jueves, 2 de junio de 2011

Diapositivas

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por Carlos

        Retengan la siguiente instantánea: otoño, el perecedero amarillo de una línea de álamos se superpone, como un amplio brochazo, sobre la masa verde oscura de pino negro que se incauta de la montaña. Del suelo escapa el vaho del rocío recalentado por un sol zascandil, un sol que se asoma para comprobar que la noche apenas cambió las cosas de ayer tarde. Hay un cuco, un cuco como de cuento. También una cigüeña tardía que machaca el ajo en lo alto de una peña; es un ruido, ya saben, como si un tipo nervioso golpease dos tablas planas con la rapidez de una máquina de coser. 
         Pongamos más movimiento. Hagamos ahora que sople una brisa fría, una brisa que bate la puerta de lona de mi tienda de campaña, una tienda canadiense de algodón, pesada y recia, como se hacían antes. La puerta está abierta, y yo tengo los pies afuera; me estoy poniendo las botas, aún con el cuerpo dolorido por dormir sobre el suelo, entumecidos los huesos por el frío de la pasada noche (el agua de la cantimplora se heló en la madrugada). Me estoy calzando, digo, unas horribles botas rígidas de montaña, sobre las medias de lana tosca. Llevo puestos —lo refiero a modo de prueba gráfica— unos bávaros de paño negro, y es que importa señalar que esto pasó hace tanto tiempo, que aún se estilaba vestir en el monte a la germana.
         Por haber, hay esta mañana un activo sosiego, una como felicidad en el vaho alborotado que se atreve a hacer el viaje entre mi boca y las botas. Mi gorro de lana tiene una borla que pende libre, casi suelta, como la de un legionario, y esa borla simula nerviosos intentos de escapada en todas las direcciones. Me pongo en pie, subo la cremallera de mi chaqueta, doy un par de pasos. El suelo está mullido, las botas hacen al pisar un ruido sordo que me agrada; el viento se restriega contra los árboles, como una corriente ancha de agua seca e invisible, enloquece las hierbitas ralas y pobretonas del suelo, arrea las nubes hacia la cima de Cabeza Jarosa.
         Me desperezo, atesoro una bocanada bien colmada de aire y acabo dejándola escapar por la nariz, pienso en lo reconfortante que resulta no pensar en nada, regreso a la tienda, saco el mechero, el hornillo de gas, pongo sobre él la cantimplora y enciendo la llama al socaire de las lonas, derrito el hielo, templo el agua, deslío la leche en polvo, saboreo la quietud de las cosas, la consistencia del momento, esos detalles que tanto complacen cuando se está medio dormida. Río para mí, canturreo, me estremezco de frío, me avergüenzo de ser tan tonta, me rasco la cabeza por debajo del gorro, bostezo.
         A unos diez metros de mi tienda hay otra, naranja, cerrada. Es la de Patita y Martín. Duermen, supongo; callan por lo menos. Hay un acuerdo tácito que consiste en separar las carpas al menos lo necesario para que no sufra la intimidad. Tomo mi café soluble, sentada en una piedra, con un regocijo rústico, como de gorrión que se acicala en un cable eléctrico. Minutos después Martín suelta un rebuzno, un aullido, una panoplia de ruidos que inauguran la mañana. Sé que ahora vendrán sus risas confinadas, las protestas de juguete, los manotazos, las chepas en la lona aquí y allá. Tardarán en salir porque tal vez es éste el mejor momento de la jornada, el del cálido interior, el tibio catre de sacos, la pereza, el minúsculo triángulo de lonas tornasoladas.
         Tomo mi cabeza entre las manos, los codos apoyados en las rodillas, todo es correcto, todo suave, todo grato. Apetece respirar bien profundo, cerrar los ojos y escuchar el paso amostazado del aire, subirse la capucha, plegarse a una agenda donde la hoja de hoy está en blanco. Alguien chista: Armando despertó, me mira desde nuestra tienda, su cara asoma por la puerta, sonriente, picarona, afectuosa. Es tan joven que sorprende que obtenga el permiso de mis padres para traerme, cada fin de semana, a este calvero intransitado que, pomposamente, llamamos el campamento de invierno. Parlotea sin sonidos, pronuncia con énfasis mudo, exagera el movimiento de los labios para que yo comprenda a esa distancia lo que me está diciendo. Reconozco las palabras en el ñoño bailoteo de sus labios pálidos: «Mucho, mucho, siempre, siempre», nuestra divisa. Sonrío y le guiño un ojo que es un acuerdo, una rúbrica, la renovación de una promesa.


