sábado, 20 de agosto de 2011

El rabino (ejercicio)

Almejilo

    –¡Ay…!– exclamó ella cuando se produjo el sacudón y el aparato se detuvo de repente. Por instinto dejó ir el cuerpo hacia atrás, aunque con firmeza se aferró del pasamano. Estaban detenidos entre los pisos noveno y octavo.
–No se preocupe– le dijo de inmediato el hombre que recibió sobre su pecho el peso inesperado y cálido de ese cuerpo menudo…
"Tranquila, que no ha pasado nada. Es solo que se fue la luz. Pero ya volverá… en unos instantes volverá". El tono sonaba tranquilizador. La voz del hombre era afirmativa y sensual. En ella percibió una agradable sensación de seguridad...
Y mientras pensaba esto, sintió que en la oscuridad, de la que aún no se reponía, la mano masculina comenzó a correr por su cabello y bajó hasta acariciarle la cara suavemente, con una suavidad que invitaba a la relajación.

En otras circunstancias, lo que estaba ocurriendo podría haberle parecido un atrevimiento. Cómo es que un hombre que no la conoce pretende sacar ventaja de un momento así, para manosearla con tan descarado aire de sensualidad. Pero, bueno –se dijo entonces–, para qué resistirse. No valía para qué hacerlo si lo que estaba ocurriendo, por inesperado que fuera, comenzaba a gustarle. Y eso no lo podía negar. Para qué disgustarse por eso o por qué tratar de impedir algo que sugería una aventura y que, en realidad, le agradaba y le estaba pareciendo como caído del cielo. Era, sin duda, algo afortunado… Y por eso prefirió relajarse y dejarse llevar hasta caer en disposición de disfrutar el momento.
Al final, resultaba muy placentero, y lo mejor era soltarse ante lo inesperado y dejar que ese hombre desconocido siguiera en sus empeños. "A ver hasta dónde llega". Nada perdía con entregarse a las circunstancias. Nada perdía.
El hombre, por su parte, estimulado por la innocultada y suelta aceptación de la mujer, prosiguió con sus intentos, tomándola de la cintura firmemente pero, al mismo tiempo, con delicadeza. Suspiró con suavidad junto a su oreja, la acercó más a su cuerpo apretándola un poco y agachó la cabeza para rozarle con su cara la piel. Le dejó luego en la nuca un beso leve e insinuante, y musitó al mismo tiempo algo que ella percibió con toda claridad y que la hizo estremecer.
–Humm, me gustas… me gustas mucho.
La mujer, desconociendo aún quién era el tierno generador de ese aliento y esas dulces palabras, quiso jugar a las adivinanzas. Pensó que solo tenía dos alternativas para responsabilizar a alguien de lo que estaba pasando. El que la abrazaba con esas sutilezas cariñosas era, sin ninguna duda, el hombre negro de cara juvenil y simpática cuya sonrisa recordó haber visto minutos antes en el décimo piso, cuando entraba al ascensor. Esa era, desde luego, una divagación tonta e inútil. De ninguna manera podía ser el otro compañero de tan curioso viaje interrumpido porque, mientras se cerraba la puerta, había alcanzado a distinguir que este era un hombre calvo, de cejas muy pobladas, bastante barbado y de muy baja estatura. Era el negro, y con él estaba pasándola delicioso.
(…)
Y mientras tanto, corrieron los minutos. En la oscuridad, se precipitaron presurosos algunos besos y uno que otro gemido de satisfacción y complacencia. Al fondo, comenzó a escucharse entonces un leve pero insistente golpeteo, como si algún objeto metálico se obstinara en brincar sobre la pared metálica del ascensor. Parecía que el otro acompañante quería hacerse notar con los golpes de su anillo y transmitir, de esa manera, un alerta inoportuno que sonaba como si fuera originado en clave morse. También recurrió a una tosecilla sugestiva que al principio fue casi imperceptible, pero después se dejó oír, notoria e insinuante, transformada en un duro carraspeo. Era claro que el otro hombre quería decir a sus acompañantes un "recuerden que aquí estoy".
Y en ese instante, de un solo golpe, se restableció el fluido eléctrico. Las luces se encendieron y el ascensor pudo llegar sin nuevos contratiempos a la primera planta, donde salieron sonrientes, el negro y la mujer, tomados de la mano:
–¿Nos vamos…? –dijo él con voz acaramelada.
–Bueno –respondió ella–; aquí cerca hay un sitio que conozco, donde podemos pasar un buen rato…
Y se perdieron entre la multitud.
Entre tanto, el rabino, se caló el sombrero, apretó contra su pecho el libro de la Thorá, levantó la mirada al cielo, que estaba por cierto muy encapotado, y en nombre de los tres elevó una oración.

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