre.
Sentí  en mi rostro algunas esquirlas del espejo que estalló en pedazos; cuando con los ojos cerrados esperaba el impacto final, el ascensor se detuvo; el chirrido de los cables dio paso a un silencio total.  Entonces abrí los ojos, la luz había llegado.   

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