         Y ahora otra escena que se desarrolla quince años más tarde. Ya la vida se ha encargado de cambiar escenarios, cancelar planes, alterar destinos, subir y bajar el telón que nos empuja cada mañana a representar una nueva sesión; ya la suerte se ocupó de dar lustre a ese promisorio porvenir que todos tenemos por detrás. Nada fue como soñó la adolescencia, los personajes de antaño faltaron un buen día a los ensayos, se desvanecieron misteriosamente tres o cuatro certidumbres por las que antes nos habríamos batido, algunos amores tuvieron que ser atendidos de insultos leves por los facultativos.
         Subo bien de mañana con el coche hacia Collado Carburero, la carretera, estrecha y erosionada por las heladas, culebrea entre un espumoso océano de pinos. En el asiento trasero duermen Javier y el niño; el crío en su sillita para bebé, Javier atravesado, la cabeza contra la puerta, las piernas cruzando todo el habitáculo, la boca abierta como una mina de hulla.
         Dormido como una piedra.
         Avanzo con los faros antiniebla encendidos, guiándome por el caballón de nieve que separa el asfalto de la cuneta. Dentro el aire es cálido y seco, suena atenuada la música para no despertarlos. Fuera dejó de nevar hace un rato, pero grandes plastones blancos se precipitan desde las ramas apesadumbradas que abovedan la pista forestal. Ayer, sábado, se cumplieron tres años de nuestra boda, y aún escuece en un vergonzante rincón de mi recuerdo la imagen de Javier, leyendo con delectación la tarjeta que acompañó a mi regalo: «Mucho, mucho, siempre, siempre». Sí: la divisa que tenía con Armando. Miren, mi imaginación se resiente con el paso de los años, una no da para más. Nada grave, porque sólo yo sé que la tal fórmula no es nueva, ni genuina, ni exclusiva. Nada grave, ya digo, pero sí me ha producido con el paso de las horas una inquieta comezón, un desagradable sabor de boca. Lo mismo por eso los he embarcado en esta excursión absurda, en este día de perros. El Collado está desierto, aprovecho la inercia para saltar el pequeño talud y apartar el automóvil de la pista, las ruedas patinan en la nieve, el coche se estremece, luego se para. Apago el motor.
         Javier sigue dormido, ronca; anoche se acostó de madrugada, mirando por televisión un sin duda excitante partido de fútbol celebrado en las antípodas. Pero no duerme el niño, que mueve las manos y arquea el cuerpo en su silla para que lo coja. Le retiro el cinturón de seguridad, le tumbo en mi asiento, le embuto dentro del mono de plumas, le pongo el gorro de lana, cubro con una bufanda su cara de pepón, ruborizada por el calor del coche. Cierro la puerta con cuidado y me lo llevo en brazos a dar un paseo. Subo hacia el viejo campamento de invierno en medio de la niebla, azorada por un miedo similar al que una siente cuando telefonea a un amigo a quien relegó al olvido. Tengo el deseo clandestino de encontrar allí algún vestigio de un pasado borroso, el rastro negruzco de una fogata, el rectángulo difuminado de las zanjas donde las lonas vertieron el agua. Antaño no teníamos coche, y la marcha desde el último pueblo hasta ese campamento nos ocupaba toda la mañana; ahora es cuestión de media hora corta. El crío ha señalado con su mano los árboles, ha sonreído a un monstruo mitológico, luego ha cerrado los ojos.
