domingo, 19 de junio de 2011

EJERCICIO DEL MES. Escribir un cuento que incluya uno y solo uno de los fragmentos propuestos. Esa inclusión puede ser en un bloque o varios, pero la consigna es no cambiar una sola coma del fragmento elegido. Ver opciones.

sábado, 18 de junio de 2011

Noche eterna (ejercicio)

Emilio La Rosa

       La conocí por la mañana muy temprano cerca de un cerro donde se había refugiado para pasar la noche. Yo había dormido en el farallón opuesto que limitaba el flanco norte de la pequeña playa del pueblo, adonde llegué en busca de trabajo. Ese día me desperté con el sol y con muchas ganas de ir a buscar un empleo, pero en lugar de subir por la escalera norte, mi atención se distrajo en una gaviota que volaba muy cerca dirigiéndose hacia el sur, y sin darme realmente cuenta de mi actitud, la seguí hasta que el cerro me cerrara el paso. Estaba como hipnotizado y recién en ese lugar me acordé de mi tarea pendiente. Busqué la subida y en su lugar encontré una pequeña cabaña al parecer abandonada, quise entrar y empujé la portezuela que se abrió con dificultad haciendo un ruido de bisagras oxidadas. Al interior pude divisar una silueta y escuchar una voz femenina que suplicaba me quedara afuera. Permanecí en la entrada mirando el mar y cuando ella salió y pude verla a la luz del sol naciente, una emoción inédita recorrió todo mi cuerpo, la sentí en la piel y mis ojos la reconocieron sin haberla visto nunca antes. Deseaba abrazarla, acariciarla, decirle que la amaba sin siquiera saber nada de ella. Entonces, solo pude balbucear mi nombre y ella sonriendo, pronuncio el suyo. Se llamaba Norma y también había dormido en la playa.
       En ese instante recordé que la había soñado esa noche; era ella la mujer que se ahogaba en el mar y gritaba pidiendo auxilio. Yo había tratado de salvarla y al cabo de algunos minutos la saqué inanimada y desesperado solicitaba ayuda para revivirla, pero todo fue vano. Al recordar esa pesadilla, tuve miedo, creí que estaba frente al fantasma de la ahogada, la quedé mirando en silencio con deseos de correr, pero una fuerza me lo impedía, estaba paralizado por el miedo o quizás por su belleza, porque todo en ella era perfecto, su mirada, su sonrisa, sus labios y su cuerpo. Norma irradiaba un tal magnetismo que parecía una criatura bajada del cielo. Ella se dio cuenta de mi turbación y fijando sus ojos en los míos, rompió el silencio para invitarme a tomar desayuno. Ese día no pude buscar trabajo porque se lo dediqué a ella, paseamos por las calles del pueblo, almorzamos en el restaurant de la plaza mayor y luego volvimos a la playa para contemplar el mar y conversar sobre nuestras vidas. Al final del día, me propuso ir en su carro a algún lugar para tomar un trago.
       Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. La nieve comenzaba a caer en pleno otoño. “El clima está loco”, pensé y seguimos caminando rápidamente. Norma no se acordaba donde lo había dejado la noche anterior y tuvimos dando vueltas por el pueblo durante más de una hora. La luz artificial de los postes alumbraba con dificultad las calles y la penumbra me provocaba una cierta desazón, no me sentía en seguridad, ella tampoco. Entonces, le pedí que hiciera un esfuerzo para que recordara adonde lo había estacionado, le mencioné varios lugares: la iglesia, la municipalidad, el cine, el mercado, el cementerio... No bien terminé de pronunciar la última palabra, que ella me interrumpió repitiéndola a gritos llena de entusiasmo y regalándome un beso en la mejilla. Me quedé tan sorprendido que no pude retribuirle ese beso y solo atiné a señalarle la dirección que debíamos tomar.
       Cruzamos el cementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Al ingresar al camposanto, la sentí tensa y temerosa, pensé que tenía miedo de la noche sin luna que dejaba caer un manto gris sobre el pueblo y lo hundía en una oscuridad tenebrosa, propicia a la salida de las almas. Apuramos los pasos en busca del coche y al volver mi rostro pude distinguir una imagen fantasmal que nos perseguía. Norma también la vio y empezó a correr, yo la seguí asombrado de su reacción porque imaginé que eran los efluvios fosforescentes de los cadáveres allí enterrados, quise explicarle, pero ya estaba lejos, caminé rápido para tratar de alcanzarla y cuando estuve muy cerca, me jaló bruscamente de la mano a la vez que me decía que corriéramos hacia su auto. El trayecto se hizo largo, Norma seguía hablando, sentía la imagen detrás de ella y escuchaba el ruido de sus pasos. Yo solo oía su voz, y al voltear la cabeza vi nítidamente esa imagen que tenía un parecido con ella. Creí que era el alma de uno de sus familiares y ahora si tuve miedo y aumenté la velocidad de mis pasos. Llegamos al coche, nos metimos adentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no pudimos arrancarlo. Ella acercó su cuerpo pidiendo protección, la abrasé y le susurré al oído que no había nada que temer, que todo era una ilusión. En ese momento di gracias a ese espíritu porque me había permitido tenerla muy cerca de mí, y como dos antiguos compinches nuestros cuerpos se reconocieron y nos sentimos fuertes y capaces de afrontar cualquier peligro, cualquier desafío. Ambos nos miramos y luego dimos una ojeada al exterior, la imagen fantasmal se alejaba.
       No pudimos hacer marchar el coche y decidimos cobijarnos en un hotel. Fue la noche más larga de mi vida porque duró miles de años, vividos lentamente para conocer nuestros cuerpos. Mis manos caminaban por todos sus recovecos, subiendo y bajando por curvas y montañas, explorando cavidades profundas y húmedas, lo mismo hicieron mis labios, mis ojos y mi olfato. La suavidad de su piel, la fragancia de su cuerpo, la redondez y consistencia de sus posaderas y de sus senos, la sensualidad de sus labios, nada de ello me fue extraño, todo lo acaricié, acercándome más y más, hasta fundirme con ella. Nos amamos una eternidad nocturna hasta que el sol se despertara y nos recordara el tiempo, ese maldito cronos que nos hace mortales. Esa noche perdimos nuestra condición humana, porque la fusión nos hizo eternos e invulnerables.
       Entre tanto, el espíritu que nos había perseguido la noche anterior no se dio por vencido, había errado toda la noche en busca de mi amada y al amanecer la localizó en el hotel. Ingresó a la habitación rompiendo la puerta y de un gesto violento y brusco la sacó de la cama. Yo sentí un dolor terrible como si me hubiesen extirpado el corazón. Norma estaba desnuda y así la cargó y se la llevó. No pudimos impedirlo, sin esa unión ya no éramos invencibles y ese espíritu tenía una fuerza sobrehumana y de un solo soplo me tiró al suelo. Quise liberarla de sus garras, me abalancé sobre la imagen fantasmal y solo recuerdo haber recibido un golpe en la cabeza que me dejó sin sentido. Al retomar conciencia me di cuenta que tenía una herida en la frente que había sangrado, me lavé la cara, me quité la camisa manchada y salí corriendo en busca de mi amada, no encontré a nadie que me diera razón de ella, todos pensaban que estaba loco y se reían de mi. Entonces, me encaminé hacia el cementerio, indagué por todos lados y casi al atardecer cuando había recorrido más de la mitad de las tumbas, leí en una de ellas su nombre: Norma Medina Rodríguez, nacida el 22 de junio de 1944, fallecida el 5 de agosto de 1961. Retrocedí impulsado por un pánico terrible, volví a leer la inscripción para asegurarme que no era una ilusión o un sueño, pronuncie varias veces su nombre para convencerme que estaba frente a la tumba de la mujer que horas antes había amado con toda mi alma, lloré como un niño abandonado, perdí la noción del tiempo y me quedé dormido junto a su tumba hasta que los primeros rayos del sol me despertaran, caminé sin rumbo por las calles en busca de información y encontré a alguien que me indicó la dirección donde vivían sus padres. Cuando llegué y toqué la puerta me percaté rápidamente que no había nadie. No quería irme de ese pueblo adonde había llegado en busca de trabajo sin tener mayores explicaciones de lo vivido, quería saber algo más de ella, sobretodo lo acontecido antes de su muerte, fui a la iglesia con la esperanza de hablar con el párroco y pude conseguir la información que me faltaba. Norma se había ahogado hace cinco días en la playa, ella vivía con sus padres y al parecer nunca tuvo un enamorado o no tuvo tiempo para amar a alguien porque la vida se le cortó a los diecisiete años, yo tenía en esa época veinte. Hoy que recuerdo esta historia ha transcurrido más de medio siglo pero tengo la sensación que todo sucedió ayer. Nunca más pude amar a otra mujer como si Norma hubiese bebido todo mi amor y se hubiese llevado mi alma.

