viernes, 17 de junio de 2011

Escrituras (ejercicio)

Lila

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Escrituras (Ejercicio)

El cuaderno Rivadavia de tapas duras fue encontrado en un hueco de un viejo ombú del parque Garay, al oeste de la ciudad de Santa Fe. Un grupo de chicos que pateaba una pelota en la cancha del parque hizo un alto en el juego y marcharon hacia la sombra de arbustos cercanos entre los que reinaba un ombú añoso. Algunos se tiraron  en el suelo con la cabeza apoyada en los troncos retorcidos del árbol; otros treparon ramas arriba y sólo uno se acostó boca abajo sintiendo en la cara sudada la cosquilla hirsuta de los pastos crecidos. Al cambiar de posición para acomodarse mejor descubrió oculta la tapa del cuaderno y el cuaderno mismo. Para él, para todos ellos el juego había virado hacia el misterio.


Trataron de leer ―tenían entre once y trece años― pero la caligrafía era confusa y las palabras aún más. Después de consultas y cuchicheos  decidieron sortearlo; en realidad a nadie le interesaba demasiado el trofeo. No pocos recordaban las recomendaciones familiares de no recoger ni tocar objetos de la calle; a pesar de que el cuaderno estaba bastante limpio y no parecía portador de gérmenes, la mayoría se alegró de no haber resultado ganador.
Juan, el descubridor del Rivadavia, se quedó con él y  lo trajo a nuestra casa, inseguro todavía de cómo sería recibido.
―Está lleno de palabras y no se entiende nada, pero no es de nadie. Leelo, ma ―dijo con una mezcla de ingenuidad y la certeza de que el que encuentra algo debe quedárselo. Y esta vez le había tocado a él, no era plata ni un juego de la play, pero sabía que podía ser interesante.
Le prometí  leerlo y después contarle y después, después veríamos quién era el dueño.
Lo que sigue es la transcripción del cuaderno de tapas duras.