         Subo con él, dormido entre los brazos, espolvoreo el azul marino de su mono con el vaho —cada vez más frecuente— de mi boca. Estoy mayor, desentrenada, y temerosa de que se me caiga en un resbalón; no debería haber venido y, sin embargo, hay un tiempo detenido que me espera allá arriba, la cámara funeraria de una pirámide en el fantasmal vacío de un campamento olvidado hace tres lustros. Me reencuentro con el camino, reconozco el acebo junto al regato, tomo hacia arriba la trocha que atraviesa el brezal, ahora angosta, casi impracticable por la falta de uso. El brezo ha embarrado de blanco mis pantalones, llevo al niño lo más alto posible, para que las ramas no lo mojen; duerme ajeno a la nostalgia, pertenece exclusivamente a este tiempo presente en que ha nacido, no hay aún litigio en su calendario: ni añora un momento anterior al que vive, ni desea un tiempo más prometedor que el que tiene.
         Llego por fin resoplando al calvero, del que el viento soberano ha barrido casi toda la nieve; incluso la niebla anda desconcertada, no sabe dónde ponerse. Allí hay dos tiendas, cosa que me produce un sobresalto ácido. Dos tiendas plantadas con la misma disposición con que clavábamos las nuestras; dos tiendas, y aquí el sobresalto se ha convertido en pánico, que son —ahora no cabe duda— realmente las nuestras. La de color naranja está cerrada, pero distingo la voz gamberra de Martín haciéndose el gracioso. Y la voz chillona de Patita que protesta, bromea, lamenta, se burla, pelea de mentiras. Retrocedo un par de pasos, asustada por la sola idea de que la cremallera de abra de repente. ¿Qué decir si asoma la cabeza rubicunda de Patita, y me ve, y se mete de nuevo para adentro, y sale al instante acompañada por la estupefacta cara de Martín al sorprenderme —quince años más tarde— espiándolos?
         Aprieto al crío dormido contra el pecho y él hace un gesto de fastidio; algo no ha cuadrado en la nube donde sueña, un color disonante, un estrépito de desamparo, quién sabe. Pienso con aprensión que esa mueca entraña un mal presagio, así que cuido de suavizar, con la yema de mi pulgar, la crispación agestada de sus cejas, hasta que recobra el semblante de sosiego, los párpados de mazapán, la paz de siempre. La cremallera de nuestra tienda —perdón, la de Armando— está abierta y, aunque no se ve el interior, un nuevo miedo se suma a los anteriores.
         Retrocedo confusa, para volver hacia el valle, pero al darme la vuelta me topo con él. Armando está junto a mí, trae del manantial una cantimplora llena. Ha debido de tener tiempo para contemplarme porque no parece sorprendido, más bien me examina con una inefable curiosidad: su mirada vale por toda una novela. No lo recordaba tan alto, no lo suponía tan joven. Busca una señal en mis ojos turbados, una historia en mi indumentaria, una definición en mis brazos. Está serio y lleva barba de cuatro días, el pelo amotinado, los bávaros de costumbre. Hago intento de eludirle, pero sus pasos interceptan los míos. Me toma de un hombro, me observa: «Tienes ojeras. ¿Has dormido mal?» Y luego, como no le contesto, me pregunta: «¿Ya desayunaste?» Le sonrío inerme, confusa, deseo huir, bajar la montaña a grandes trancos, avanzar hacia atrás o hacia delante, ya no estoy segura.
         Sacudo la cabeza, sumerjo mis dedos en su pelo alborotado, pero me siento incapaz de sostener la mirada. «Tengo que darle el biberón», le digo elusiva. Y le dejo allí arriba, mirando cómo me alejo, al pie de una tienda de campaña azul cobalto, en cuyo interior, tal vez (pero sólo tal vez), yo estoy plácidamente durmiendo.

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