Ejercicio de Eduarda

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Ejercicio de Carlos Arroyo

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Ejercicio de Norberto

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El botín (Ejercicio)

Pandora

Ejercicio de Nelson

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viernes, 17 de junio de 2011

Escrituras (ejercicio)

Lila

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Escrituras (Ejercicio)

El cuaderno Rivadavia de tapas duras fue encontrado en un hueco de un viejo ombú del parque Garay, al oeste de la ciudad de Santa Fe. Un grupo de chicos que pateaba una pelota en la cancha del parque hizo un alto en el juego y marcharon hacia la sombra de arbustos cercanos entre los que reinaba un ombú añoso. Algunos se tiraron  en el suelo con la cabeza apoyada en los troncos retorcidos del árbol; otros treparon ramas arriba y sólo uno se acostó boca abajo sintiendo en la cara sudada la cosquilla hirsuta de los pastos crecidos. Al cambiar de posición para acomodarse mejor descubrió oculta la tapa del cuaderno y el cuaderno mismo. Para él, para todos ellos el juego había virado hacia el misterio.


Trataron de leer ―tenían entre once y trece años― pero la caligrafía era confusa y las palabras aún más. Después de consultas y cuchicheos  decidieron sortearlo; en realidad a nadie le interesaba demasiado el trofeo. No pocos recordaban las recomendaciones familiares de no recoger ni tocar objetos de la calle; a pesar de que el cuaderno estaba bastante limpio y no parecía portador de gérmenes, la mayoría se alegró de no haber resultado ganador.
Juan, el descubridor del Rivadavia, se quedó con él y  lo trajo a nuestra casa, inseguro todavía de cómo sería recibido.
―Está lleno de palabras y no se entiende nada, pero no es de nadie. Leelo, ma ―dijo con una mezcla de ingenuidad y la certeza de que el que encuentra algo debe quedárselo. Y esta vez le había tocado a él, no era plata ni un juego de la play, pero sabía que podía ser interesante.
Le prometí  leerlo y después contarle y después, después veríamos quién era el dueño.
Lo que sigue es la transcripción del cuaderno de tapas duras.

No sé cuánto tiempo voy a vivir ni si quiero vivir. Me dejo ir en la sangre licuada, tampoco sé ya si son muchos o pocos los glóbulos rojos, deben ser, sí, pocos por el cansancio que tengo. Escribo porque es una de las pocas facultades que conservo y porque tengo este cuaderno fuerte y tres lapiceras, mis únicos bienes. Escribo para mí aunque no hay historia ni a nadie le importa lo que me pase. Soy, creo, un hombre de papel, grafemático, que ha leído lo que le caía en las manos, vorazmente, aunque después lo olvidara.
En “El palacio de la luna” Auster narra las peripecias de M.S. Fogg y cuando lo leí me impresionó el despojamiento paulatino de Fogg, su falta de empleo, la venta de las escasas pertenencias, los libros heredados y ese dormir  peligroso en el nocturno Central Park. ¿Terminaré yo también en una plaza pública?  Me impresionaba porque Auster lo cuenta con morosidad, deteniéndose en los detalles pequeños, haciendo sentir la evaporación de la materia, de todos los objetos que podrían parecer imprescindibles.
Los libros de Auster y Mc Ewan, las poesías de Quevedo fueron los últimos que yo vendí. Antes había colocado en cajas escrupulosamente a la poesía latinoamericana y los ensayos sobre ella. En otra marcharon Borges y Cortázar, juntos, porque se llevarían bien, pese a las diferencias. En realidad, en esos días, llenar cajas de acuerdo con criterios clasificatorios arbitrarios se había convertido para mí en una obsesión. Liquidé adornos de calidad dudosa en lotes que incluían piezas de la vajilla familiar, de porcelana, hasta souvenirs y artesanías traídas de viajes por América. Había rematado los muebles y conservaba sólo un colchón, un estante empotrado, la mesa de la cocina y una silla desvencijada. Las cajas que mucho tiempo antes había conseguido en distintos supermercados se alineaban vacías e insomnes.
No estaba triste ni desesperado todavía, pese a que me habían cortado la luz por falta de pago y que seguramente el gas y el agua correrían la misma suerte. A veces me pregunto qué cosa hizo de mí un fracasado, qué me marcó como para que no pudiera sobrevivir en este mundo, en este país, en este lugar ni creo que en ningún otro. No sé y ya no intento encontrar la respuesta. Tal vez ser hijo único, quizá quedar huérfano demasiado joven con una carrera inconclusa y una voluntad  débil. Quizá una salud  pálida que se quebraba ante una ráfaga de viento del sur o la falta de amigos por ese migrar de un sitio a otro del país detrás del trabajo de mi padre. Lo cierto es que cuando quedé solo, sin familia intenté buscar empleos. Duraron poco porque me enfermaba seguido y faltaba demasiado. La cama me llamaba y me hundía entre las sábanas sudadas en un sueño  incesante. De pronto las rodillas cobraban fuerza y ahí estaba yo, vivo otra vez, resucitado, pero sin empleo. Mi educación tan literaria no me servía para nada. No hablaba lenguas modernas ni siquiera sería una buena institutriz ni un antiguo maestro pese a que sí sé latín y griego. A nadie le importa eso. Coloqué carteles: Preparo alumnos primarios, secundarios, ingreso a la Universidad. Sólo vino un muchacho, tres clases y no volvió más.
Hasta hoy me las rebusqué con la comida, fui barriendo metódicamente las alacenas de la cocina y preparando caldos dudosos de fideos y gorgojos o arroz con granos de lentejas. Recordaba a Fogg y cómo conservaba la manteca y la leche en el alféizar de la ventana para que se enfriaran; yo ni siquiera tengo eso para guardar. Hoy llegué al límite. Nunca me había pasado de andar sin un solo peso en el bolsillo. No podía comprar nada y no me quedaba nada por vender.
Había caminado el barrio y agotado el fiado en las despensas y kioscos; recogía hojas de verdura y tomates pasados en los días de feria, yo una flaca figura que no sabía pedir ni aplicar lo que los Lázaros y Pablos de mis lecturas lograban  con picardía e ingenio ante la vida adversa.
Hoy se terminó el jabón, una delgada lámina que administraba con sabiduría para mantener un aspecto humano. Ser limpio. Pobre pero honrado.
Cuando nada de espuma quedó, cuando el agua se deslizó entre mis manos vacías sentí eso: el vacío indiferente.
Camino por el parque, es domingo y los chicos tiran pan a los gansos del estanque. Me arrimo a ellos, a los chicos, no a los gansos que graznan y me asustan. Logro rescatar un trozo de galleta y la meto en la boca ávida. Una madre se acerca y me espanta, un esperpento yo, hambreado y ya sucio.
No dará esto para mucho más. Un día o dos, quizá. Me siento menos solo cuando escribo en este cuaderno resistente; perdí una lapicera y esta otra se está acabando.
 No tengo yo la suerte de Foggs, ni un viejo  inválido al que haga de lazarillo y le lea los diarios y novelas favoritas.
Ya no tengo libros propios pero mi memoria almacena algunos poemas perdurables y repito, repito algunos versos que me consuelan o entristecen, depende.
No me aflige morir; no he rehusado
Acabar de vivir, ni he pretendido
Alargar esta muerte que ha nacido
A un tiempo con la vida y el cuidado