No sé cuánto tiempo voy a vivir ni si quiero vivir. Me dejo ir en la sangre licuada, tampoco sé ya si son muchos o pocos los glóbulos rojos, deben ser, sí, pocos por el cansancio que tengo. Escribo porque es una de las pocas facultades que conservo y porque tengo este cuaderno fuerte y tres lapiceras, mis únicos bienes. Escribo para mí aunque no hay historia ni a nadie le importa lo que me pase. Soy, creo, un hombre de papel, grafemático, que ha leído lo que le caía en las manos, vorazmente, aunque después lo olvidara.
En “El palacio de la luna” Auster narra las peripecias de M.S. Fogg y cuando lo leí me impresionó el despojamiento paulatino de Fogg, su falta de empleo, la venta de las escasas pertenencias, los libros heredados y ese dormir  peligroso en el nocturno Central Park. ¿Terminaré yo también en una plaza pública?  Me impresionaba porque Auster lo cuenta con morosidad, deteniéndose en los detalles pequeños, haciendo sentir la evaporación de la materia, de todos los objetos que podrían parecer imprescindibles.
Los libros de Auster y Mc Ewan, las poesías de Quevedo fueron los últimos que yo vendí. Antes había colocado en cajas escrupulosamente a la poesía latinoamericana y los ensayos sobre ella. En otra marcharon Borges y Cortázar, juntos, porque se llevarían bien, pese a las diferencias. En realidad, en esos días, llenar cajas de acuerdo con criterios clasificatorios arbitrarios se había convertido para mí en una obsesión. Liquidé adornos de calidad dudosa en lotes que incluían piezas de la vajilla familiar, de porcelana, hasta souvenirs y artesanías traídas de viajes por América. Había rematado los muebles y conservaba sólo un colchón, un estante empotrado, la mesa de la cocina y una silla desvencijada. Las cajas que mucho tiempo antes había conseguido en distintos supermercados se alineaban vacías e insomnes.
No estaba triste ni desesperado todavía, pese a que me habían cortado la luz por falta de pago y que seguramente el gas y el agua correrían la misma suerte. A veces me pregunto qué cosa hizo de mí un fracasado, qué me marcó como para que no pudiera sobrevivir en este mundo, en este país, en este lugar ni creo que en ningún otro. No sé y ya no intento encontrar la respuesta. Tal vez ser hijo único, quizá quedar huérfano demasiado joven con una carrera inconclusa y una voluntad  débil. Quizá una salud  pálida que se quebraba ante una ráfaga de viento del sur o la falta de amigos por ese migrar de un sitio a otro del país detrás del trabajo de mi padre. Lo cierto es que cuando quedé solo, sin familia intenté buscar empleos. Duraron poco porque me enfermaba seguido y faltaba demasiado. La cama me llamaba y me hundía entre las sábanas sudadas en un sueño  incesante. De pronto las rodillas cobraban fuerza y ahí estaba yo, vivo otra vez, resucitado, pero sin empleo. Mi educación tan literaria no me servía para nada. No hablaba lenguas modernas ni siquiera sería una buena institutriz ni un antiguo maestro pese a que sí sé latín y griego. A nadie le importa eso. Coloqué carteles: Preparo alumnos primarios, secundarios, ingreso a la Universidad. Sólo vino un muchacho, tres clases y no volvió más.
Hasta hoy me las rebusqué con la comida, fui barriendo metódicamente las alacenas de la cocina y preparando caldos dudosos de fideos y gorgojos o arroz con granos de lentejas. Recordaba a Fogg y cómo conservaba la manteca y la leche en el alféizar de la ventana para que se enfriaran; yo ni siquiera tengo eso para guardar. Hoy llegué al límite. Nunca me había pasado de andar sin un solo peso en el bolsillo. No podía comprar nada y no me quedaba nada por vender.
Había caminado el barrio y agotado el fiado en las despensas y kioscos; recogía hojas de verdura y tomates pasados en los días de feria, yo una flaca figura que no sabía pedir ni aplicar lo que los Lázaros y Pablos de mis lecturas lograban  con picardía e ingenio ante la vida adversa.
Hoy se terminó el jabón, una delgada lámina que administraba con sabiduría para mantener un aspecto humano. Ser limpio. Pobre pero honrado.
Cuando nada de espuma quedó, cuando el agua se deslizó entre mis manos vacías sentí eso: el vacío indiferente.
Camino por el parque, es domingo y los chicos tiran pan a los gansos del estanque. Me arrimo a ellos, a los chicos, no a los gansos que graznan y me asustan. Logro rescatar un trozo de galleta y la meto en la boca ávida. Una madre se acerca y me espanta, un esperpento yo, hambreado y ya sucio.
No dará esto para mucho más. Un día o dos, quizá. Me siento menos solo cuando escribo en este cuaderno resistente; perdí una lapicera y esta otra se está acabando.
 No tengo yo la suerte de Foggs, ni un viejo  inválido al que haga de lazarillo y le lea los diarios y novelas favoritas.
Ya no tengo libros propios pero mi memoria almacena algunos poemas perdurables y repito, repito algunos versos que me consuelan o entristecen, depende.
No me aflige morir; no he rehusado
Acabar de vivir, ni he pretendido
Alargar esta muerte que ha nacido
A un tiempo con la vida y el cuidado

Aquí termina la escritura, desgarbada, apretada la punta de la lapicera sobre el papel.  Una marca. Nada he resuelto: averiguar sin duda, pero sabiendo que el resultado será incierto: otro vagabundo. Y miles de citaciones en las comisarías.
Lo que he de decidir, primero es qué decir a Juan sobre el contenido del cuaderno Rivadavia.

1 comentario:

  1. Lila,

    en general el cuento me pareció bien escrito, con buenas descripciones, especialmente el primer párrafo. Hay, sin embargo, algunos elementos que me confundieron, por ejemplo: Si estaba tan pobre ¿Dónde vivía? El personaje menciona que le han cortado la luz , es decir tiene un domicilio, pero si lo tiene, ¿cómo lo paga? Ya que si lo paga entonces no está tan pobre. Por otro lado si la casa es de él, ¿por qué no la vende? A mi me dio la impresión de que se trataba de alguien que había conocido tiempos mejores, no en vano, dominaba lenguas muertas y menciona haber heredado libros y porcelanas, lo más lógico es que la casa donde vivía también fuera heredada. Bueno, esas cositas hacen ruido, sobre todo cuando se ve que la prosa es cuidada, y la idea interesante. Por último, me habría gustado saber más acerca de cómo un hombre educado y sensible, que tuvo alguna vez un buen pasar, llega a ese nivel de degradación tan espantosa. Es un personaje interesante sobre el que dan ganas de leer más.

    Abajo incluyo otros comentarios.

    Eduarda

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