Aquí termina la escritura, desgarbada, apretada la punta de la lapicera sobre el papel.  Una marca. Nada he resuelto: averiguar sin duda, pero sabiendo que el resultado será incierto: otro vagabundo. Y miles de citaciones en las comisarías.
Lo que he de decidir, primero es qué decir a Juan sobre el contenido del cuaderno Rivadavia.

jueves, 2 de junio de 2011

Diapositivas

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por Carlos

        Retengan la siguiente instantánea: otoño, el perecedero amarillo de una línea de álamos se superpone, como un amplio brochazo, sobre la masa verde oscura de pino negro que se incauta de la montaña. Del suelo escapa el vaho del rocío recalentado por un sol zascandil, un sol que se asoma para comprobar que la noche apenas cambió las cosas de ayer tarde. Hay un cuco, un cuco como de cuento. También una cigüeña tardía que machaca el ajo en lo alto de una peña; es un ruido, ya saben, como si un tipo nervioso golpease dos tablas planas con la rapidez de una máquina de coser. 
         Pongamos más movimiento. Hagamos ahora que sople una brisa fría, una brisa que bate la puerta de lona de mi tienda de campaña, una tienda canadiense de algodón, pesada y recia, como se hacían antes. La puerta está abierta, y yo tengo los pies afuera; me estoy poniendo las botas, aún con el cuerpo dolorido por dormir sobre el suelo, entumecidos los huesos por el frío de la pasada noche (el agua de la cantimplora se heló en la madrugada). Me estoy calzando, digo, unas horribles botas rígidas de montaña, sobre las medias de lana tosca. Llevo puestos —lo refiero a modo de prueba gráfica— unos bávaros de paño negro, y es que importa señalar que esto pasó hace tanto tiempo, que aún se estilaba vestir en el monte a la germana.
         Por haber, hay esta mañana un activo sosiego, una como felicidad en el vaho alborotado que se atreve a hacer el viaje entre mi boca y las botas. Mi gorro de lana tiene una borla que pende libre, casi suelta, como la de un legionario, y esa borla simula nerviosos intentos de escapada en todas las direcciones. Me pongo en pie, subo la cremallera de mi chaqueta, doy un par de pasos. El suelo está mullido, las botas hacen al pisar un ruido sordo que me agrada; el viento se restriega contra los árboles, como una corriente ancha de agua seca e invisible, enloquece las hierbitas ralas y pobretonas del suelo, arrea las nubes hacia la cima de Cabeza Jarosa.
         Me desperezo, atesoro una bocanada bien colmada de aire y acabo dejándola escapar por la nariz, pienso en lo reconfortante que resulta no pensar en nada, regreso a la tienda, saco el mechero, el hornillo de gas, pongo sobre él la cantimplora y enciendo la llama al socaire de las lonas, derrito el hielo, templo el agua, deslío la leche en polvo, saboreo la quietud de las cosas, la consistencia del momento, esos detalles que tanto complacen cuando se está medio dormida. Río para mí, canturreo, me estremezco de frío, me avergüenzo de ser tan tonta, me rasco la cabeza por debajo del gorro, bostezo.
         A unos diez metros de mi tienda hay otra, naranja, cerrada. Es la de Patita y Martín. Duermen, supongo; callan por lo menos. Hay un acuerdo tácito que consiste en separar las carpas al menos lo necesario para que no sufra la intimidad. Tomo mi café soluble, sentada en una piedra, con un regocijo rústico, como de gorrión que se acicala en un cable eléctrico. Minutos después Martín suelta un rebuzno, un aullido, una panoplia de ruidos que inauguran la mañana. Sé que ahora vendrán sus risas confinadas, las protestas de juguete, los manotazos, las chepas en la lona aquí y allá. Tardarán en salir porque tal vez es éste el mejor momento de la jornada, el del cálido interior, el tibio catre de sacos, la pereza, el minúsculo triángulo de lonas tornasoladas.
         Tomo mi cabeza entre las manos, los codos apoyados en las rodillas, todo es correcto, todo suave, todo grato. Apetece respirar bien profundo, cerrar los ojos y escuchar el paso amostazado del aire, subirse la capucha, plegarse a una agenda donde la hoja de hoy está en blanco. Alguien chista: Armando despertó, me mira desde nuestra tienda, su cara asoma por la puerta, sonriente, picarona, afectuosa. Es tan joven que sorprende que obtenga el permiso de mis padres para traerme, cada fin de semana, a este calvero intransitado que, pomposamente, llamamos el campamento de invierno. Parlotea sin sonidos, pronuncia con énfasis mudo, exagera el movimiento de los labios para que yo comprenda a esa distancia lo que me está diciendo. Reconozco las palabras en el ñoño bailoteo de sus labios pálidos: «Mucho, mucho, siempre, siempre», nuestra divisa. Sonrío y le guiño un ojo que es un acuerdo, una rúbrica, la renovación de una promesa.


         Y ahora otra escena que se desarrolla quince años más tarde. Ya la vida se ha encargado de cambiar escenarios, cancelar planes, alterar destinos, subir y bajar el telón que nos empuja cada mañana a representar una nueva sesión; ya la suerte se ocupó de dar lustre a ese promisorio porvenir que todos tenemos por detrás. Nada fue como soñó la adolescencia, los personajes de antaño faltaron un buen día a los ensayos, se desvanecieron misteriosamente tres o cuatro certidumbres por las que antes nos habríamos batido, algunos amores tuvieron que ser atendidos de insultos leves por los facultativos.
         Subo bien de mañana con el coche hacia Collado Carburero, la carretera, estrecha y erosionada por las heladas, culebrea entre un espumoso océano de pinos. En el asiento trasero duermen Javier y el niño; el crío en su sillita para bebé, Javier atravesado, la cabeza contra la puerta, las piernas cruzando todo el habitáculo, la boca abierta como una mina de hulla.
         Dormido como una piedra.
         Avanzo con los faros antiniebla encendidos, guiándome por el caballón de nieve que separa el asfalto de la cuneta. Dentro el aire es cálido y seco, suena atenuada la música para no despertarlos. Fuera dejó de nevar hace un rato, pero grandes plastones blancos se precipitan desde las ramas apesadumbradas que abovedan la pista forestal. Ayer, sábado, se cumplieron tres años de nuestra boda, y aún escuece en un vergonzante rincón de mi recuerdo la imagen de Javier, leyendo con delectación la tarjeta que acompañó a mi regalo: «Mucho, mucho, siempre, siempre». Sí: la divisa que tenía con Armando. Miren, mi imaginación se resiente con el paso de los años, una no da para más. Nada grave, porque sólo yo sé que la tal fórmula no es nueva, ni genuina, ni exclusiva. Nada grave, ya digo, pero sí me ha producido con el paso de las horas una inquieta comezón, un desagradable sabor de boca. Lo mismo por eso los he embarcado en esta excursión absurda, en este día de perros. El Collado está desierto, aprovecho la inercia para saltar el pequeño talud y apartar el automóvil de la pista, las ruedas patinan en la nieve, el coche se estremece, luego se para. Apago el motor.
         Javier sigue dormido, ronca; anoche se acostó de madrugada, mirando por televisión un sin duda excitante partido de fútbol celebrado en las antípodas. Pero no duerme el niño, que mueve las manos y arquea el cuerpo en su silla para que lo coja. Le retiro el cinturón de seguridad, le tumbo en mi asiento, le embuto dentro del mono de plumas, le pongo el gorro de lana, cubro con una bufanda su cara de pepón, ruborizada por el calor del coche. Cierro la puerta con cuidado y me lo llevo en brazos a dar un paseo. Subo hacia el viejo campamento de invierno en medio de la niebla, azorada por un miedo similar al que una siente cuando telefonea a un amigo a quien relegó al olvido. Tengo el deseo clandestino de encontrar allí algún vestigio de un pasado borroso, el rastro negruzco de una fogata, el rectángulo difuminado de las zanjas donde las lonas vertieron el agua. Antaño no teníamos coche, y la marcha desde el último pueblo hasta ese campamento nos ocupaba toda la mañana; ahora es cuestión de media hora corta. El crío ha señalado con su mano los árboles, ha sonreído a un monstruo mitológico, luego ha cerrado los ojos.
         Subo con él, dormido entre los brazos, espolvoreo el azul marino de su mono con el vaho —cada vez más frecuente— de mi boca. Estoy mayor, desentrenada, y temerosa de que se me caiga en un resbalón; no debería haber venido y, sin embargo, hay un tiempo detenido que me espera allá arriba, la cámara funeraria de una pirámide en el fantasmal vacío de un campamento olvidado hace tres lustros. Me reencuentro con el camino, reconozco el acebo junto al regato, tomo hacia arriba la trocha que atraviesa el brezal, ahora angosta, casi impracticable por la falta de uso. El brezo ha embarrado de blanco mis pantalones, llevo al niño lo más alto posible, para que las ramas no lo mojen; duerme ajeno a la nostalgia, pertenece exclusivamente a este tiempo presente en que ha nacido, no hay aún litigio en su calendario: ni añora un momento anterior al que vive, ni desea un tiempo más prometedor que el que tiene.
         Llego por fin resoplando al calvero, del que el viento soberano ha barrido casi toda la nieve; incluso la niebla anda desconcertada, no sabe dónde ponerse. Allí hay dos tiendas, cosa que me produce un sobresalto ácido. Dos tiendas plantadas con la misma disposición con que clavábamos las nuestras; dos tiendas, y aquí el sobresalto se ha convertido en pánico, que son —ahora no cabe duda— realmente las nuestras. La de color naranja está cerrada, pero distingo la voz gamberra de Martín haciéndose el gracioso. Y la voz chillona de Patita que protesta, bromea, lamenta, se burla, pelea de mentiras. Retrocedo un par de pasos, asustada por la sola idea de que la cremallera de abra de repente. ¿Qué decir si asoma la cabeza rubicunda de Patita, y me ve, y se mete de nuevo para adentro, y sale al instante acompañada por la estupefacta cara de Martín al sorprenderme —quince años más tarde— espiándolos?
         Aprieto al crío dormido contra el pecho y él hace un gesto de fastidio; algo no ha cuadrado en la nube donde sueña, un color disonante, un estrépito de desamparo, quién sabe. Pienso con aprensión que esa mueca entraña un mal presagio, así que cuido de suavizar, con la yema de mi pulgar, la crispación agestada de sus cejas, hasta que recobra el semblante de sosiego, los párpados de mazapán, la paz de siempre. La cremallera de nuestra tienda —perdón, la de Armando— está abierta y, aunque no se ve el interior, un nuevo miedo se suma a los anteriores.
         Retrocedo confusa, para volver hacia el valle, pero al darme la vuelta me topo con él. Armando está junto a mí, trae del manantial una cantimplora llena. Ha debido de tener tiempo para contemplarme porque no parece sorprendido, más bien me examina con una inefable curiosidad: su mirada vale por toda una novela. No lo recordaba tan alto, no lo suponía tan joven. Busca una señal en mis ojos turbados, una historia en mi indumentaria, una definición en mis brazos. Está serio y lleva barba de cuatro días, el pelo amotinado, los bávaros de costumbre. Hago intento de eludirle, pero sus pasos interceptan los míos. Me toma de un hombro, me observa: «Tienes ojeras. ¿Has dormido mal?» Y luego, como no le contesto, me pregunta: «¿Ya desayunaste?» Le sonrío inerme, confusa, deseo huir, bajar la montaña a grandes trancos, avanzar hacia atrás o hacia delante, ya no estoy segura.
         Sacudo la cabeza, sumerjo mis dedos en su pelo alborotado, pero me siento incapaz de sostener la mirada. «Tengo que darle el biberón», le digo elusiva. Y le dejo allí arriba, mirando cómo me alejo, al pie de una tienda de campaña azul cobalto, en cuyo interior, tal vez (pero sólo tal vez), yo estoy plácidamente durmiendo.

miércoles, 1 de junio de 2011

El unicornio cautivo

por Eduarda
El unicornio cautivo.doc

Rumores

Esta soy yo

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Presentación de Graciela  (No es un cuento)

       Me llamaron Graciela sin consultarme y esto en mi recuerdo se remonta a no màs de cuarenta y tantos años. De haber podido elegir, me hubiese nombrado Madeleine y sería seguramente, la protagonista preferida de prestigiosos escritores.
       De cualquier modo y dada una personalidad que fui descubriendo cautivante y, en una interesante trayectoria de vida, fui cosechando amistades en todo el mundo, muchas de las cuales no se dieron por enteradas, lo que me llevó a pensar en mejorar mi conocimiento sobre idiomas extranjeros.
       De apariencia armónica aunque carente de grandes opulencias, deslumbro al sexo masculino cuando contoneándome, repiqueteo mis taquitos en las veredas*. Acostumbrada a despertar grandes pasiones, cuento en mi haber con un par de parejas, pero sólo una hija, claro, y como no podía ser de otra manera: la mejor. La más dulce, la más buena, la más linda.
       Estudiante destacada (vuelvo a mí), siempre. Me avoqué a desarrollar distintas carreras técnicas. También periodismo. Computación aplicada a ciencias contables. Alta Cocina y entre otras: Ceremonial y Protocolo. Lo que habla a las claras de mis apasionadas aunque un tanto desordenadas elecciones.
       Exacerbada mi imaginación con historias familiares de tesoros escondidos, y aventuras de las mil y una noches (dada una marcada ascendencia árabe), decidí ya en mi infancia, incursionar en la escritura. Es un intento que en la actualidad me quita el sueño, pero que sencillamente, no abandonaré. De la mano de Alfonsina Storni, Borges, Poe, Gabriel García Márquez, continúo descubriendo día a día el enorme placer que me provoca relacionarme con las letras. Aunque también para estimular en mi niña el enorme orgullo, que descuento, siente por mí.
       Atractiva, sensual, elegante, conformo una imagen exitosa, ganadora. Al punto que he acopiado varios títulos que me enorgullecen, como por ejemplo, el de Reina de la Primavera, en la escuela primaria.
       La mejor bailarina. Aprendí algo de danzas clásicas, folklore argentino, español, y tango. Con árabe tuve cierta dificultad a la hora de practicar la danza del vientre pues no había pasado tanto tiempo después de mi cirugía de cesárea.
       Tomé clases de canto, además, lo que agrega otra virtud para el que tiene la fortuna de conocerme. Deslumbro generalmente por la afinación y el tino que aplico en la elección de los temas. Lo que lógicamente les llevara a deducir cuan popular soy en mi círculo social.
       Amante de la estética, ejercito mis agraciadas formas en gimnasios tres veces por semana y, elijo cuidadosamente los alimentos que conforman mi dieta. Higiénica y saludable; sólo una sola pregunta me tortura: ¿Por qué estoy tan sola?
       Hija de José, pero no de María, sí de Norma, confieso que he vivido*, y los pocos errores que contabilizo, hoy son arrugas, cicatrices que me embellecen.
       Por todo lo expuesto, confieso:
Me gusta mi lugar; las noches de verano; cantar el himno nacional a los gritos; los vinos malbec refrescados; decir a tiempo cuánto amo; llorar hasta de risa. Y que VIVIR… NO ES PURO CUENTO.

*Silueta Porteña. Milonga
*Confieso que he vivido: memorias de Pablo Neruda.

Mujer de macetas llevar

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por Antonio

I
     Sos un perrito de tres colores, de tres distintos azules o de dos rojos y un verde. Pero no semáforo, sino de tonos lisos y difusos, como un ladrido cortito tipo pequinés, de esos que son puros saltos. No es para que lo tomes a mal. Ojalá yo fuera un bicho tan alegre. Soy más como un gato morrudo, de esos de entrecejo que miran cuando venís de lejos, listos para esquivarte, pero solo para junarte de un poco más allá... no perderte de vista... gato espiador. Pero no estábamos hablando de yo bicho. Estábamos en vos sol. ¿Sabías que difícil es acercarse y alejarse? No sonrías… sos más linda así... y entonces ya no te puedo decir más nada.  

II
 
    El otro día estaba acomodando un macetero en el living, medio en cuclillas. Entonces pasaste, sonreíste y saludaste... Levantando un brazo, lo llevaste de punta a punta, tipo señal de banderas... Cuando desapareciste por el lado derecho del ventanal grande, solo se vio tu mano, algo así como casi un segundo… Después solo quedé yo, viendo el recuerdo de ahí, de recién, saludando... Hasta que vino un perro cusco de esos oliendo jardines y me meó las caléndulas.


III

    Me encantó ayer el jean de las flores... Eran como dos macetas a tu lado, más bien dos macetas que te seguían.
Osvaldo dice: ridícula… Yo, que sos alegre. Además... además nada, son tus pantalones y son como tu sonrisa.
    Quizás dirías que voy muy lejos, pero los imaginé hechos un bollo, las flores sobresaliendo desde abajo de mi cama, al lado de mis mocasines negros y esa remera del mundial de Francia… Vestías solo tu sonrisa, en esas posiciones de las modelos, donde no se sabe si está sin ropa o solo escondiéndola... Y no, por más que me gustaría, no te veo desnuda.


IV

    Hoy es marzo. Siento que las hojas empiezan a amarillear y que el frío me apachurra un poco. Con los binoculares de mi tío te seguí cinco cuadras... después doblaste. Es raro ver que no sonreís. Digamos que cuando andás por ahí, de lejos, no sos vos y tu sonrisa. Solo una chica casi bonita, casi seria. Hay que tener en cuenta que yo veía que te ibas. Y ni siquiera te seguían tus macetas.


Final

    La cosa empezó casi como un favor. La Vasca, del almacén La Covadonga del Valle, decidió que cuatro años de luto eran demasiados. Primero había trabajado como autómata. La partida del Vasco había sido muy dura. Después había trabajado como una marrana, el bajón anímico, menos la polenta que le ponía su marido, habían dejado al boliche casi en la ruina. Ahora que más o menos se había recuperado, decidió que venían vacaciones. Una semana, mínimo. Le pidió a Vero que la cubriera.
– No te voy a mentir, no te puedo pagar mucho. Es más si me quedo en la playa siete días, no te puedo pagar nada hasta que no cobren los municipales. Pero si no se desbandan las viejas no va a haber problemas. Tratalas bien que ellas no sacan fiado. Ah, te dejo una lista de los que no les podés fiar ni el aire, ojo con esos.
    El primer día se aburrió mortalmente. Era cierto que no sobraba la plata. Tampoco compraban mucho las viejas. Y era 22 del mes. Cuando cerró se apareció por la esquina de siempre. No se le escapaba una alegría y eso nos dejó bastante preocupados. Ya dije que ella es su sonrisa. Al otro día sin mediar acuerdo todos fuimos a hacer los mandados a lo de la Vasca. Es más, alguno se quedó a cebarle mate. Como había gente todo el tiempo, una vieja se cruzó a preguntar si había alguna oferta. En realidad vino a bichar para después contarle a la patrona. Pero la Vero la acomodó. Revoleó los ojos para ver las latas con más tierra. “Hay de oferta empanadas de vigilia”, le mandó. Y le empezó a hablar de las bondades de los peces, el omega 6, el 7, el 8 y el 9. La remató con que Jesus no multiplicó vacas precisamente. Le hizo un precio combo, que incluyó empanadas de humita para mañana. La vieja la pensó, pero al final llevó todo... era la primera vez que había una oferta en La Covadonga. Le pasó el dato a la hermana por teléfono. Para las cinco no tenía más atún, a las siete y cuarto vendió la última caballa. Saltaba de alegría. En el segundo día había quintuplicado la caja.
    La verdad era de no creer. Me había reservado el último turno para cebar mate así nos íbamos juntos. Entonces como golpe de gracia, cayó por el boliche el hijo de Gutiérrez, el del mercadito de la plaza. Se ve que les había llegado el rumor pero no esperaba encontrarse con nosotros, sino con la Vasca, que no lo conocía. Saludó y preguntó por la dueña. Era hacer tiempo nomás. Ya estaba descubierto. Vero dijo que había ido a hablar por teléfono. Agregó que a un proveedor. Y a boca de jarro le preguntó si venía por la oferta. Él dudó... dijo que buscaba pan. Era para morirse de risa, en su local tienen panadería y todo. “No te puedo creer que se quedaron sin pan para la cena. ¿De ningún tipo...? Mirá, el único que tengo es este lactal. Llevalo y después lo pagás, que no sé el precio.” El pobre se batió en retirada. No tenía muchas luces. De más está decir que al otro día se lo cobró el doble. Ni chistó.
    Cerró y nos quedamos. Preparó unos regios sándwiches con el pan que no le había vendido al otro y se puso a controlar todo. El curro del atún iba a ser difícil de repetir. Se fue atrás y se puso a revolver las cajas. Media escondida encontró una caja de jardineras. Para ensalada ya estaba fresco. Las apiló en el mostrador en forma de piramide. Cortó una caja y le puso el cartel. Decía guiso a la francesa. La miré. “Es con crema y papitas noisette... pero sale igual de rico con papas en daditos.”
     Como estaba tan contenta fuimos a tomar un helado. Limón y frutilla. Le gustaba pedir eso. Lo mio era dulce de leche y dulce de leche. Le dije que me gustaba la camisa y dio una vueltita antes de sentarse. Se reia, nada que ver con ayer. “Después vamos a ver a los chicos”, decidió. Nunca podía hablar mucho con ella, es un torbellino de palabras. Al menos los helados los tomaba conmigo.
     Fue una semana linda, porque con sus curros estaba vendiendo mejor que la Vasca. Es más, cuando se enteró se quedó una semana más en la playa. El lunes me dijo que si iba todos los días la iba a tener que ayudar. Y yo respondí que si la ayudaba, ella tenía que ser mi novia. Me salió así. Se puso a mirarme detenidamente. Me contestó que si no la ayudaba “al menos que los mates estuvieran calientes”. Fue como un balde de agua fría.
     A decir verdad cuando lo pensé cinco minutos no me pareció tan mala su contestación. No me había echado, me había pedido ayuda... solo me preocupaba que estaba muy seria. Seguimos así hasta las once y cuarto. Cuando se llenó me baje de una silla escalera donde me sentaba y empecé a atender. Yo despachaba, ella cobraba. Cuando quise acordar había un chiquito nomas, que compraba caramelos para la escuela. Eran las 12:55. No teníamos mucha variedad, así que se llevó todo masticables. Verónica le regaló un chupetín de coca cola. A los cinco minutos apareció con un mate espumoso. Estaba más que contenta... Sin perder la sonrisa me aclaró que esto no la hacía mi novia. Y me besó.

Jóvenes e inocentes

por Pandora

       Cuando el detective Salvador Bosco llegó al callejón, la policía ya tenía acordonada toda la zona. Los curiosos se amontonaban a la entrada de la callejuela, con la esperanza de ver algo más.
       También estaban las principales cadenas de televisión y algunos periódicos.
       Salvador se abrió paso por entre la gente y llegó a la barrera, donde un policía de mediana edad le dio el paso.
       ―Es algo horrible. ―le comunicó el agente― Tiene la garganta dilacerada y hay sangre por todos lados.
       Salvador meneó la cabeza sin decir palabra.
       Caminó con pasos tranquilos hasta el cadáver.
       Era una adolescente de aproximadamente trece años. Estaba boca abajo, con la cabeza ladeada. Aunque se podía apreciar claramente el corte en el cuello, que dejaba la cabeza colgando de un hilo.
       Salvador sacó del bolsillo de la chaqueta unos guantes de látex y se los puso. Luego cogió una pinza grande, se agachó y comenzó a inspeccionar el cadáver.
       Llevaba una chaqueta vaquera, pantalones cortos, medias finas y botas altas. Era rubia, y se veía las pecas en el mochete.
       ―¿Dónde esta el forense? ―preguntó Salvador, sin quitar los ojos de la adolescente.
       ―Estoy aquí, Bosco. ―contestó el médico, saliendo de detrás de un contenedor.
       Salvador se incorporó y por primera vez desvió la vista del cadáver.
       ―¿Qué me puedes contar, Adrián?
       Adrián llevaba muchos años en el cuerpo de policía como médico forense, y había trabajado en más casos con Salvador Bosco que con cualquier otro detective. Se podría decir que su relación ya era más que de compañeros de trabajo.
       Era un hombre de sus cincuenta y tres años, corpulento, con una barba ya canosa y mal recortada. Sus gruesas gafas dejaban escondidos un par de ojos azules y cansados.
       Se había separado hacía trece años y su ex mujer le había quitado más de la mitad de sus bienes.
       ―Verás Bosco, la hora de la muerte es entre las dos y tres de la madrugada. La causa es clara, le cortaron el cuello con algo muy afilado, cortó la tráquea, esófago y todo. Tiene la cabeza colgando de apenas tres centímetros de piel, por la parte posterior del cuello.
       ―¿La han identificado? ―indagó Salvador.
       ―Aun no. Sabemos que, en esta zona, actúan algunas prostitutas y no sabemos aun si era una de ellas…
       Antes que pudiera terminar, Salvador meneó la cabeza en gesto desaprobador.
       ―Por Dios, Adrián, es solo una niña.
       En este momento llegó el capitán del Décimo Tercer Distrito,        Víctor Manuel Vazcaran, que saludó a Salvador con un cordial apretón de mano.
       Luego, hizo una señal para que Salvador le acompañara.
       ―Salvador, estamos delante de un claro caso de asesinatos consecutivos. Esta es la cuarta joven que encontramos.
       ―¿Crees que puede ser un asesino en serie?
       Víctor rascó la oreja, costumbre que tenía desde la adolescencia, cuando estaba nervioso.
       ―Todo indica que sí. La primera joven fue hallada en el parque nacional, en medio de una senda. Estaba de la misma posición que todas. Echada boca abajo con la cabeza ladeada.
       Salvador escuchaba atentamente al capitán y apuntaba en su libretita lo que juzgaba importante.
       ―La segunda, la encontraron en el baño de la estación central del metro. ―volvió a rascar la oreja ― No entiendo como logró el asesino dejar el cuerpo de la joven en el baño, ya sabes como es el movimiento en la estación central.
       Comenzó a caer una fina lluvia en la madrugada de otoño.
       ―La tercera, la encontraron en medio de la plaza del Butantã.        ―siguió el capitán.
       ―Y ahora esta. ―se limitó a concluir Salvador.
       El capitán Vazcaran meneó la cabeza en forma de confirmación.
       ―¿Y por qué solo ahora me habéis informado?
       ―La orden vino desde arriba, Salvador. Hasta ahora no nos habían dado permiso para involucrarte en la investigación.
       Salvador terminó de tomar nota de lo que era importante para él y se dirigió nuevamente adonde estaban el forense ordenando la retirada del cadáver.
       ―Adrián, cuando tenga el informe de la autopsia, quiero que me la envíe urgente.
       Dicho esto, Salvador se giró en los talones y se marchó.
       Aquella mañana le había comenzado bien, hasta que el capitán Vazcaran le comunicó la decisión de los superiores de mantenerlo fuera hasta una cuarta víctima.
       Eran pasadas las once de la mañana cuando Salvador cruzó la puerta de la comisaría del Décimo Tercer Distrito. Fue directamente a la sala del capitán y le pidió todo lo que tenían de las víctimas anteriores.
       Luego se encerró en la sala de conferencia y comenzó a analizar cada caso.
       En el primero, la joven era morena, catorce años. Estudiante de la ESO en un colegio concertado. Hija única de una familia de clase media alta. Padre médico, madre profesora de la Universidad de São Paulo.
       La segunda víctima, adolescente de trece años, atleta, también estudiante de la ESO, en un colegio público. Vivía con su madre, separada desde hacía dos años. El padre vivía en otro estado y había sido informado del suceso.
       Se había presentado en comisaría el mismo día por la tarde que le avisaron del suceso con su hija.
       La tercera joven, quince años, rubia, ojos azules, de nacionalidad europea. Hacía seis meses que estaba en el país como alumno de intercambio.
       La cuarta víctima, drogadita rehabilitada, vivía con su padre, alcohólico. Sufría abusos constantemente por parte de su padre.
Salvador ya estaba desquiciado. Mal había comenzado y ya estaba con el humo saliéndole por las orejas.
       No había coincidencia alguna entre las víctimas. Solamente que eran adolescentes.
       Volvió a examinar cada caso. Entonces se percató de que sí había una coincidencia.
       Todas frecuentaban la misma discoteca, la Piano’s.
       Aun que viviesen en partes distintas del municipio, se encontraban en el mismo local una o dos veces por semana. En los fines de semana.
       Inmediatamente fue hablar con el capitán.
       ―¿Pudisteis comprobar que todas las jóvenes se encontraban en el mismo local los viernes y los sábados? Frecuentaban la discoteca Piano’s.
       ―Salvador, ya estuvimos en este lugar, las jóvenes entrar con carnet falsos y no hay demasiado control. Pero mismo así no encontramos nada que pudiera apuntar a un sospechoso.
       ―Sabemos que el asesino actúa a cada seis o siete días. ―analizó Salvador ―Sabemos que las jóvenes frecuentaban esta discoteca. Sólo nos falta encontrar la persona que estuvo con las cuatro jóvenes y encontraremos al asesino.
       Dicho esto, Salvador no esperó la respuesta del capitán y salió del despacho como alma que se lleva el diablo.
       Llegó a la puerta de la discoteca pasada las tres de la tarde.        Sentía que su estómago le reclamaba la comida saltada por los estudios de los informes.
       El local estaba cerrado al público, pero mismo así, vio que una mujer terminaba con la limpieza y dejaba la puerta abierta.
Salvador entró.
       El local era una discoteca normal y corriente. Miró alrededor y pudo comprobar que había muchas mesas en la parte superior de la enorme pista de baile.
       Caminó hasta la barra que quedaba al otro lado de la pista, donde un barman reponía las botellas vacías.
       ―Buenas tardes, soy el detective Salvador Bosco. ― dijo enseñando la placa - ¿Conoces algunas de estas chicas?
       El barman se acercó y miró con desprecio las fotos que le enseñaba Salvador.
       ―No. ―contestó y se marchó.
       Salvador esperó pacientemente a que el barman volviera a pasar por allí. Y antes mismo de que pudiera razonar, saltó sobre la barra y agarró al barman por el cuello de la camisa y le atrajo hasta sí.
       ―Le he preguntado si conocía una de estas chicas, pero aun no he terminado contigo. ― dijo.
       El barman estaba asustado. Se le veía los ojos abiertos como platos.
       ―Ya, ya le he, he di, dicho que no las conozco. ―tartamudeó el barman.
       ―¿Quién podría conocerlas mejor que un barman? Así que abre esta bocaza y suelta lo que sabes o te arrepentirás.
       ―Ya estuvieron la policía aquí, y ya les dije lo que sabía. ―dijo el joven temblando.
       Salvador era paciente. De sus muchos años en el cuerpo, solo había perdido la cabeza una vez.
       Cuando había llegado a su casa y había encontrado a toda su familia, mujer y dos hijas, asesinadas en el salón.
Desde entonces, Salvador Bosco era el mejor detective de toda la historia de la policía de Brasil.
       Se dedicaba por completo. Veinticuatro horas al día para cada caso y no descansaba hasta encontrar el culpable.
       Ya le habían jurado de muerte tantas veces que ya había perdido la cuenta, sin embargo, seguía vivo y atrapando a los delincuentes.
       ―Vamos a dar una vuelta para que te aclare las ideas. ―dijo en el mismo momento que sacaba al barman por encima de la barra.
       Luego lo arrastró hasta el aparcamiento de la discoteca, donde sacó su pistola.
       ―Si quieres mantener lo que tienes entre piernas, es mejor que hables, chaval, de lo contrario, te dispararé en esta polla sucia que tienes y te dejaré aquí para que te desangre.
El barman sabía que aquel hombre con cara de psicópata hablaba en serio. Decidió cantar.
       ―Conocía a dos de las chicas de las fotos. ―dijo.
Salvador volvió a sacar las fotos y las entregó al barman.
       ―Esta. ―enseñó la foto de la primera víctima ―Venía todos los viernes y todos los sábados. Me acuerdo por que bebía mucho, demasiado para una joven de dieciocho años…
       ―Catorce, tremendo hijo de puta, esta joven tenía sólo catorce años. ― le gritó Salvador.
       ―Siempre me enseñaba un carnet, donde decía que ella tenía dieciocho años. No estoy aquí para juzgar quien miente o no. Estoy para servir copas. Mucho hago en pedir el carnet.
       Salvador bufó. ¿Sería de esta vez que perdería la paciencia? ¡No! Salvador respiró dos o tres veces antes de volver a hablar.
       ―¿Con quién estaba? ¿Qué viste que me pueda servir de ayuda?
       ―No he visto nada, tío…
       ―No soy tu tío. Soy detective. Detective Salvador Bosco. Y es mejor que me diga algo y rápido.
       El barman mostró la foto de la última víctima.
       ―Esta chica, también la conozco. Solía venir de vez en cuando, a lo mejor a cada quince días. Lo recuerdo por que era una excelente bailarina. Una vez que conseguía el chute se metía en pista y estaba hasta que cerrábamos.
       ―¿Con quien venía?
       ―No lo sé. A una, sólo le servía copas y a la otra, la miraba bailar. Nada más.
       Entonces Salvador le pidió las cintas de vigilancia.
       ―Ya están con la policía, todas.
       Salvador le dio un puntapié en la espinilla, guardó la pistola y se marchó.
       Estuvo el resto de la tarde y de toda la noche viendo las cintas de seguridad.
       En todas ellas aparecía un joven vestido de negro y collarín. Parecía un cura. Siempre estaba hablando con las jóvenes, pero desaparecía antes de que ellas se marcharan. En las cintas, el “cura”, por llamarlo así, no tenía ningún roce con las víctimas. Sólo se le veía hablando con ellas, sin siquiera tocarlas.
       En algunas ocasiones les quitaba la copa de las manos. Nada más.
       Salvador decidió buscar al cura.
       El viernes por la noche, se plantó en la puerta de la discoteca a esperar que apareciera el misterioso cura.
       No tardó en aparecer. Llegó solo en un scort descapotable, aparcó y se miró al espejo retrovisor para colocar bien el cabello negro.
       Salvador le interceptó de camino a la portería.
       ―Buenas noches, padre. ―dijo acercándose a grandes zancadas.
       ―Buenas noches, hijo. ¿En que puedo ayudarle?
       Salvador no se lo podía creer. Un cura de sus treinta años llamándole hijo.
       ―Verás padre, soy el detective Salvador Bosco ―se presentó―. Me gustaría hablarle sobre algunas de sus amiguitas…
       El cura extrañado le preguntó de qué amiguitas hablaba.
       Salvador le invitó a acompañarle a comisaría y el cura aceptó.
       Una vez allí, Salvador le enseñó las fotos de las jóvenes muertas, las cintas de vigilancia donde se veía claramente sus conversaciones con las adolescentes.
       ―Solamente intento sacarlas de este mundo de perdición ―declaró el cura―. Hablamos, pero luego las dejo que piensen en lo que digo. Nada más.
       ―Verás padre, no me lo creo en nada de lo que me has contado. Usted podría estar afuera esperándolas para secuestrarlas y luego matarlas.
       ―Jamás ―grito el cura―. Soy un siervo de Dios, jamás podría quitar la vida de una persona, y menos aun a una joven indefensa.
       ―Esta usted detenido padre, por el asesinato de las cuatro jóvenes. Todo lo que diga será usado en tu contra, si no tienes abogado, se te asignará uno de oficio. ―dijo Salvador mientras abría la puerta para dejar paso a dos agentes.
       Una vez solo en la sala de conferencia, Salvador Bosco no se sentía totalmente convencido de su detención. Había algo que le fallaba.
Había visto las cintas de vigilancia muchas veces y no acababa de comprender qué podría ser.
       Decidió verlas una vez más.
       Entonces encontró lo que buscaba. Detrás del cura, en diversas ocasiones estaba aquel hombre. A veces se presentaba de perfil, a veces de espalda, pero le era muy conocido a Salvador Bosco.
       Inmediatamente salió de la sala de conferencia e irrumpió en el despacho del capitán.
       ―No es el cura. ―dijo.
       El capitán atónito se levantó de la silla.
       ―¿Qué quieres decir Bosco, cómo no es el cura?
       Salvador tomó asiento y procuró explicar al capitán.
       ―El cura sólo era un medio para escoger la víctima. El verdadero asesino es diestro y en todo el momento pude fijarme que el cura es zurdo. Mientras él hablaba con las jóvenes, el verdadero asesino, estudiaba el terreno y a que joven podría llevarse.
       ―¿Bosco, cómo esta seguro de esto?
       ―Muy simple, el individuo aparece en casi todas las cintas, es un individuo rencoroso con el sexo opuesto, pues sufrió el desprecio de su mujer e hijas.
       El capitán no perdía palabra, aún que estaba algo confundido.
―Toda su vida fue un desastre, primero con su madre, que le abandonó por ser drogadita, luego su abuela, quien le crió, con el fallecimiento. Cuando por fin, pensó haber encontrado la estabilidad, casándose y criando una familia, su esposa le abandonó, se marchó con sus hijas y le sacó todo lo que había levantado para ellas. Llevaron los bienes y no le dieron las gracias, al contrario, le dieron una orden de alejamiento.
       El capitán en este momento se puso blanco, con la boca abierta, fue sentándose en su silla. No podía dar crédito a las palabras de        Salvador Bosco, pero eran ciertas. Sólo una persona conocedora del tema sería capaz de dar un corte tan limpio y certero.
       El capitán llamó a dos agentes que le acompañara al laboratorio forense.
Salvador también fue. Pero no había nadie. Estaba todo desierto.
       Entonces el capitán mandó que fueran a casa del Dr. Adrián.
       Y allí fueron encontrados los trofeos que el Dr. se llevaba de sus víctimas. Unos pendientes, una prenda íntima, unas medias, una pulsera y una cadena.
       ―Capitán, aquí hay cinco trofeos y de momento tenemos cuatro víctimas en el depósito ―–razonó Salvador―. Tiene una nueva víctima.
       ―¿Donde podría estar? ―se preguntó el capitán.
       Salvador llamó a la ex mujer de Adrián y le informó lo que sucedía. Preguntó si podría saber donde se llevaría Adrián a una novia, víctima, pero la ex mujer no le supo informar.
       ―Solo sé que a Adrián le fascinaba las historias de las sectas secretas y adoradores del diablo. ―concluyó la ex mujer por teléfono antes de colgar.
       Pero fue lo suficiente para Salvador que no más colgar, cogió un mapa de la ciudad y marcó en él los hallazgos de las anteriores víctimas.
       Era claramente una estrella de cinco puntas.
       Marcharon inmediatamente al puerto deportivo.
       ―¿Bosco, esta seguro de que es este el lugar? ―inquirió el capitán
       ―Sí capitán, la estrella se completa en este punto.
Hubo un despliegue de la policía por todo el puerto en busca del Dr. y la víctima, pero cuando lo encontraron, ya era demasiado tarde para la joven.
       Adrián estaba envuelto en una gran mancha de sangre. Estaba colocando a su última víctima en la misma postura que las demás.
       ―Adrián, entrégate ―le gritó Salvador―. Será mejor para todos.
       ―Jamás ―contestó el médico―. Prefiero la muerte.
       ―Adrián, estas enfermo, déjame ayudarte, amigo ―le dijo Salvador.
       ―No Bosco, nadie puede ayudarme ya. Soy un fracaso, siempre lo he sido. Nadie nunca me ha llevado en serio. Nunca. Estas jóvenes se reían de mi cuando les invitaban a ir a mi casa, o a salir por allí. Me llamaban abuelo, viejo, carcamán. Crees que puedo vivir así y dejarlas reírse de los mayores. No. Alguien tenía que enseñarles un poco de educación.
       ―Adrián, déjame acercar y hablaremos, amigo. ― a Salvador, las palabras se le trababan en la garganta al ver su amigo y compañero de trabajo de tantos años en aquel estado de decadencia.
       ―No Bosco, aquí termina todo. ― diciendo esto, sacó la pistola del cinturón y apuntó en dirección a los policías.
       Dio un primero disparo y los agentes, sin vacilar, abrieron fuego, descargando una lluvia de balas sobre aquel hombre.
       A las cinco de la madrugada, después de seis días de investigación, el detective Salvador Bosco cerraba otro caso.
       De esta vez, el asesino, su único y mejor amigo, yacía en el suelo del puerto deportivo, como un asesino que había sido. Había privado a cinco jóvenes de llegar a su mayoridad. Y había recibido como premio también la muerte.
       El capitán Vazcaran le dio una leve palmadita en el hombro y un lo siento entre diente.
       Salvador Bosco se alejó de la escena intentando disimular las lágrimas que insistían en abrir camino por sus mejillas.